La especial sensibilidad de los viejos, de la vejez por las atenciones, pensamientos y afectos que nos hacen humanos, debe volver a ser vocación para muchos
El relato bíblico –con el lenguaje simbólico de la época en que fue escrito– nos dice algo impresionante: Dios estaba tan amargado por la maldad generalizada de los hombres, convertida en una forma normal de vida, que pensó haberse equivocado al crearlos y decidió eliminarlos. Una solución radical. Incluso podría parecer algo paradójico a la misericordia. No más humanos, no más historia, no más juicio, no más condena. Y muchas víctimas predestinadas a la corrupción, la violencia, la injusticia serían salvadas para siempre.
¿No nos sucede a veces también a nosotros –abrumados por una sensación de impotencia frente al mal o desmoralizados por los “profetas del mal”– pensar que era mejor no haber nacido? ¿Deberíamos dar crédito a ciertas teorías recientes, que denuncian a la especie humana como un daño evolutivo a la vida en nuestro planeta? ¿Es todo negativo? No.
De hecho, estamos bajo presión, expuestos a tensiones opuestas que nos confunden. Por un lado, tenemos el optimismo de una eterna juventud, exaltado por los extraordinarios avances de la tecnología, que pinta un futuro lleno de máquinas más eficientes e inteligentes que nosotros, que curarán nuestros males y pensarán por nosotros las mejores soluciones para no morir: el mundo del robot. Por otro lado, nuestra fantasía parece cada vez más centrada en la representación de una catástrofe final que nos extinguirá. Lo que pasa con una posible guerra atómica. El “día después” de esto –si seguimos aquí, días y seres humanos– tendremos que empezar de cero. Destruir todo para recomenzar de cero. No quiero hacer banal el progreso, por supuesto. Pero parece que el símbolo del diluvio vaya ganando terreno en nuestro inconsciente. La pandemia actual, además, pone en riesgo considerable nuestra representación despreocupada de las cosas que importan, para la vida y su destino.
En el relato bíblico, cuando se trata de salvar la vida de la tierra de la corrupción y del diluvio, Dios confía la empresa a la fidelidad del más anciano de todos, el “justo” Noé. ¿La vejez salvará al mundo?, me pregunto. ¿En qué sentido? ¿Y cómo salvará al mundo la vejez? ¿Y cuál es el horizonte? ¿La vida después de la muerte o simplemente supervivencia hasta el diluvio?
Una palabra de Jesús, que evoca “los días de Noé”, nos ayuda a profundizar en el sentido de la página bíblica que hemos escuchado. Jesús, hablando de los últimos tiempos, dice: “Como sucedió en los días de Noé, así será en los días del Hijo del hombre: comieron, bebieron, tomaron mujer, tomaron marido, hasta el día en que Noé entró en el arca y llegó el día del diluvio y los hizo morir a todos” (Lc 17,26-27). De hecho, comer y beber, tomar esposa y esposo, son cosas muy normales y no parecen ser ejemplos de corrupción. ¿Dónde está la corrupción? ¿Dónde estaba la corrupción allí? En realidad, Jesús subraya que el ser humano, cuando se limita a disfrutar de la vida, pierde hasta la percepción de la corrupción, que mortifica su dignidad y envenena su sentido. Cuando se pierde la percepción de la corrupción, y la corrupción se convierte en algo normal: ¡todo tiene su precio, todo! Se compran, se venden opiniones, actos de justicia… Esto, en el mundo de los negocios, en el mundo de muchas profesiones, es común. Y experimentan despreocupadamente la corrupción, como si fuera parte de la normalidad del bienestar humano. Cuando vas a hacer algo y la cosa es lenta, ese proceso es un poco lento, cuántas veces escuchas a la gente decir: “Pero, si me das un sobre, acelero esto”. Muchas veces. “Dame algo y te lo acelero”. Todos lo sabemos bien. El mundo de la corrupción parece parte de la normalidad del ser humano; y eso es malo. Esta mañana hablé con un señor que me contó de este problema en su tierra. Los bienes de la vida se consumen y disfrutan sin preocuparse por la calidad espiritual de la vida, sin cuidar el hábitat de la casa común. Todo se explota, sin preocuparse por el castigo y degradación que sufren muchos, y ni siquiera por el mal que envenena a la comunidad. Mientras la vida normal pueda estar llena de “bienestar”, no queremos pensar en lo que la vacía de justicia y amor. “¡Pero yo estoy bien! ¿Por qué tengo que pensar en problemas, guerras, miserias humanas, en cuánta pobreza, en cuánta maldad? No, yo estoy bien. No me importan los demás”. Ese es el pensamiento inconsciente que nos lleva a vivir en un estado de corrupción.
¿Puede la corrupción volverse normal, me pregunto? Hermanos y hermanas, desgraciadamente sí. Se puede respirar el aire de la corrupción como se respira el oxígeno. “Pero eso es normal; si quieres que haga esto de prisa, ¿cuánto me das?”. ¡Es normal! Es normal, pero es malo, ¡no es bueno! ¿Qué le allana el camino? Una cosa: la despreocupación que apunta sólo al cuidado de uno mismo: ese es el paso que abre la puerta a la corrupción que hunde la vida de todos. La corrupción se beneficia mucho de esa mala indolencia. Cuando una persona está bien con todo y no se preocupa por los demás: esta ligereza ablanda nuestras defensas, nubla nuestra conciencia y nos convierte –incluso involuntariamente– en cómplices. Porque la corrupción no siempre va sola: una persona siempre tiene cómplices. Y la corrupción siempre se propaga, se extiende.
La vejez está en condiciones de captar el engaño de esta normalización de una vida obsesionada por el goce y vacía de interioridad: vida sin pensamiento, sin sacrificio, sin interioridad, sin belleza, sin verdad, sin justicia, sin amor: todo eso es corrupción. La especial sensibilidad de los viejos, de la vejez por las atenciones, pensamientos y afectos que nos hacen humanos, debe volver a ser vocación para muchos. Y será una elección de amor de los mayores hacia las nuevas generaciones. Seremos nosotros los que demos la alarma, la alerta: “Cuidado, esto es corrupción, no te lleva a nada”. La sabiduría de los viejos se muy necesario hoy para ir contra la corrupción. Las nuevas generaciones esperan de nosotros los viejos, de nosotros los ancianos una palabra que es profecía, que abre puertas a nuevas perspectivas fuera de este mundo indiferente a la corrupción, a la costumbre de corromper las cosas. La bendición de Dios elige la vejez, por este carisma tan humano y humanizador. ¿Qué sentido tiene mi vejez? Cada uno de nosotros, los viejos, podemos preguntarnos. El sentido es este: ser un profeta de la corrupción y decir a los demás: “¡Detente, yo fui por ese camino y no te lleva a ninguna parte! Ahora te cuento mi experiencia”. Los ancianos debemos ser profetas contra la corrupción, como Noé fue el profeta contra la corrupción de su tiempo, porque era el único en quien Dios confiaba. Os pregunto a todos –y también me pregunto a mí–: ¿está abierto mi corazón para ser un profeta contra la corrupción de hoy? Hay algo malo, cuando los ancianos no han madurado y envejecen con los mismos hábitos corruptos de los jóvenes. Pensemos en el relato bíblico de los jueces de Susana: son el ejemplo de una vejez corrupta. Y nosotros, con una vejez así, no seríamos capaces de ser profetas para las jóvenes generaciones.
Y Noé es el ejemplo de esa vejez generativa: no es corrupta, es generativa. Noé no predica, no se queja, no recrimina, sino que cuida el futuro de la generación que está en peligro. Los mayores tenemos que cuidar a los jóvenes, a los niños que están en peligro. Él construye el arca de la acogida y deja entrar a hombres y animales. En el cuidado de la vida, en todas sus formas, Noé cumple el mandato de Dios repitiendo el gesto tierno y generoso de la creación, que en realidad es el pensamiento mismo que inspira el mandato de Dios: una nueva bendición, una nueva creación (cfr. Gn 8,15-9,17). La vocación de Noé siempre es actual. El santo patriarca aún debe interceder por nosotros. Y nosotros, mujeres y hombres de cierta edad –por no decir viejos, porque algunos se ofenden– no olvidemos que tenemos la posibilidad de la sabiduría, de decir a los demás: “Mira, ese camino de corrupción no lleva a ninguna parte”. Debemos ser como el buen vino que al final cuando envejece puede dar un buen mensaje y no uno malo.
Hago un llamamiento hoy a todas las personas que tienen cierta edad, por no decir viejos. Atentos: tenéis la responsabilidad de denunciar la corrupción humana en la que vivimos y en la que continúa esa forma de vida del relativismo, totalmente relativa, como si todo fuera lícito. Adelante. El mundo precisa, necesita jóvenes fuertes, que salgan adelante, y viejos sabios. Pidamos al Señor la gracia de la sabiduría.