Tenemos una sensibilidad innata para el bien y la belleza, al igual que valoramos la verdad
El pasado martes, de regreso de Pamplona paramos a almorzar en Noáin, población cercana. Al reanudar la marcha vimos que nos habían sancionado por mal aparcamiento, ya que las señales eran confusas. Nos quedamos consternados y, al momento, una señora se acercó interesándose, llamó por teléfono al municipal e intentó que nos anularan la multa, pues me animó a que fuera a hablar con el guardia. Este, comprensivo y con una sonrisa, la anuló. Dos personas desconocidas que procuraron ser amables me alegraron el día y se lo agradecí. Al reemprender el viaje, mi acompañante me animó a que rezáramos por ellos.
Hay actitudes que alegran la vida, la hacen amable y llevadera. Un amigo sacerdote comentaba que, celebrando una eucaristía a los niños de catequesis de comunión, les habló de lo bonito que es hacer siempre el bien, ser amigos de todos los compañeros, ayudar en casa, ser generosos, tener espíritu deportivo en los juegos… Notaba que conectaban muy bien, incluso aportaban ideas. Al final de la misa varios padres se acercaron para decir que la celebración había sido muy bonita. Salieron removidos y colaboraron generosamente con un proyecto de Manos Unidas para paliar el hambre.
Tenemos una sensibilidad innata para acoger el bien y la belleza, al igual que valoramos la verdad. En nuestra cultura hay elementos cristianos que siguen teniendo peso, valores y virtudes que facilitan la convivencia, que hacen bonita la vida. Tenemos que sacarles más partido. En un mundo donde la deconstrucción domina los medios, la educación y la política, no podemos perder el tiempo lamentándonos. El gran enemigo es el desaliento que paraliza y deja que el mal campe por sus fueros.
Dostoievski afirma en una de sus obras que “la belleza salvará al mundo”. Dice que se puede vivir sin ciencia, sin pan, pero que sin belleza no habría nada que hacer. No es el momento de disertar sobre su misterio, que tantas expresiones encierra. Quisiera centrarme en la belleza del bien, en su poder transformador. Cuando hemos recibido mucho amor y nos dejamos cautivar por él, cuando hacemos la opción de amar de verdad, de un modo inconsciente nos ponemos en condiciones de darlo, optamos por hacerle el bien, por querer a los nuestros como son, sin herirlos. Solo nos interesa entonces la belleza del bien.
El Evangelio nos muestra la regla de oro de la buena convivencia: “Como queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos… dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá”. El hábitat del amor es muy peculiar, las condiciones para que crezca y se desarrolle son precisas: altruismo, generosidad, desprendimiento, desinterés, benevolencia, sacrificio, acogida. El interés y el egoísmo son la plaga que lo devora.
La belleza del amor, del bien, está en no buscarlo, sino en darlo gratuitamente: es su gratuidad. El amor no se puede exigir, es tan grande que no tiene precio. Nunca haremos bastantes méritos para merecerlo. El don, el desinterés, el olvido de uno mismo nos hacen amables, hermosos. Esa es la belleza, el asombro que provoca el bien y salva.
En el ámbito esponsal, el otro es admirado y querido por lo que es, tal y como es, no por lo que me da, ni por lo que será cuando yo lo cambie. Querer reformar a alguien es señal de que no quererle realmente, lo amo de un modo condicional: si haces esto, si me das gusto, entonces te amaré. Esto no es querer.
En ocasiones nos hacemos muy desagradables porque estamos siempre exigiendo, fiscalizando, dando lecciones, juzgando. Quizá por una especie de amor mal entendido somos como una araña siempre al acecho.
La novela David Copperfield describe magistralmente el buen hacer del amor. Reflexiona el protagonista: “Había tratado de que Dora se adaptara a mí, pero mis esfuerzos habían fracasado. No me quedaba otro remedio que adaptarme yo a Dora; compartir con ella lo que pudiera, y ser feliz; llevar sobre mis hombros el peso que debía soportar, y ser feliz a pesar de todo. Esta fue la disciplina que intenté imponerme cuando empecé a reflexionar, Y, gracias a ella, mi segundo año de matrimonio fue mucho más feliz que el primero, y lo que era aún mejor, la vida de Dora se volvió mucho más luminosa”.
El camino es no solo dar, sino darse. No buscar el propio bien, sino el bien. Tomar la decisión de buscar el bien, de encontrarlo, de aprender a hacer el bien y hacerlo. Siempre. Gratuitamente. Esta praxis –la cohabitación con el bien– no solo nos hará felices y luminosos, bellos, sino que hará la vida de los otros mucho más luminosa