Sólo quien es capaz de escuchar el mundo, y a las personas se hace apto para escrutar sus secretos más escondidos. La escucha: escuchar y ser escuchado, es esencial para el ser humano.
El Papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, ha insistido en la necesidad de la escucha. En su momento escuchamos la llamada a ejercitar aquel “apostolado del oído”, al que se refería el Papa. Ahora se convierte en temática fundamental del nuevo Sínodo sobre la Iglesia sinodal.
Una Iglesia sinodal es una Iglesia que sabe escuchar. Así lo decía el Papa en la homilía de inauguración del Sínodo en Roma (10.10.2021): “El sínodo nos pide que nos pongamos a la escucha de las preguntas, de los afanes, de las esperanzas de cada Iglesia, de cada pueblo y nación. Y también a la escucha del mundo, de los desafíos y los cambios que nos pone delante”. Pero ¿por qué este escuchar humano puede ser tan decisivo?
Cuentan del pensador alemán Hegel, que cuando era joven paseaba por un camino junto a un amigo. Entonces, escucharon el eco sonoro de las campanas de la iglesia que sonaban con toque fúnebre por la muerte de alguien. Aquel sonido penetró para siempre en los oídos y el corazón del joven Hegel, que topó repentinamente con el misterio de nuestra sórdida finitud: al final de la existencia las luces se apagan, los ojos se cierran y los oídos dejan de vibrar. Dicen que toda su filosofía idealista (en busca del ideal de lo eterno), es un combate fehaciente contra los signos de la corrupción y de la muerte. Su filosofía es una glosa a la muerte y la finitud. Porque Hegel escuchó las campanas de la muerte, y quizás también el eco lejano de la inmortalidad que resuena en el corazón del hombre.
Alguien me contó que tuvo la suerte de asistir a las clases del filósofo Martin Heidegger. Heidegger, según relata el testigo, se dirigía al auditorio con una voz fina y difícil de percibir. Y, sin embargo, su voz suave revelaba un agudo sentido del oído. Heidegger con su meditación filosófica se adentraba en los misterios de la realidad y del mundo. Tanto es así, que concebía el pensar como una acción de gracias por los secretos del mundo y de la historia. Sólo quien es capaz de escuchar el mundo se hace apto para escrutar sus secretos más escondidos. Así Heidegger se revelaba como un pensador profundo que desarrolló una delicada filosofía de la existencia humana en medio de las vicisitudes del mundo.
Pero Heidegger y Hegel recogen intuiciones antiguas, ya presentes en el pensamiento mítico griego, así como en el sentir de la revelación judía. Ya decía el oscuro Heráclito que los hombres están llamados a tener “el oído atento al ser de las cosas”. ¿Y qué define Israel, aquel Pueblo receptor de la Revelación de Dios, sino el ser un Pueblo de la escucha de Dios y de sus presagios? De nuevo, en medio de nuestro tiempo de la palabra y de la técnica, se hace necesario instar a las nuevas generaciones a aprender el silencio, la soledad y la escucha –una tríada seguramente fecunda-. Pero no sólo la escucha de la palabra, de la noticia, de la conversación, del canto o del texto. Sino sobre todo, la escucha de las cosas que no hablan pero que nos abren al misterio de sentido que encierran.
La escucha que no ve (y sabe cerrar los ojos ante el mundo) parece aportar una visión distinta del mundo y de la historia. Las descripciones del vidente describe parecen otorgar poder sobre una realidad que se convierte en escenario. La realidad penetrada por los ojos deviene un campo de exploración y experimentación, sujeto a la manipulación y la transformación.
El hombre vidente de nuestro tiempo ha visto el futuro de un hombre nuevo, mezcla de carne y de técnica, capaz de desarrollar sus potencias físicas, psíquicas y espirituales hasta el extremo. Pero, si complementamos la vista con el oído, y aunamos la visión y la escucha en una síntesis armónica, otro mundo aparece: es un mundo ciertamente cognoscible, pero a su vez llamado a ser escuchado, es decir, rozado por la suave caricia de una escucha que nos posibilita adentrarnos paulatinamente en el claro oscuro de la existencia.
Decía Agustín que “el tacto define el conocimiento». Es cuando emerge la pregunta por la licitud de nuestra forma contemporánea de tratar el mundo. ¿Es lícito o no tratar de este modo el misterio de la naturaleza? La luz ilumina, los colores se admiran, las figuras se observan, los rostros se contemplan, los movimientos se ven. Pero el bien y el mal que resuenan en la conciencia no se visionan, sino que se oyen en las profundidades de uno mismo. Es cuando emerge el sentido ético del mundo y de nuestras relaciones variopintas con el mundo.
Entonces, ¿qué debemos hacer? Fue la lejana pregunta que algunos hicieron a aquel profeta del desierto que anunciaba la llegada de los tiempos nuevos. Juan el Bautista había escuchado en el silencio y la soledad del desierto la voz de Dios y los gemidos del hombre. Si la humanidad no se vuelve a hacer apta para la escucha, se hará incapaz de percibir los signos de los tiempos que anuncian la Última Venida del Hijo del Hombre. Sólo la actitud de escucha como lugar antropológico permite escrutar los signos de los tiempos, como aquel viento que anuncia la tormenta o aquel canto que presagia la primavera. El oído se consagra como el intérprete de los significados de la existencia. El arte de la escucha nos puede preservar del nihilismo que se halla sin fuerzas para volver a comprender el significado del mundo.