Se suele hablar de la “pandemia” de salud mental, en especial los trastornos de ansiedad. ¿Pero hasta qué punto se puede considerar patológica en contextos de amenaza? ¿Síntoma o respuesta adaptativa?
La incertidumbre, sin duda, genera ansiedad. ¿Y qué más incierto que la irrupción de la pandemia de COVID-19, con sus diferentes etapas? Desconocimiento de un virus nuevo, sobreabundancia de información, irrupciones de preprints, opiniones encontradas de expertos, recomendaciones que se descartan, nuevas recomendaciones que se adoptan, variantes de preocupación, dosis de refuerzo y una pregunta sin respuesta: “¿Hasta cuándo?”
Sin duda, crecieron los cuadros de ansiedad. Pero debido al contexto, ¿se deben tomar como un “rasgo” o “síntoma” o como una respuesta emocional adaptativa que nos lleva a tomar conductas de protección frente al riesgo? A pesar de que suelen remarcarse sus aspectos negativos, ¿se puede hablar de que en ciertos casos existe una ´ansiedad saludable´?
El estudio “Adaptive function and correlates of anxiety during a pandemic” (Función adaptativa y correlatos de ansiedad durante una pandemia”, publicado en la revista Evolution, Medicine & Public Health se plantea esta pregunta. Incluso, tras realizar distintas encuestas halló que “las personas con más ansiedad pandémica exhibieron comportamientos de evitación de riesgo con mayor frecuencia”, como por ejemplo quedarse en casa o adoptar otras medidas de protección, como el uso de barbijo o la distancia social.
Sabemos que la ansiedad es una respuesta emocional que se desencadena en la anticipación de una posible amenaza y que ayuda a la persona a prepararse para enfrentar una situación peligrosa. Con todo, el hecho de estar demasiado orientado hacia el futuro puede tener un costo. El del estrés, el del aumento del cortisol, el de la necesidad de obtener recompensa inmediata y disponible, por ejemplo, la comida chatarra.
Sin embargo lo que se plantean los autores de este trabajo es que mantener un nivel de ansiedad saludable puede promover los comportamientos protectores. ¿Pero qué es exactamente un nivel saludable? De acuerdo con ellos, el umbral de respuesta óptimo depende de los costos y beneficios de expresar la respuesta de defensa. Por ejemplo, un conejo puede correr ante cualquier ruido asumiendo que procede de un depredador (cuando en realidad es el viento) y eso puede costarle energía. Sin embargo, si no dispara esa alarma y efectivamente se topa con un depredador, puede costarle la vida.
También recuerdan que desde el punto de vista clínico la ansiedad se considera patológica si afecta la calidad de vida de un individuo. Mientras que desde una perspectiva evolutiva, la respuesta es inadecuada o desmedida cuando no produce los efectos para la que fue seleccionada y en su lugar, causa daños y provoca trastornos.
Dicho esto, no es irracional pensar que nuestros sistemas de alarma se disparen ante las fluctuaciones de la pandemia. Antes de la irrupción de las variantes Delta primero y Ómicron después y con la mayoría de la población vacunada, tomamos precauciones aunque desactivamos ciertas alarmas. Lo necesitábamos, porque la hipervigilancia genera cortisol, con sus efectos negativos a largo plazo. Entonces, hasta los más cautelosos (y ansiosos) ya no esperaban siete días entre visita y visita para evitar la exposición al virus. Con salir al aire libre era más que suficiente. Incluso, muchos se animaron a bajarse el barbijo en una calle no transitada, cuando antes ni se lo planteaban.
Pero la desigualdad pudo más y surgió en el continente menos vacunado la variante más contagiosa. Y encontró su escenario de expansión en otros continentes en donde una tasa considerable de la población eligió no vacunarse, aunque pudiera. Con estos cambios, volvieron las maneras más extremas de responder.
Es que ante ambientes desfavorables, existen distintas maneras de reaccionar desde el punto de vista adaptativo. Una es la rápida; en la que se asume que la vida será breve y no se posterga la satisfacción. Algo así como el famoso “de algo hay que morir” o el “live fast, die young” de las estrellas de rock. La otra es la lenta, en la que se asume que la vida será larga y la gratificación puede postergarse. Algo así como “estudiá inglés hoy, que mañana me lo vas a agradecer” de los padres.
Ahora traslademos estos conceptos a la pandemia como ambiente desfavorable. Se puede decir, “no me expongo y no iré a la discoteca o al recital”. Con todo, una vigilancia saludable puede tornarse hipervigilancia (que no puede ser interrumpida). Así se corre el riesgo del aislamiento (voluntario), de vivir estresado, de comer más, incluso de perder un medio de subsistencia como el trabajo. Y demasiado encierro es perjudicial: no es una buena idea vivir en un ambiente traumático en soledad. Porque con la ansiedad, pueden aparecer sesgos cognitivos, precisamente una tendencia a ver el mundo como más peligroso y hostil de lo que realmente es.
Como contrapartida, los de reacción rápida pueden aferrarse a frases como “hago la mía y espero la inmunidad de rebaño” y eligen, por ejemplo la discoteca. Pero no una, sino dos, tres o cuatro veces, porque la satisfacción no puede ser acumulada y debe renovarse de forma constante. Y así se corre el peligro de contraer una de las variantes más contagiosas del virus.
Si comparamos estos comportamientos con edades, ambos parecerían alejarse de las decisiones llamadas “adultas” como sinónimo de “equilibradas” (algo que por cierto, no siempre coincide). Pero no se puede negar el dolor en un contexto como el que vivimos, aunque cada vez estemos menos preparados para afrontarlo.
Porque fuimos educados para que ninguna cuota de dolor o ansiedad se tolere, aparecen desde las reacciones extremas a la sobremedicación para acallarlo. Cuando quizá, aunque cueste trabajo, lo más acertado sería asumir que el dolor, la ansiedad, la frustración y el riesgo existen.
El gran desafío es cómo ser equilibrados en un contexto hostil, sin negarlo y sin pasarnos. Tal vez se podría pensar en un enfoque parecido al de la “reducción de daños”. Por ejemplo, salir cuando es necesario, pero tomando todas las precauciones. Asumir que hay riesgos, pero que ciertas medidas protectoras nos ayudan a seguir con nuestras vidas. Lo mismo sucede con la ansiedad: reconocer que en cierto grado vamos a tenerla porque tenemos que protegerla. Y no querer callarla automáticamente, sino encender las alarmas cuando se vuelva insoportable e incida en nuestra vida cotidiana.
Más allá de que se reproduzcan las consignas del estilo “que todo fluya”, no estamos acá para fluir, sino para sobrevivir en el nicho que nos tocó. Y en este contexto, cierto grado de ansiedad puede ser necesario. Las terapias orientadas a tolerar las incertidumbres futuras podrían ser una respuesta parcial, como por ejemplo la atención plena o el mindfulness (aunque con limitaciones, porque a los más ansiosos les costará acallar los pensamientos rumiantes).
Sabemos que “demasiada” orientación futura en sociedades modernas puede contribuir a mayor ansiedad. Y que a la vez, los ansiosos exhiben un sesgo cognitivo en el que se atribuyen resultados negativos en los eventos futuros. Tomarse un segundo para no anticiparse a los hechos y realizar una cosa por vez puede no coincidir con dos consignas que se chocan en la sociedad moderna. Una ya la dijimos: “fluir”. Y la otra, “producir”. Conviene aceptar que hay un tiempo para todo y que este no es el momento para “ser nuestra mejor versión” ni presumir de la paz mental (pretenderlo, nos volverá aún más ansiosos). Estar lo mejor posible con lo que nos toca es hoy un comportamiento protector y también, una recompensa.
Celina Abud Fuente, en intramed.net/
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