“La Unión Europea -señaló- debe asumir los ideales de los padres fundadores, que eran ideales de unidad, de grandeza, y tener cuidado de no dar paso a las colonizaciones ideológicas.” (Vatican News)
Una asociación de ideas, con base histórica en dos acontecimientos, me ha inspirado el título de este artículo. Asistimos desde hace tiempo y más concretamente en Europa, a un intento de cancelar del espacio público símbolos religiosos de carácter específicamente cristiano. En noviembre pasado, la Comisaría para la Igualdad de la Unión Europea, preparó un Documento llamado ‘Directrices para la comunicación inclusiva’. Contrariamente a lo que parecía sugerir ese título -abrir los brazos para incluir a todos-, resultaba más bien lo contrario porque proponía para felicitar estas fiestas y no herir sensibilidades, cancelar justamente la palabra “Navidad” -de raigambre multisecular en referencia al Nacimiento de Cristo-, y hablar simplemente de fiestas, sin más. La lógica conclusión sería: excluyamos a unos para incluir a otros. El Documento, de carácter interno según sus autores pero ampliamente conocido, fue al fin retirado.
Así, una vez más la historia se ha repetido: hace poco más de dos siglos, durante la Revolución francesa se intentó oscurecer por completo la presencia cristiana en la sociedad. El giro revolucionario alcanzó su clímax en noviembre de 1793 cuando en la Catedral de Nôtre Dame, se entronizó a la “Diosa Razón” y se suprimió todo culto cristiano. Ese mismo año un pintor francés Louis Deveau, ilustraba la situación histórica con un óleo titulado “Una Misa en el mar”; se conserva en el Museo de Bellas Artes de Rennes, y representa la celebración en alta mar, del Sacrificio redentor del Calvario. Quería mostrar así la extrema dificultad de los sacerdotes refractarios al gobierno revolucionario, para celebrar en tierra firme la Eucaristía.
Si unimos ahora las dos referencias históricas y, volvemos a la de nuestros días, ya se ve por dónde va eso de celebrar la Navidad “sin Belenes en el mar”. Gracias a Dios, no hemos llegado a ese extremo. Pero en nuestro país, a juzgar por lo visto en este año 2021, a más de uno no le hubiera importado que la palabra Navidad desapareciese de la circulación y los Belenes de tierra firme. No lo escribo gratuitamente porque es de dominio público, por ejemplo, el montón de cruces que, so capa de tener tal símbolo extrañas ¿contaminaciones políticas?, según dijeron los promotores de su desaparición, fueron derruidas y algunas abandonadas en un estercolero. La suave ola de Bruselas, de suprimir la palabra “Navidad”, ha llegado aquí cuando ya íbamos por delante con la fuerte marejada de las cruces.
En Twitter y otros medios, numerosas personas y también entidades e instituciones públicas han salido al paso de ese conato de cancelar esa palabra-símbolo del espacio social. Las voces más autorizadas, por decirlo así, relativas al documento de Bruselas, llegaron desde la cúpula romana. El Papa Francisco, en el vuelo de regreso a Roma, el pasado día 6, al responder a la pregunta de un periodista sobre el particular, calificó de “anacronismo” semejante tentativa. “La Unión Europea -señaló- debe asumir los ideales de los padres fundadores, que eran ideales de unidad, de grandeza, y tener cuidado de no dar paso a las colonizaciones ideológicas.” (Vatican News)
Por su parte, el Secretario de Estado, Pietro Parolin, se había expresado así: «Sabemos que Europa debe su existencia y su identidad a muchos aportes, pero no podemos olvidar que uno de los principales, si no el principal, es precisamente el cristianismo. Destruir la diferencia y destruir las raíces significa destruir a la persona». Bien está, pues, la presencia de símbolos religiosos, no sólo cristianos -añadiría- sino del tipo que fueren, siempre que respeten el natural orden social. La diversidad de creyentes solo hace confirmar su elemento común: la íntima naturaleza religiosa de la persona. Sin este lazo quedaría como suspendida en el vacío, sin entenderse a sí misma, porque su más radical identidad conecta con Dios, como el dedo de Adán con su Creador, según inmortalizó gráficamente Miguel Ángel en la Capilla Sixina.
Con todo, como los símbolos cristianos -Belenes, cruces, imágenes…- son trasunto de la realidad que representan, aportarían flaco servicio a la vida de fe si sus raíces, que apuntan a la comunión del hombre con Dios, estuvieran secas. Poca diferencia habría entonces entre un agnóstico que celebrara estas fiestas y un cristiano que también dijese celebrarlas, pero se quedara solo en lo externo y superficial. Sería una penosa incongruencia, menos comprensible aún que la descrita por André Frossard, al contar cómo celebraba la Navidad, cuando aún no era creyente. En su libro “Dios existe, yo me lo encontré”, rememora así aquellos días:
“En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (...) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados. Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie”.
Los cristianos sabemos por la fe que Navidad es la fiesta del nacimiento, en Belén, del Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María Virgen. Y que ha nacido para cada uno de nosotros -seamos o no creyentes- porque Él no excluye a ninguno y a todos espera. Ojalá, y así lo deseo para los no creyentes, que un día puedan decir como Frossard: verdaderamente “Dios existe, yo me lo encontré”.
Y para los que tenemos la alegría de creer, que esta nueva Navidad suponga reavivar nuestra fe; nos pueden servir unas palabras de san Josemaría, siempre de vivísima actualidad: “No me aparto de la verdad más rigurosa, si os digo que Jesús sigue buscando ahora posada en nuestro corazón. Hemos de pedirle perdón por nuestra ceguera personal, por nuestra ingratitud. Hemos de pedirle la gracia de no cerrarle nunca más la puerta de nuestras almas.” (Es Cristo que pasa, n. 19).
Como la gracia de Dios no faltará, solo resta que la personal libertad de cada uno nos lleve a acogerle de verdad en nuestra vida. Y para no desdecirme de lo escrito hasta aquí, a todos deseo de corazón: ¡Feliz Navidad!