La radiación atómica del 9 de agosto de 1945 sembró la muerte en Nagasaki: unas 40.000 personas murieron aquel día y un número similar en los meses siguientes. Terminaba el anterior artículo refiriéndome a la imagen de la Virgen de Urakami, la catedral. Apenas quedó piedra sobre piedra del templo y la imagen apareció al cabo de un tiempo.
En opinión de muchos quedó a salvo milagrosamente, pero con estigmas en su rostro: los ojos calcinados por la radiación dejaron sus cuencas ennegrecidas como pueden verse hoy día. La Madre del Cielo, con su propio dolor reflejado en la talla de madera, parecía unirse al de todos sus hijos en Nagasaki, fuesen o no cristianos. Este hecho histórico, con mirada de fe admite diversas interpretaciones. Antes de ofrecer las mías, conozcamos las de dos supervivientes de aquella catástrofe.
En primer lugar, las del propio Takashi, amigo ya conocido. Al regresar a su casa dos días después de la explosión, como dije, además del rosario calcinado en manos de su mujer, encontró el crucifijo que sus antepasados cristianos conservaban desde hacía unos 250 años. Tres meses después de la bomba, el 20 de noviembre, en una Misa por todos los difuntos de Nagasaki, intervino Takashi con estas palabras: “Existe una profunda relación entre la destrucción de esta ciudad cristiana y el fin de la guerra. Era sin duda la víctima elegida, el (...) holocausto ofrecido sobre el altar del sacrificio, (…) Y terminó con una referencia al fundamento de todo sacrificio: El holocausto de Jesucristo en el Calvario, ilumina y confiere significado a nuestras vidas.
Otro superviviente cristiano, entonces adolescente, Shigemi Fukahori, el pasado año 2020, en la conmemoración del 75 Aniversario de la tragedia, a sus 89 años recordaba haber visto aquel día “montañas de cuerpos ennegrecidos”, sin saber “si estaban muertos o vivos”. Y a mucha “gente que gritaba: ‘¡agua, agua!’, pero sin poder ayudarles”. Después del siniestro, cuando apareció la imagen de la Virgen, cuya talla intacta Shigemi conocía bien, al verla sin ojos, con la mejilla derecha ennegrecida y una fisura que desde el ojo izquierdo recorría su rostro como si fuera una lágrima, exclamó: “Cuando la volví a ver por primera vez, pensé que la Virgen estaba llorando”. Son palabras sinceras que invitan a reflexionar.
Testimonios de tan honda piedad y sentido cristiano como los referidos, son difíciles de igualar. Con todo, espero que mis consideraciones, en torno a esta singular imagen de María, que también contemplé en Nagasaki, nos animen a enfrentarnos serenamente a la muerte llenos de esperanza, cuando llegue el momento. Pero esto no hay que dejarlo para última hora, porque el fin de la vida no se improvisa: pide preparación diaria, llenando de trascendencia y amor cuanto hagamos. No olvidemos que, salvo excepciones, se muere como se vive. Lo decisivo para bien morir será haber llevado una vida plena, sabiendo con san Juan de la Cruz que a la tarde te examinarán en el Amor (Dichos, 64); esto es, que la serenidad y dignidad en ese trance final, se habrá ido forjando día a día en el cotidiano vivir.
La muerte viene a ser entonces como traspasar una puerta con dos caras: la primera, dolorosa para quien marcha y también para sus allegados. La fe nos dice que ese desgarro es consecuencia del pecado de origen, cuando la naturaleza humana quedó herida de muerte por la transgresión de nuestros primeros padres. Sin embargo, el holocausto de Jesucristo en el Calvario -como decía Takashi sin haber hecho un doctorado en teología-, al asumir por amor esa cara dolorosa de la muerte, nos alcanzó la redención del pecado e iluminó nuestras vidas. Gracias a Cristo nuestra naturaleza herida de muerte también quedó herida de resurrección gloriosa, y la muerte no tiene la última palabra.
Cristo nos aseguró un más allá con las palabras dirigidas a Marta, en Betania, antes de resucitar a Lázaro: Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en mí, aunque hubiera muerto vivirá (Jn 11, 25-26). Y las confirmó más aún con su propia resurrección gloriosa a la que a todos llama.
Nadie negará que somos peregrinos hacia el más allá de la muerte; sería muy penoso olvidarlo. Para el camino, Cristo con su no os dejaré huérfanos (Jn 14, 18), además de su Espíritu -como fuego de amor- y de su Cuerpo eucarístico -como alimento del viaje-, nos ha dejado a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo (Jn 19, 26). En Juan, al pie de la Cruz y receptor directo de esa nueva maternidad de María, estábamos cada uno de nosotros. Con esta Madre caminamos y a ella recurrimos. Millones de veces María ha oído esta súplica de la “Salve”: vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos. Y más millones aún, probablemente, esta otra del “Ave María”: Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Queremos que sus ojos de Madre nos miren siempre misericordiosos.
La Virgen de Nagasaki, con las cuencas de los suyos ennegrecidas, es imagen viva y claro símbolo de que nos sigue acompañando. Su presencia ya se hizo patente a lo largo de la historia, en lugares como Guadalupe, Lourdes, Fátima… En el año 2000, Chernobyl -lugar emblemático de muerte radioactiva, junto con Hiroshima y Nagasaki- recibió la visita de esta imagen de María. Ella, materna y mensajera de paz, nos desea una muerte digna; para ello nos pide, como hijos, que vivamos también como buenos hermanos. Así también moriremos como buenos hijos de Dios y, ya desde ahora, cuando miremos el rostro de nuestra Madre, ninguno tendrá que decir como el anciano Shigemi: Pensé que la Virgen estaba llorando.