El dolor es la piedra de toque del Amor (S. Josemaría)
Se oyen carcajadas y mofas cuando los cristianos hablamos de la necesidad de los ayunos y penitencias para vivir una vida de fe y amor. Y siguen resonando las palabras del Apóstol de las gentes dichas ya hace muchos siglos: “Pues los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros, en cambio, predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” [1].
La mortificación sigue siendo necedad, tontería, para la gente del mundo. Con un discurso hipócrita critican la vida de austeridad y renuncia de los que quieren estar cerca de Dios y vivir una vida en el espíritu y no una vida carnal, esclavizada por las pasiones del cuerpo. Son ellos los que realmente se complican la vida con sus abstinencias y esfuerzos, todo por unas metas humanas y, muchas veces, egoístas.
Muchos días salgo a celebrar la Santa Misa a primerísima hora de la mañana cuando, según un dicho popular, no se han puesto las calles están poniendo todavía las calles, y me cruzo con mucha gente con ropa de deporte embutida en sus mallas que se han levantado a horas intempestivas, robándole tiempo al sueño, corriendo como pollo sin cabeza para quemar un exceso de las calorías que consumieron el día anterior en exceso. A mí eso me parece inhumano y exagerado.
Y qué decir de los ayunos, ellos les llaman dietas, a los que se someten tantos para conservar un cuerpo diez, poder exhibirse ante los demás y buscar, llenos de vanidad, el aplauso de sus coetáneos, creando un círculo vicioso de culto al cuerpo.
Por no hablar de las operaciones quirúrgicas costosísimas a las que se someten por corregir pequeños defectos de fábrica, ya sean los ojos, la nariz, los labios, las orejas, los pómulos u otras partes de su cuerpo. Y todo por competir en belleza, con miras meramente humanas, que el paso del tiempo terminará por anular.
Nosotros ayunamos y hacemos penitencia con una visión mucho más amplia y profunda.
Así nos lo propone san Pablo: “Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorificados. Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros” [2]. He visto cuerpos muy vigorosos entre los santos de nuestro tiempo y bellezas escondidas en los monasterios de nuestras ciudades.
¿Qué daño puede producir en nuestro cuerpo una buena ducha de agua fría, siguiendo el ejemplo de los grandes profesionales del deporte que la utilizan después de sus entrenamientos para porque les ayuda a recuperarse antes, y reduce el dolor muscular y la rigidez que normalmente asociamos con las agujetas?
¡Qué grandes ventajas tiene una dieta equilibrada –nosotros lo llamamos templanza– para evitar los excesos de peso tan perjudiciales para la salud; y la sobriedad en la bebida que a la larga nos facilitará una vida más sana!
Podríamos seguir comentando los beneficios de la mortificación en el plano humano. Pero nosotros no miramos solamente al transcurrir temporal, lo nuestro es mirar a la eternidad. Una vez más es el Apóstol el que nos ayuda a levantar nuestras cabezas hacia el cielo: “Todo el que toma parte en el certamen atlético se abstiene de todo; y ellos para alcanzar una corona corruptible; nosotros, en cambio, una incorruptible. Así pues, yo corro no como a la ventura, lucho no como el que golpea al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre, no sea que, habiendo predicado a otros, sea yo reprobado” [3].
Y aún hay una motivación mayor. Quiero unirme a Cristo en la cruz que es mi modelo. Hacerlo además con ese espíritu de serenidad y mansedumbre. Si el camino para mi santidad, para mi felicidad, pasa por acompañar a nuestro Jesús, entonces buscaré esa cruz en las cosas ordinarias de cada día.
“Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior” [4].
Por ese sendero de la pequeña mortificación podremos después saber cargar con la cruz que la vida nos presente, darle esa dimensión tan propia de le fe. Tenemos todavía muy fresco el recuerdo de san Juan Pablo II en los últimos meses de su vida, cuando se abrazaba físicamente a la Cruz y nos daba ejemplo de cómo se vive de amor. Así lo resumía una persona que vivió muy cerca del santo: “El dolor indudablemente asusta a todos, pero cuando es iluminado por la fe se convierte en una poda del egoísmo, de las banalidades y frivolidades. Aún más. Los cristianos vivimos el dolor en comunión con Jesús Crucificado: aferrándonos a Él, llenamos el dolor de Amor y lo transformamos en una fuerza que desafía y supera el egoísmo aún presente en el mundo. Juan Pablo II fue un verdadero maestro del dolor redimido por el Amor y transformado en un antídoto para el egoísmo y la redención del egoísmo humano. Esto solo es posible abriendo el corazón a Jesús: solo con Él se puede entender el dolor y apreciarlo” [5].
Se puede concluir que los santos divinizan el mundo con su vida asomada a la cruz, con los ojos clavados en la cruz por amor. Hacen suya las palabras de san Pablo: “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia” [6].
¿Qué sería del mundo sin esos atletas del Amor? Pues, como dirá san Josemaría: “No olvides que el Dolor es la piedra de toque del Amor” [7], y es la mejor manifestación de nuestra alma enamorada: “En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina.
De la mano de María, tú y yo queremos también consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre.
Solo así gustaremos de la dulzura de la Cruz de Cristo, y la abrazaremos con la fuerza del amor, llevándola en triunfo por todos los caminos de la tierra” [8].
Alumnas colegio Senara, en senara.com
Notas:
5. Entrevista con el cardenal Ángelo Comastri, en Vatican News, 19.IV.2020.
8. San Josemaría, Vía Crucis, 4ª estación.
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