Me permito ofreceros tres conceptos para reflexionar sobre esta colaboración: la mirada de la interdependencia y del compartir, el motor del amor y la vocación al respeto.
Todo está conectado, en el mundo todo está íntimamente unido. No sólo la ciencia, sino también nuestros credos y nuestras tradiciones espirituales muestran esta conexión que existe entre todos nosotros y el resto de la creación. Reconocemos los signos de la armonía divina presente en el mundo natural. Ninguna criatura se basta a sí misma, todas existen en dependencia unas de otras, para complementarse y servirse mutuamente (cfr. Laudato si’, 86). Casi podríamos decir que cada una fue dada por el Creador a las demás, para que en la relación de amor y de respeto puedan crecer y realizarse en plenitud. Plantas, aguas, seres animados son guiados por una ley impresa por Dios en ellos para el bien de toda la creación.
Reconocer que el mundo está interconectado significa no sólo comprender las consecuencias dañinas de nuestras acciones, sino también individuar comportamientos y soluciones que deben adoptarse con una mirada abierta a la interdependencia y al compartir. No se puede actuar solo, es fundamental el compromiso de cada uno por el cuidado de los demás y del ambiente, el compromiso que lleve a un cambio de rumbo que es muy urgente y que se debe alimentar también de nuestra fe y espiritualidad. Para los cristianos, la mirada de la interdependencia surge del misterio mismo del Dios trino:«Porque la persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas. Así asume en su propia existencia ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación» (Ibíd., 240).
El encuentro de hoy, que une muchas culturas y espiritualidades en un espíritu de fraternidad, no hace más que reforzar la conciencia de que somos miembros de una única familia humana. Tenemos cada uno nuestra propia fe y tradición espiritual, pero no hay fronteras ni barreras culturales, políticas o sociales que nos permitan aislarnos. Para iluminar esa mirada queremos comprometernos con un futuro modelado por la interdependencia y por la corresponsabilidad.
Este compromiso se debe solicitar continuamente al motor del amor: «Desde la intimidad de cada corazón, el amor crea vínculos y amplía la existencia cuando saca a la persona de sí misma hacia el otro» (Fratelli tutti, 88). Sin embargo, la fuerza propulsora del amor no se “pone en marcha” de una vez para siempre, sino que se debe reavivar día a día; esa es una de las grandes aportaciones que nuestros credos y tradiciones espirituales ofrecen para facilitar este cambio de rumbo que tanta falta nos hace.
El amor es espejo de una vida espiritual vivida intensamente. Un amor que se extiende a todos, más allá de las fronteras culturales, políticas y sociales; un amor que integra, también y sobre todo en beneficio de los últimos, que son muchas veces los que nos enseñan a superar las barreras del egoísmo y a romper las paredes del yo.
Es este un reto que nos pone ante la necesidad de contrastar esa cultura del descarte, que parece prevalecer en nuestra sociedad y que se sedimenta sobre aquellos que nuestro Llamamiento conjunto denomina “semillas de conflicto: avidez, indiferencia, ignorancia, miedo, injusticia, inseguridad y violencia”. Son estas mismas semillas de conflicto las que causan las graves heridas que provocamos en el ambiente como los cambios climáticos, la desertización, la contaminación, la pérdida de biodiversidad, llevando a la rotura de «esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos» (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 50).
Ese desafío a favor de una cultura del cuidado de nuestra casa común y también de nosotros mismos tiene el sabor de la esperanza, porque no hay duda de que la humanidad no ha contado con tantos medios para alcanzar este objetivo como los que tiene hoy. Ese mismo reto se puede afrontar en varios ámbitos; en particular quisiera señalar dos: el del ejemplo y la acción, y el de la educación. En ambos ámbitos, nosotros, inspirados por nuestros credos y tradiciones espirituales, podemos ofrecer importantes aportaciones. Son muchas las posibilidades que surgen, como por otra parte pone en evidencia el Llamamiento conjunto, en el que se ilustran también varios recorridos educativos y formativos que podemos desarrollar a favor del cuidado de nuestra casa común.
Este cuidado es también una vocación al respeto. Respeto por la creación, respeto por el prójimo, respeto por sí mismos y respeto hacia al Creador. Pero también respeto mutuo entre fe y ciencia, para «entrar en un diálogo entre ellas orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de respeto y de fraternidad» (Laudato si’, 201).
Un respeto que no es el mero reconocimiento abstracto y pasivo del otro, sino vivido de manera empática y activa, con el deseo de conocerlo y entrar en diálogo con él para caminar juntos en este viaje común, sabiendo bien que, como también indica el Llamamiento:«lo que podemos obtener depende no sólo de las oportunidades y de los recursos, sino también de la esperanza, de la valentía y de la buena voluntad».
La mirada de la interdependencia y del compartir, el motor del amor y la vocación al respeto son las tres claves de lectura que me parecen iluminar nuestro trabajo para el cuidado de la casa común. La COP26 de Glasgow está llamada, urgentemente, a ofrecer respuestas eficaces a la crisis ecológica sin precedentes y a la crisis de valores que vivimos, y así ofrecer una esperanza concreta a las generaciones futuras. Deseamos acompañarla con nuestro compromiso y nuestra cercanía espiritual.