Suele ser la pregunta que le hacemos a quien nos anuncia que va a tener un hijo
Familia Actual
Tradicionalmente, los padres, la escuela y la sociedad se ocupan de que los niños lleguen a ser hombres y las niñas, mujeres, tratando a unos y a otras según sus inclinaciones naturales
¿Niño o niña? Suele ser la pregunta que le hacemos a quien nos anuncia que va a tener un hijo. Dependiendo del mes de gestación, nos podrá responder o no, en todo caso, en el momento del nacimiento se verá si realmente es un niño o una niña. A partir de aquí, tradicionalmente, los padres, la escuela y la sociedad se ocupaban de que los niños llegaran a ser hombres y las niñas, mujeres, tratando a unos y a otras según sus inclinaciones naturales.
Todo este proceso les sonaba a algunos reaccionario, demasiado masculino o demasiado femenino, demasiado impositivo; por eso, a finales del pasado siglo (es decir, hace unos pocos años) surgió la “revolución del género” que pretendió acabar con el antagonismo de los estereotipos masculino/femenino. Si a los niños los educamos como a niños —decían—, les obligaremos a ser niños, y si a las niñas las educamos como a niñas, les obligaremos a ser niñas; pero todo el mundo tiene derecho a elegir su identidad sexual, por lo tanto, tratemos a los más pequeños no como lo que son, pues no están determinados sexualmente todavía, sino como querrán ser tratados cuando hayan decidido qué ser.
Una revolución se impone cuando logra transformar las leyes, y triunfa cuando es capaz de cambiar mentalidades, actitudes y comportamientos. El orden de las causas no altera el efecto, y así podemos decir que la ideología de género se ha impuesto y triunfado en algunos países, como en Suecia.
Como ejemplo valga un botón: una pequeña escuela infantil de Estocolmo llamada Nicolaigarden, donde los cuidadores han decidido, por el bien de la libertad de género de sus alumnos, no utilizar los pronombres personales “él” o “ella”, ni usar referencias masculinas o femeninas. En este parvulario, a los niños y a las niñas se les llama por su nombre, o con el colectivo “amigos” o, en todo caso, se echa mano del pronombre “hen”, una palabra artificial sin género que muchos suecos evitan, pero que es muy popular en algunos círculos feministas y gays.
Estereotipos sexuales
Todo empezó con la ley sueca de 1998, según la cual las escuelas, incluidas las guarderías, debían asegurar la igualdad de oportunidades para las niñas y los niños. Estimulados por la legislación, los profesores de la Nicolaigarden se filmaron mutuamente mientras estaban con sus alumnos con la finalidad de analizar su comportamiento (el suyo no el de los alumnos) presumiblemente sexista. «Pudimos observar muchas diferencias de trato», explica su director. «Si un niño estaba llorando porque se había hecho daño se le consolaba durante un tiempo más corto que a las niñas o constatamos que los miembros de la escuela tendían a hablar más con las niñas que con los niños, que si estos eran escandalosos, se aceptaba, y que, si una niña pretendía subir a un árbol, se le regañaba», mientras que a un niño no.
Estas actuaciones educativas se consideraron fruto de un estereotipo sexual que se quiere imponer a los pequeños sin contar con su libertad, por lo cual, los profesores decidieron cambiar su forma de tratar a sus alumnos. Por de pronto, dicen en su programa, «evitamos el uso de palabras como chico o chica, no porque sea algo malo sino porque representan ciertos estereotipos». Gracias a este programa que consigue «desdibujar las líneas de género» y dar «oportunidades para hombres y mujeres», tanto Nicolaigarden, como su filial Egalia, obtuvieron la certificación de una organización de gays y bisexuales.
El programa de esta escuela infantil sueca ha sido aplaudido por unos y criticado por otros. Los primeros ven una forma de lograr la igualdad; los segundos, un exceso o, como afirma Tanja Bergkvist, profesora de matemáticas de la Universidad de Uppsala, una «locura de género», que, según ella, está invadiendo el país escandinavo.
Como era de esperar, la teniente de alcalde y responsable de educación del ayuntamiento de Estocolmo, Lotta Edholm, observa que «lo importante es que los niños, independientemente de su sexo, tienen las mismas oportunidades. Es una cuestión de libertad». De todos modos, la señora Edholm quita hierro al asunto observando que, al fin y al cabo, los niños están muy poco tiempo en la escuela comparado con el que pasan con sus padres, por lo que serán los valores que estos inculquen a sus hijos, los que ellos adoptarán en el futuro.
Por supuesto, en la educación de los hijos, los padres tienen la primera y la última palabra, pero las palabras intermedias que se pronuncian en la escuela pueden llegar a quitarles la voz. Nos cuesta creer que un padre o una madre, por muy suecos que sean, le llamen a su hijo o a su hija “hen”, “amigo” o un pronombre impersonal que lleguemos a inventar. Cierta ideología que defiende con “locura” la desaparición de los géneros, considera que tratar a los chicos como chicos y a las chicas como chicas es una forma de imposición de un rol preconcebido; no obstante, no ven del mismo modo los programas de parvularios como Nicolaigarden, que suenan más a imposición ideológica que a otra cosa.
Hay dos maneras de conseguir la igualdad: con una apisonadora o usando un trampolín. La primera forma consiste en aplastar las diferencias; la segunda, en aprovecharlas dando a todos las mismas oportunidades para que salten lo más alto posible. Así lo hacen los padres, que tratan a cada hijo de manera exclusiva, teniendo en cuenta su forma de ser, sus peculiaridades, su carácter, sus necesidades, sus objetivos y, por supuesto, si es niño o niña.