Es bueno que todas las personas tengan lo necesario para vivir con dignidad
Me comentaba un buen amigo que fue a recoger a su hijo al colegio. De regreso a casa entabló una conversación con él y le preguntó qué era lo más importante en la vida. Tenía la ilusión de que le diría que la familia o algo por el estilo, pero tuvo que escuchar: “el dinero, papá”. Desgraciadamente es lo que transmite la sociedad y lo que, sin darnos cuenta, emitimos nosotros. El consumismo y un materialismo descarnado nos posee. Nos engañamos y tasamos la felicidad en el bienestar económico y material: cuanto más tenga, más feliz seré, pensamos.
Es bastante frecuente ver hermanos que no se hablan por motivos de herencia. El esfuerzo que han hecho los padres por dejarles unos bienes que les facilitan la vida no hacen más que envenenarla. Se acaba rompiendo la armonía por las comparaciones y las envidias, en muchos casos con el pretextando justicia. Los medios materiales son necesarios para una vida digna, pero lo que no la dignifica es el apego y dependencia de ellos. En este caso, los más ricos tendrían que ser los más dichosos, regla de tres que no se cumple necesariamente, como bien sabemos.
Hay personas que tienen la valentía y libertad suficientes para vivir desprendidos. Pobres no resignados, sino voluntarios y gustosos. Ven en la pobreza ganancia, libertad, riqueza. No deja de ser un misterio con raíces evangélicas: Dios nace pobre voluntariamente, porque le da la gana, por algo será. Leemos hoy: “Y Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado de él. Y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme. Pero él, afligido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchas posesiones”.
Según estas palabras, el tener muchas posesiones engendra tristeza. ¿Cuál puede ser el motivo? No creo que sean los bienes en sí mismos. Quizás lo malo es el apego y el magnificarlos: ponerlos en primer lugar, antes que las personas y que los valores. Cuando para tener mucho no se vive la justicia, o no se tienen en cuenta las necesidades de los demás, se produce un desorden, una inversión de valores que nos descentra o nos ciega. Acabamos sumergidos en el egoísmo, que nunca produce alegría.
También la preocupación por las muchas cosas que tenemos, usarlas, conservarlas quita libertad. Caminamos con una mochila tan llena que frena el paso, impide avanzar. Los corredores van ligeros de equipaje. El mero consumismo no hace feliz, empacha. Más vale una buena compañía, un hogar sencillo y acogedor con lo necesario que armarios y armarios llenos de objetos. Decían de una primera dama que tenía cientos de zapatos, menuda tarea se le presentaba al elegir los que llevaría ese día.
Pero la pobreza, que es una virtud, es algo positivo y no consiste en no tener, sino en poner las cosas en su lugar. Quizás se entienda mejor como moderación o desprendimiento. Es bueno que todas las personas tengan lo necesario para vivir con dignidad. Todas tienen ese derecho a los bienes elementales, derecho que puede ser conculcado si unos pocos acaparan casi todo.
Es un escándalo la enorme cantidad de comida que se tira en Occidente y la hambruna que pasan millones de personas del tercer o cuarto mundo. No solo escándalo sino una gran injusticia. Como decía san Juan Pablo II: “sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social”. Todo hombre tiene derecho a vivir dignamente. Un ejemplo más de lo injusto que puede ser el mundo es ver cómo se pierden miles de vacunas del covid-19 en algunos lugares, mientras en otros no se tiene acceso a ellas.
Moderación es también el respeto a la naturaleza: los bosques, la fauna, el agua, los minerales. Tenemos que dejar a los que vengan detrás un planeta habitable, sus riquezas son para la humanidad. Una sana ecología es señal de que no somos dueños absolutos de la creación. Dice Laudato que si “hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que gime y sufre dolores de parto (Rm 8,22)”.
Es en nuestros hogares donde aprendemos a compartir, a usar con moderación los bienes materiales, a poner el corazón en los nuestros y no en nuestras cosas. ¡Sería una pena no tener un corazón libre para amar a Dios y a los demás por estar ofuscado por el brillo de las cosas! Este desprendimiento nos lleva a compartir, a ser solidarios con las necesidades de los demás. Nos vendría bien examinar cómo vamos en este aspecto de la vida.