“Nunca entenderé qué significado tiene el término ‘empatía’ para ciertas personas”
Una carta de Jon ha despertado mi musa literaria; aunque no tengo el gusto de conocerlo, su misiva aparecida en “Cartas al Director” del periódico que sigo, ha inspirado estas líneas. La titulaba “Mascarillas, especie invasora”. Contaba que había salido al monte para “disfrutar de una caminata y desconectar”; pero en medio de la naturaleza, ¡sorpresa y estupor! Cito textualmente: “¡No puede ser: ¿una mascarilla aquí?! (…) Resulta que nos hemos topado con una cantidad asombrosa de mascarillas tiradas. Unas cinco, sin contar otros residuos”.
“Mascarillas...”: es mi tercer artículo sobre el tema, que no pensaba tocar más, pero el dicho popular “No hay dos sin tres” se ha cumplido de nuevo. Me permito recordar los dos primeros. Abrió plaza La mascarilla del corazón, sobre la necesidad de una protección -análoga a la del cuerpo- para la vida del espíritu, defensora de nuestra inteligencia y corazón. Abogaba por la “Mente sana en cuerpo sano”, del poeta Juvenal y sugería medios para conseguirlo. Con el segundo artículo -A vueltas con la mascarilla- pretendía hacer justicia a la realidad, porque no sólo “los otros” pueden contagiarme sino que yo mismo, por mi comportamiento, puedo ser fuente nociva para una serena convivencia. Igualmente, apuntaba sugerencias para evitar convertirnos en focos de infección.
Vuelvo a la carta de Jon, que hacía una llamada a mantener limpios la naturaleza, el monte…, y concluía con sentidas palabras: “Nunca entenderé qué significado tiene el término ‘empatía’ para ciertas personas”. En este punto, mi musa me sopló al oído: tiene toda la razón esa denuncia y es triste que haya personas tan insensatas y faltas de empatía. Con todo, seguía la musa, se queda corto y habría que ir mucho más lejos porque a diario, y no precisamente para “desconectar” del trabajo y escapar al monte a oxigenarse, sino por las mismas exigencias del trabajo nos hacemos a la mar de internet y, ahí, ríete tú de las cinco mascarillas contaminantes que encontró nuestro amigo, comparadas con la suciedad que cabe encontrar en esas redes. Y no me refiero a la basura pornográfica que tantos denuncian, sino a las más variadas noticias y montajes, trufados de mentiras y sofismas que contaminan e injurian la verdad que nos hace libres: la que respeta la realidad de las cosas y de los hechos, la que mantiene nuestra inteligencia libre de falacias y tergiversaciones; y nuestro corazón libre de engaños que pervierten sus anhelos de amor más genuinos.
Casualmente, al día siguiente de leer la carta de Jon, una persona amiga me comentaba su indignación ante un capítulo de una serie televisiva que había comenzado a ver. Esa persona conocía la novela, origen de la serie. Escrita y publicada hace más de un siglo -en la primera década del XX-, iba dirigida a todo tipo de público, también al infantil, porque en su trama el mundo de la adolescencia ocupa un lugar central. Por eso, lo último que jamás podía imaginar viendo la serie era que, en el contexto de la vida y costumbres de hace un siglo, apareciesen inesperadamente comentarios y referencias a la ideología de género y al movimiento LGTB. Le resultó algo tan extemporáneo e improcedente, tan metido con calzador en la trama de la historia que, indignada, cortó en seco la visión de la serie. Al oírla, no pude menos de relacionar su enojo con el de Jon al “toparse con las mascarillas” en pleno monte y tan fuera de lugar. Que el lector no se llame a engaño: lo anterior no quita que se respete a quienes defiendan ese modo de pensar o de vivir, pero esto no significa que su visión de la persona humana sea la verdadera. Cientos de millones de personas pensamos de modo diferente.
No cabe poner puertas al campo y tampoco a las redes sociales. Cada cual es muy suyo de pensar y hacer uso de su libertad como le parezca: hay que respetarlo si con ello no conculcamos la libertad y derechos de los demás. Pero recordemos también que no cualquier uso de la libertad asegura que todo lo que se piense, se sienta o se exprese, es conforme a la verdad de las cosas y haga justicia a la dignidad de la persona. En el mundo de la comunicación nos encontramos con muchas “mascarillas” contaminadoras, falsedades que dañan lo mejor del hombre: su anhelo de amores verdaderos y de verdades dignas de amarse.
El papa Francisco pedía contar con “medios de comunicación que puedan ayudar a las personas, especialmente a los jóvenes, a distinguir el bien del mal; a desarrollar juicios sólidos basados en una presentación clara e imparcial de los hechos; y a comprender la importancia de trabajar por la justicia, la concordia social y el respeto a nuestra casa común” (Mensaje 30-VI-2020). Aunque se dirigía a católicos profesionales de la información, no hace falta ser creyente para aceptar que a todos atañe promover la justicia, la concordia y el amor a la verdad en todas partes. Es vital ponerlo en práctica, especialmente en internet -el “sexto continente” en palabras de Francisco-, por su universal repercusión. Ojalá nos hagamos a la mar de estas redes con una actitud positiva: dispuestos a acoger lo bueno que otros nos ofrecen, a difundir lo más y mejor de nosotros mismos que podamos y, si está en nuestras manos, a limpiarlas también de las mascarillas de desecho que encontremos.