Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio. (Jn 19, 25-27)
El texto del evangelio de Lucas nos remite a la presencia de la Santísima Virgen María a los pies de la cruz. Viviendo ese mismo dolor, padeciendo esa misma tortura. Lo más importante no es quedarnos en el dolor, sino pensar que lo que une el dolor de Jesús y el dolor de María, el dolor del hijo y el dolor de la madre es un mismo amor. Porque, sufrir, pueden sufrir muchas personas, y hay muchas clases de sufrimiento en esta tierra, pero, no todo sufrimiento se vive con amor y por amor. Por eso hay sufrimientos que son estériles, quedan en el vacío, se pierden. En cambio, hay sufrimientos que son fecundos.
Jesús habló de un sufrimiento que es fecundo: El dolor de la mujer cuando da a luz. Es uno de los dolores más grandes que puede padecer una mujer y, sin embargo, da fruto y ese fruto es vida, vida para el mundo. Esto indica que existen dolores fecundos.
Una aplicación muy práctica será preguntarnos si nosotros sabemos sufrir, porque existen personas que, encerrándose en su dolor, lo hacen estéril. Hay quienes, desde su dolor, reniegan de Dios y se desconectan del único que podría darle un significado a ese dolor. Hay personas que con su dolor se vuelven resentidos sociales y así convierten en causa de enemistad lo que podría, por el contrario, servirles para desarrollar una fraternidad más profunda, porque cuando alguien sabe sufrir descubre lazos muy profundos de unión y fraternidad con los hermanos.
Pidámosle al Señor, por intercesión de María Santísima, a quien recordamos como nuestra Señora de los Dolores, que nosotros sepamos sufrir, que tengamos cierto que nadie estará ausente de ese escenario del dolor, todos tenemos que pasar por ahí, ya sea por la enfermedad, vejez, soledad, traición, fracaso económico. Hay tantos motivos de dolor que tiene la vida humana y todos tenemos que pasar por ahí. Por eso, es necesario aprender a sufrir.
No hablamos de un sufrimiento que se quede en la pasividad, María nos muestra el camino. Ese dolor de la cruz se convierte luego en una explosión de vida en el día de Pentecostés, María da a luz al nuevo pueblo de Dios, a la Iglesia. Los sufrimientos de la cruz fueron como los sufrimientos de un parto para ella, y todos nosotros somos fruto de ese dolor vivido con amor. Aprendamos a descubrir en Ella el camino que lleva a la fecundidad de la redención y vivir agradecidos, incluso cuando llega la noche de la dificultad y del desconcierto.
Como símbolo de la Iglesia, los cristianos nos vemos reflejados en ella, porque es el mejor ejemplo de seguimiento de Cristo sobre la tierra, y es signo de consuelo y de esperanza cierta para el pueblo que peregrina hacia el cielo. Nos invita a seguir sus pasos sin rechazar el sufrimiento, aceptándolo como una forma de estar nosotros también al pie de la cruz, prolongando como Iglesia la obra de reconciliación humano-divina que Él vino a realizar y que continúa realizando a través de sus discípulos.