«Señores Diputados: Yo, antes que mujer, soy ciudadano» (Clara Campoamor)
La lucha por la igualdad entre los sexos en derechos y deberes ha sido larga, dura y cruenta, jalonada incluso por la muerte de mujeres valientes, que en tiempos difíciles dieron su vida por la consecución de tal ideal. Basta recordar a Olympe Marie de Gouges, guillotinada en 1791, por pretender que la Declaración de Derechos del «hombre y del ciudadano» se aplicara también a las mujeres. Gracias a ellas, hoy existe una igualdad al menos formal, reconocida en nuestra Carta Magna, y podemos acceder prácticamente a cualquiera de los trabajos realizados por los hombres.
Sin embargo, como señaló Sigrid Undset, feminista de inicios del siglo XX, «el movimiento feminista se ha ocupado tan sólo de las ganancias y no de las pérdidas de la liberación». Y es que, en este arduo proceso hacia la igualdad, las mujeres hemos sufrido un enorme daño colateral, al dejar en el camino algo que nos es consustancial: la esencia femenina, la feminidad.
Asumimos de forma espontánea, y sin queja alguna, que los roles masculinos eran los justos y oportunos, que debíamos imitarlos para lograr la igualdad, que éramos nosotras, y no ellos, las que teníamos que cambiar. Y así lo hicimos, ocultando nuestros sentimientos y afectividad por miedo a ser tachadas de débiles o blandas, intentando ser frías y competitivas y adoptando un aspecto varonil, nos traicionamos a nosotras mismas, sacrificamos nuestra alma femenina, a cambio de ser aceptadas en el universo masculino y nos transformamos en «hombretonas», imitando los comportamientos y maneras de vestir de los varones.
Recordemos cómo la gran jurista Concepción Arenal, a mediados del XIX, accedió a las aulas de Derecho de la Universidad Complutense bajo ropajes de caballero, para colmar su deseo e interés por esta licenciatura. O cómo Clara Campoamor, en 1931, para lograr el derecho al sufragio femenino, renunció expresamente a su condición de mujer: «Señores Diputados: Yo, antes que mujer, soy ciudadano».
Las feministas igualitaristas de los años 70, con el pensamiento de Simone de Beauvoir como bandera, y los defensores del actual feminismo «de género» (según el cual la feminidad y la masculinidad son construcciones sociales y, en consecuencia, los seres humanos somos neutros o sexualmente polimorfos) han logrado que la sociedad asuma la idea de que trabajar en casa, ser buena esposa y madre es atentatorio contra la dignidad de la mujer, algo humillante que la degrada, esclaviza e impide desarrollarse en plenitud. Y que, para ser una mujer moderna, es preciso previamente liberarse del yugo de la feminidad, en especial, de la maternidad entendida como un signo de represión y subordinación: la tiranía de la procreación.
Esta ideología, que ha calado con enorme fuerza en las más altas instancias políticas, ha provocado el desprestigio e incluso el desprecio hacia las mujeres que trabajan en su casa o cuidan de sus hijos, que resultan estigmatizadas, considerándolas poco atractivas o interesantes y nada productivas para la sociedad; frente a aquellas otras mujeres que renuncian a la maternidad o al cuidado personalizado de sus hijos desde sus primeros días de vida, que aparecen ante la opinión pública como heroínas, auténticas mujeres modernas, que lejos de esclavizarse «perdiendo el tiempo» en la atención a sus retoños, se entregan plenamente a su profesión, por la que lo sacrifican todo, lo que las libera y convierte en estereotipos de la emancipación femenina.
Esta estereo-tipificación inversa, favorecida por la actitud de algunas líderes políticas, distorsiona la imagen y perjudica la vida familiar de la mayoría de las mujeres «de a pie», pues favorece la organización de la vida profesional como si las mujeres no fueran madres y como si los trabajadores no tuvieran obligaciones familiares; dificultando así un cambio de mentalidad sobre la importancia real de la maternidad, tanto para la mujer en sí, como para la institución familiar, base incuestionable de la sociedad, sin el cual, nunca podrán adoptarse medidas verdaderamente conciliadoras para la vida familiar y laboral.
Lejos del mundo idealizado de las imágenes estereotipadas de mujeres hiperliberadas que gozan exultantes de su elevada vida profesional que nos trasmiten los medios, en la vida real, nos encontramos actualmente con demasiadas mujeres que, gozando de un rotundo éxito profesional, se sienten, sin embargo, personalmente frustradas e insatisfechas, cansadas de imitar los modos de actuar masculinos, atadas a unos roles que no les pertenecen y que no encajan en su esencia más profunda. Mujeres que se han esforzado por cumplir sus funciones «exactamente como un hombre» y a las que su naturaleza, rechazada y reprimida, luego se hace valer en forma de depresión, ansiedad e infelicidad.
Estas mujeres están alimentando el nacimiento de un nuevo feminismo. Mujeres que han demostrado sobradamente que son tan capaces como cualquier varón de llegar a lo más alto de la carrera profesional con brillantez y eficacia, y que no quieren disfrazarse de hombres, asumir los roles masculinos, ni emular sus actitudes y conductas; sino ser ellas mismas.
Flexibilidad; imaginación; intuición; cooperación; expresividad emocional; empatía; afectividad; consenso; pragmatismo; capacidad de improvisación; visión contextual; son algunas de las habilidades sociales innatas de la mujer —casi todas acentuadas por la maternidad— que, según los estadistas, serán un valor en alza prácticamente en todos los sectores de la economía del siglo XXI. Con estas capacidades, las mujeres han logrado ya una fuerte presencia en las ocupaciones y profesiones de servicios, y dominarán muchos de estos ámbitos en años venideros, aportando soluciones imaginativas, así como nuevas e ingeniosas formas de actuación, inimaginables en muchas ocasiones para el universo masculino.
Ha llegado el momento de reivindicar que la actividad profesional se adapte a nuestra condición femenina y no al revés. El nuevo feminismo defiende un reconocimiento social para la labor de la mujer, cuya forma de ver la vida y comprender la realidad es un valor incuestionable que habrá de reflejarse en unas condiciones laborales favorables específicas y, por lo tanto, no idénticas a las de los hombres; con una especial atención a la maternidad, que lejos de ser opresiva, es en la mayoría de los casos profundamente liberadora, enriquecedora y hace a la mujer un ser aún más pleno.
Es hora pues de recuperar lo perdido, de reclamar nuestra peculiar «memoria histórica», exigiendo la devolución de nuestra integridad y dignidad femeninas. Algo, sin lo cual, ninguna mujer puede alcanzar el equilibrio personal y, por lo tanto, la felicidad, pues, como afirma Allison Jolly, primatóloga de la Universidad de Princeton, «sólo comprendiendo su verdadera esencia, la mujer podrá tomar el control de su vida».
La mujer sólo alcanzará su plena realización existencial cuando se comporte con autenticidad respecto de su condición femenina. Porque para la mujer, ser mujer lo es todo. Y lo demás, sólo es lo demás.
María Calvo Charro, en mcalvocharro.com/
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