En una presentación de “Silencio administrativo”, un ministro del PSOE se acercó a decirme que “ellos” también estaban de acuerdo con la renta básica y que la llevaban en su programa. Enseguida me di cuenta de que, ni se había leído mi libro, ni tenía idea de lo que significa renta básica
Las rentas mínimas y similares no solo no funcionan, sino que no funcionarán nunca tal como están pensadas, y que la única solución contra la pobreza, es decir, contra la desigualdad, es la implantación de una renta básica universal.
Por distintas razones hace tiempo que le perdí la pista a Carmen, la protagonista real de mi libro Silencio administrativo, una mujer sin hogar a la que acompañé por el calvario burocrático que suponía pedir una renta mínima de inserción. No sé dónde vive ahora ni cómo ha evolucionado su maltrecha salud, pero hay algo que sí podría asegurar con casi total certeza: aunque tenga derecho a él, no estará cobrando el Ingreso Mínimo Vital (IMV).
¿A qué se debe este convencimiento tan firme? Al hecho irrefutable de que las circunstancias (es decir, los obstáculos) no han cambiado, es más, con la pandemia han empeorado. El IMV reproduce en gran medida los mismos errores que yo constaté con estupor y Carmen padeció en sus propias carnes: la exigencia cruel e injustificada de papeles, la exclusión de todas aquellas personas que no cuentan con recursos e información suficiente para presentar sus solicitudes (por ejemplo, acceso a internet o domicilio donde recibir notificaciones), la lentitud y arbitrariedad de los procedimientos y la fiscalización de los beneficiarios, entre otros.
El Ingreso Mínimo Vital es el mismo perro con distinto collar. No hay diferencias sustanciales con las llamadas rentas mínimas más allá de la gestión estatal y no autonómica. Bueno, sí, quizá me dirán que sí las hay, que los requisitos no son tan duros, que las cuantías suben, que se tienen en cuenta unidades familiares más diversas, etc. Bla bla bla. Eso no son, repito, diferencias sustanciales, dado que el trasfondo ideológico es exactamente el mismo: se trata de un ingreso asistencial condicionado y atravesado hasta la médula por la noción de trabajo, pero sin cuestionar en absoluto las condiciones de trabajo.
En una presentación pública de Silencio administrativo, poco antes de las elecciones generales de 2019, un ministro del PSOE se acercó a decirme que “ellos” también estaban de acuerdo con la renta básica y que, de hecho, la llevaban en su programa. Enseguida me di cuenta de que, ni se había leído mi libro, ni tenía idea de lo que significa renta básica. También en el Sant Jordi de ese año, Pedro Sánchez, supongo que asesorado al respecto, recomendó Silencio administrativo en La Vanguardia, sin saber que la tesis que defiende mi libro es que las rentas mínimas y similares no solo no funcionan, sino que no funcionarán nunca tal como están pensadas, y que la única solución contra la pobreza, es decir, contra la desigualdad, es la implantación de una renta básica universal (RBU).
El IMV es una ayuda subsidiaria, la versión burocrática de la caridad (frente al “no te lo gastes en vino” viene a ser un “hasta que encuentres trabajo”). Exige a sus posibles beneficiarios que busquen trabajo activamente y estén dispuestos a aceptar cualquiera que se les ofrezca, así como a participar en cursillos de formación aunque la gran parte de ellos no sean más que un paripé, es decir, se les exige cumplir con un expediente cuyo fin último —al que casi nunca se llega, por otro lado— es el trabajo, es decir, la economía productiva. El IMV está repleto de terminología y de eufemismos que a quienes viven en la más profunda pobreza deben de sonarles como de otro idioma, del tipo “itinerario de integración laboral” o “sello de inclusión social”, para referirse a trabajos “de pobre”, es decir, puestos no cualificados, mal pagados y todavía gracias.
Tal como se expresa en su descripción, el IMV se define como “una prestación dirigida a prevenir el riesgo de pobreza”, aunque para obtenerla hay que estar ya inmerso en la pobreza y además demostrarlo; dice estar dirigido “a quienes se encuentren en situación de vulnerabilidad económica”, como si las personas vulnerables lo fuesen de partida y no a consecuencia de un abandono social; promete “garantizar un nivel mínimo de renta”, cuando las cantidades son claramente insuficientes; habla de favorecer el “tránsito desde una situación de exclusión a una participación en la sociedad”, dando a entender que la participación social solo existe cuando hay vínculo laboral.
Yo he oído decir explícitamente a representantes del gobierno que el IMV sirve para complementar otros ingresos menores como los obtenidos de trabajos precarios, es decir, el IMV reconoce y acepta la existencia del trabajo precario en vez de luchar contra la precariedad laboral —yo prefiero llamarla explotación—. Para más inri, el IMV no se suma, sino que se ajusta la cantidad en función de estos ingresos precarios, del mismo modo que la Comunidad de Madrid exigió en su día a los mendigos que declarasen sus ingresos para así restarlos de la renta mínima.
Al final, como siempre, lo peor es cómo permea en la gente la idea de que para vivir hay que trabajar, esa maldición bíblica del ganarás el pan con el sudor de tu frente. Da igual que muchos trabajos sean indignos, mal pagados, inútiles o degradantes: el caso es trabajar. Contar con dinero para pagar vivienda y comida, es decir, para vivir, deja de ser un derecho básico y se convierte en una especie de recompensa: solo lo merecen aquellos que trabajan. Por eso, frente al IMV, que no solo no cuestiona sino que se acomoda a este estado de cosas, la RBU ofrece una dimensión revolucionaria: atenta contra el trabajo precario porque nadie querría ser explotado si puede evitarlo. Lógico entonces que genere tantas reticencias.