El nos hablaba -con un tono cordial y de compañero- de una religión más gozosa, de una religión esencialmente alegre
En los años inmediatos a la guerra civil, el Padre es el único sacerdote del Opus Dei; ejerce sus funciones de Rector del Patronato de Santa Isabel, se ocupa de las Residencias Universitarias de “Jenner y Diego de León” y de la extensión de la Obra. Dirige espiritualmente a centenares de personas: hombres y mujeres, casados y solteros, profesores y estudiantes, escritores, artistas y artesanos. Predica muchos cursos de retiro espiritual. En su fuego apostólico no hay pausas.
Además, desde 1940 es profesor de Etica y Deontología en la Escuela de Periodismo de Madrid y enseña a los futuros profesionales la trascendencia de su trabajo y las normas que lo convierten en un gran servicio humano y cristiano a toda la sociedad. El periodista Enrique del Corral, alumno suyo, afirma:
«Todos, en una u otra medida, arrastrábamos el trauma que había supuesto la guerra civil y esto tenía cierta influencia en la forma de vivir la fe (...). Por eso nos llamó particularmente la atención don Josemaría Escrivá de Balaguer (...). El nos hablaba -con un tono cordial y de compañero- de una religión más gozosa, de una religión esencialmente alegre».
Lleva adelante este esfuerzo en medio de carestías e incomodidades. Además de practicar ayunos rigurosos, se somete gustosamente a la intensidad del trabajo, poniendo en juego su salud, como se demostrará unos años más tarde.
Del 5 al 11 de junio de 1939, el Padre se desplaza a Valencia para dar un curso de retiro a estudiantes universitarios en el colegio Beato Juan de Ribera de Burjasot. Es Rector del colegio un sacerdote de gran prestigio, don Antonio Rodilla, Vicario General de la Diócesis de Valencia. Su testimonio sobre el Fundador del Opus Dei es una luminosa carta de admiración y amistad:
«Conocí a Josemaría en los primeros años de la decena de 1930. Aunque no puedo precisar la fecha exacta, ya la primera conversación con él me puso en aviso de que estaba en presencia de una persona extraordinaria, que miraba y veía desde muy alto, y hasta muy lejos, aunque tenía los pies muy firmes sobre la tierra.
No era precisa mucha perspicacia para ver que Josemaría era un hombre extraordinario. Sin embargo, no era fácil, si no se le trataba íntima y prolongadamente, ver al santo, pues no sólo no exhibía su santidad, sino que la llevaba tan envuelta de humildad, naturalidad y alegría, que quedaba muchas veces más que disimulada para ocasionales observadores y poco perspicaces».
En este brillante día de junio del año 39, el Padre llega a última hora de la tarde, cuando el calor abre paso al atardecer. Los participantes esperan, en pequeños grupos, esparcidos por el jardín.
Desde el principio les impresiona vivamente. Años más tarde, en una de sus cartas, el Fundador recordará un episodio de su llegada al colegio y las enseñanzas que, para la predicación, había sacado del mismo:
«En uno de los pasillos encontré un gran letrero, escrito por alguno “no conformista”, donde se leía: “cada caminante siga su camino”.
Quisieron quitarlo, pero yo les detuve: dejadlo -les dije-, “me gusta” (...). Desde entonces, esas palabras me han servido muchas veces de motivo de predicación. Libertad: cada caminante siga su camino. Es absurdo e injusto tratar de imponer a todos los hombres un único criterio, en materias en las que la doctrina de Jesucristo no señala límites».
Y en otro momento insiste:
«Es cierto que llevamos un camino común, porque única es -os lo diré de nuevo- la vocación que todos hemos recibido al Opus Dei. Pero se puede andar por el camino de muchas maneras. Se puede andar por la derecha, por la izquierda, en zig-zag, caminando con los pies, a caballo. Hay cien mil maneras de ir por el camino divino ».
El primer día, después de la Misa, pasea por entre los árboles que rodean el edificio y ve a un universitario pensativo, sentado en uno de los bancos. Es Amadeo de Fuenmayor. Se acerca y le pregunta:
-«¿Aburrido?
-No, Padre, le contesta. Y añade que tiene un problema personal».
El Padre le dice que vaya a última hora de la tarde a su cuarto y que le recuerde que ofrezca por él la Misa del día siguiente.
Se queda impresionado, porque ha visto la piedad y la fe con que este sacerdote celebra el Sacrificio del altar. Y le parece muy serio saber que su nombre, su persona, van a estar presentes en el ofertorio de amor de la mañana siguiente.
Estos días, Amadeo, el que habrá de ser un día Catedrático de Derecho Civil, y después sacerdote del Opus Dei, charlará frecuentemente con el Padre y, al terminar los ejercicios, pedirá la admisión en la Obra. Aún parece escuchar las palabras con que el Fundador acepta su solicitud:
«El Señor obra “ suaviter et fortiter ”.. recuerda las circunstancias de tu vida y verás cómo ha ido preparándote el camino».
En el momento en que todos están a punto de regresar a Valencia aparece José Manuel Casas Torres. ¡Se había informado mal de la fecha de comienzo!... Al menos, le gustaría saludar al sacerdote y disculparse por su falta de puntualidad. No conoce al Padre, pero va en su busca. Le encuentra en su despacho. La entrevista se prolonga aproximadamente media hora y, cuando salen de la habitación, don Josemaría llama al pequeño grupo que ha solicitado la admisión en el Opus Dei durante aquellas jornadas. Les dice, con toda sencillez:
-«José Manuel será vuestro director».
El Fundador repetirá a sus hijos, con frecuencia, que a los primeros miembros del Opus Dei, el Señor les concedió ayudas especiales para sacar adelante la Obra, para ser muy responsables a pesar de su juventud y hacerse cargo de esta ardua tarea que se les encomienda.
El primer local que utilizarán en Valencia, desde agosto de 1939, es un piso en el entresuelo de un viejo edificio situado en el número 9 de la calle de Samaniego. Es tan pequeño y tan pobre que le han bautizado con el apodo de “El Cubil” Una de las habitaciones almacena ejemplares de «Camino», que acaba de publicarse. Este será el comienzo de una gran labor, de la que han de salir muchas y firmes vocaciones.
En uno de estos viajes, el Vicario de la Diócesis le pide con insistencia que celebre la Santa Misa en la Catedral, en el Altar de la Santísima Trinidad, con un cáliz y ornamentos que le acaban de regalar. El Padre acepta encantado. Sin embargo, al llegar a la lectura del Evangelio, no tiene capacidad física para seguir celebrando la Misa. Se vuelve hacia los fieles que asisten, les pide perdón por no poder continuar y se retira a la sacristía.
Le llevan al pequeño piso de la calle Samaniego, y el Vicario aprecia las circunstancias de escasez y privación en que están viviendo como no hay mantas y tiene fiebre alta, cubren al Fundador con una cortina. Con inmenso cariño le hace ver que aquí no va a reponerse y quiere trasladarle a su casa. El Padre se lo agradece, pero no acepta el ofrecimiento. Prefiere la pobreza de “ El Cubil ". Así lo relata el propio Vicario:
«Soy testigo personal también de la pobreza de medios con que empezó, y continuó durante muchos años, su labor de apostolado. He visto sus apuros en los comienzos de los Centros de la Obra en Valencia. Y esto cuando en España había abundantes larguezas oficiales para tantas obras apostólicas, para la reconstrucción de templos y de casas de religiosas. Aún recuerdo vivamente, por aquellos años, la escena de Josemaría -que había sido acometido por súbita fiebre- en una pobre cama de la primera Residencia del Opus Dei en Valencia, arropado... ¡con unas cortinas!, porque no disponían de mantas en la casa».
Un día, el Padre presenta a los miembros de la Obra de Valencia a Justo Martí Gilabert, que ha sido estudiante de Derecho y residente de Ferraz. En ese momento es el alcalde de Oliva, su pueblo natal. Más tarde le invitarán a ir a Madrid, a conocer la nueva Residencia de Jenner, y también a compartir unos días de retiro que dirigirá el Padre.
Ya en Madrid, el Fundador le habla con detalle sobre la Obra, y después de esta entrevista, Justo pide la admisión. En la sencillez del coloquio sostenido con don Josemaría, descubre la llamada de Dios a una entrega total. Toma, con la naturalidad más absoluta, decisiones que van a exigir la donación de toda una vida. Hay detrás de todo esto mucho tiempo de oración y sacrificio del Padre.
En El Cubil , este pequeño entresuelo prácticamente sin amueblar, van a surgir varias de las primeras vocaciones a la Obra en Levante. En otros casos, pasarán aún muchos años hasta que soliciten su admisión en el Opus Dei. Entre ellos, Antonio Ivars Moreno recuerda bien su llegada:
«Debió ser octubre de 1939. Un amigo de la Universidad me habló del Padre, y tuve la curiosidad de conocerlo. Poco tiempo después fui a un modesto semisótano de la calle Samaniego: allí le conocí. Estaba enfermo, con fiebre alta, y me habló desde un lecho improvisado porque los muebles eran pocos y escasos. Su lenguaje llegaba directamente al corazón (...). Jamás conocí un corazón tan abierto, tan generoso para todas las gentes sin distinción» .
También Ismael Sánchez Bella describe emocionado su primer mes de abril de 1940. De nuevo don Josemaría se ha desplazado a Valencia. Ismael tiene dieciocho años y trabaja por las noches como linotipista en el periódico «Levante». Hoy, sábado, está a punto de concluir su tarea y presiente el descanso que se inicia con el amanecer. Cuando aún no ha abandonado el periódico, suena el teléfono: unos amigos de sus hermanos le invitan a un retiro que dará el autor de «Camino» el domingo. Está a punto de disculparse: no ha dormido en toda la noche. Pero, al fin, coge un tranvía camino de Alacuás. Allí hay una comunidad de religiosas que cede el local a don Josemaría. Asisten, con él, unos treinta estudiantes. Le golpean la fuerza y la exigencia sobrenatural de este sacerdote. Por la tarde, habla con el Padre. Esa misma semana, el correo Valencia-Madrid traerá una carta de Ismael, pidiendo al Padre su admisión en la Obra.
Durante el curso de 1940, el contacto entre Valencia y Madrid es intenso. En mayo hay un nuevo día de retiro en Alacuás, y ya asisten cincuenta universitarios.
Pedro Casciaro viene frecuentemente a la ciudad levantina, y lee, en una pequeña habitación de El Cubil, un extenso documento escrito por el Padre, en el que da cuenta de las circunstancias humanas y sobrenaturales que han dado lugar al nacimiento del Opus Dei sobre el mundo. Lo ha llamado «Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra». Este grupo de vocaciones oye, con intensidad sobrecogedora, el mensaje de estas páginas en el que el Padre afirma que la empresa a que Dios les ha traído cumple las condiciones para que pueda llamarse, sin jactancia, la «Obra de Dios».
En agosto de 1940, los que están en Valencia viajan a Madrid para estar una semana en Jenner, con el Padre. Pasan unos días inolvidables. Antes de regresar a Valencia, les anima a buscar y abrir una Residencia de estudiantes para el próximo octubre.
Cuando ya decae el verano levantino y el nuevo curso amenaza, Antonio Ivars encuentra un inmueble que puede adaptarse para Residencia Universitaria. Está en el número 16 de la misma calle de Samaniego. Tiene techos altísimos y múltiples rincones y escaleras.
El Fundador viaja mucho de Madrid a Valencia. En la nueva casa no hay ningún sistema de calefacción y hace frío. Uno de los chicos le ofrece un capote de soldado que ha encontrado. El Padre se lo pone sobre la sotana y, desde ese momento, ya será proverbial el uso de la prenda para superar la humedad que deja caer este invierno dentro del inmueble.
Pedro Casciaro también se desplazará con frecuencia desde Madrid para trazar y ejecutar las reformas de la casa de acuerdo con las escasas posibilidades económicas de que disponen. Los hermanos Florencio e Ismael Sánchez Bella, ayudados por Salvador Moret, trasladan los escasos enseres de El Cubil. Desde Madrid les llega un mueble-librería enorme que el buen hacer de Pedro Casciaro transforma, con herrajes y fondos rojos, en un bargueño para el vestíbulo; también un farol de cristal, un brasero de bronce y un reloj de péndulo que les envía doña Dolores. En el vestíbulo de entrada queda una reproducción de la Inmaculada de Juan de Juanes, que han dejado los dueños de la casa.
Todavía, con listones dorados de las paredes, consiguen enmarcar algunos cuadros que definen, con su tonalidad, la ambientación y el nombre de dos salones: el azul y el rojo.
La Residencia comenzará a funcionar en octubre de 1940, y oficialmente recibirá el nombre de su enclavamiento: Samaniego. El altar del oratorio es de azulejos blancos y verdes recogidos en Burjasot, en los escombros de un derribo. Tiene unos sencillos candeleros de hierro forjado, con hachones de madera. El retablo -de madera contrachapada, pintado por Fernando Delapuenteadapta muy bien los colores de una copia de Van der Weyden.
Junto a este altar se darán cita momentos importantes en la vida del Padre y en la historia de la Obra. Tanto que, años más tarde y estando a solas con don Amadeo de Fuenmayor en Roma, el Fundador dice refiriéndose a aquella casa:
«Y vosotros sin enteraros» .
Alude, sin duda, a la ayuda patente de Dios en aquellas circunstancias, para traer a la Obra y formar un buen número de hombres, como Angel López Amo, Manuel Botas, Florencio e Ismael Sánchez Bella, Salvador Moret, Amadeo de Fuenmayor, José Manuel Casas Torres, Vicent Garín, José Montañés, Juan Castelló, José López-Navarro, José Orlandis, Federico Suárez... y tantos otros. Son los primeros que Dios va llamando para esta batalla de paz que tiene como fin poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Para hablar con ellos, el Padre les convoca en la calle, en una habitación, en la iglesia, junto al mar... Lo mismo en el espacio íntimo de un hogar que en los abiertos horizontes del Mediterráneo. Le sirve cualquier ámbito para transmitirles el espíritu de la Obra, esta llamada a la hondura del amor verdadero.
«En aquellos primeros años (...) iba yo mucho por Valencia (...) y hacíamos la oración donde podíamos, a veces en la playa.
Y una vez, al atardecer, en una de esas puestas de sol maravillosas, vivimos que se acercaba a la orilla. Salieron de ella unos hombres morenos uemados por los vientos del mar, mojados, queparecían de bronce, y comenzaron a tirar de una red que raían con la barca, dentro del agua. Tiraban haciendo hincapié, os pies hundidos en la arena, con una fuerza maravillosa. De ronto vino un niño, y se acercó a ellos, agarró la cuerda con sus anecitas y empezó a tirar de la cuerda también. Y aquellos hombres rudos, nada refinados, sintieron su corazón enternecer e, y dejaron al niño entre ellos, aunque más bien estorbaba. yo pensé en vosotros y en mí (...), en ese tirar de la cuerda odos los días, en tantas cosas. Si nos hacemos pequeños delante e Dios Nuestro Señor, es más fácil que nos hagamos santos, y raeremos la red a la orilla, llena de peces, que brillan como la plata rque donde no llegan nuestras fuerzas, llega la fortaleza de Dios».
Esto sucedió al atardecer, en la playa de Malvarrosa de Valencia, cuando unos pescadores cobraban, desde la orilla, una red grande que iban cerrando.
En el año 1946 será nombrado Arzobispo de Valencia don Marcelino Olaechea, que mantiene, desde 1930, un gran cariño y una indestructible amistad hacia el Padre. El que fuera Secretario de este Arzobispo durante treinta años y después Prior de la Basílica de los Desamparados, don Joaquín Mestre Palacio, ha legado el siguiente testimonio a los hijos de Monseñor Escrivá de Balaguer, después de la muerte del Fundador:
«Yo le conocí en el mes de noviembre de 1940. Predicó a todos los alumnos del Seminario Mayor de Valencia un inolvidable Curso de Ejercicios Espirituales.
Han pasado los años, y mi vida no ha sido, por cierto, ajena ni al trato con los hombres de toda índole, ni al viajar con frecuencia de acá para allá por la mayor parte del Planeta, ni al estudio, a la reflexión y a la meditación serias y reposadas; pero aquellos Ejercicios que practiqué dirigidos por don Josemaría, marcaron en mi alma, no sólo tan profunda huella que ésta no sufre comparación ni pierde perfil, sino que sigue, creo yo, bien fija (...).
La doctrina que en aquellos Ejercicios nos dio don Josemaría, no era, claro está, cosa nueva. Lo nuevo para mí fue el modo de dárnosla, el modo con que nos hablaba de Cristo, de la Eucaristía, del Sacrificio de la Cruz y de la Misa, de la Virgen, de la virginidad, de la generosidad que debíamos tener para Aquel que es la manifestación del amor del Padre».
Estos son sus primeros testigos en Valencia. Testigos de una vida que podría resumirse en la inscripción que hizo bordar en un gran repostero destinado a la Residencia de Samaniego . Sobre el color central, cinco cardos abajo y cinco estrellas arriba. Y un lema: Per aspera ad astra , por lo arduo, a las estrellas.
El altar de Samaniego será reconstruido en 1974 en el Santuario de Torreciudad. Los azulejos, perfectamente conservados, mantienen el brillo de sus primeros años. Como un símbolo alegre de aquellas vocaciones que acertaron a entender, a través del Fundador, el luminoso camino de la “obra”.
Ana Sastre “Tiempo de caminar”, opusdei.org/es-es/
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