Nos hemos vuelto tan “virtuales” que ha brillado por su ausencia la cercanía de un amor humano
Reconozco que no he hecho plena justicia al papel de la mascarilla en mi reciente artículo La mascarilla del corazón, y éste me pide que vuelva a la carga para concluir como Dios manda. Ha sido una justicia incompleta porque solo hablé de su papel protector por lo que mira a impedir el contagio procedente del exterior, el que nos puede llegar de los otros. Pero quedaba pendiente el que cada uno puede provocar en las personas de su entorno próximo y con quienes se relacione por motivos de trabajo, encuentros ocasionales, etc..
Seguiré una pauta análoga a la del artículo precedente, en el que sugería razones para preservar la libertad personal y así poder llevar una vida conforme a la verdad, neutralizando los virus de las mentiras en sus diversas formalidades. Consideraba que la mascarilla y vacuna protectora de un espíritu libre -de una mens sana que decía, citando a Juvenal- residía en una inteligencia que razonase de modo claro y sereno; y da pena tener que recordarlo: de una inteligencia amiga y compañera del sentido común. Las reflexiones de hoy tienen como referencia los “virus internos” que todos producimos, y la vacuna capaz de contrarrestarlos. Son deliberaciones que miran a esa mens sana, a una vida verdaderamente humana e incluso cristiana, que dirían quienes siguen a Cristo; a una vida, en fin -se sea o no creyente-, que anhela desenvolverse y respirar en amor y en verdad, frente a sus virus contaminantes.
Pondré el dedo en la llaga de esos virus interiores, sirviéndome de la vida misma: de un comentario cogido al vuelo, en plena calle, durante la pandemia; ya lo referí en otro artículo. Corría mayo de 2020; una mujer hablaba por el móvil y comentaba a su interlocutor, o interlocutora, con fuerte voz: “¡Me ha dicho Isabel que está que se muere de soledad!”. Confieso que me quedé helado: “¡morir de soledad!”, y más -pensé- de una muerte en vida, como parecía ser el caso de esa persona.
A lo largo de la pandemia y hasta la saciedad, hemos “demonizado” -nunca mejor dicho- situaciones insufribles: las obligadas separaciones de seres queridos, la dichosa “distancia social”, el mismo ocultamiento del rostro por la mascarilla, la falta de “presencialidad” en las reuniones… Y todos nos hemos vuelto tan “virtuales” que ha brillado por su ausencia la cercanía de un amor humano: de ese amor hecho de miradas acogedoras, de sonrisas y gestos amables, de palabras sosegadas, de abrazos fraternos…Quién sabe cuántas personas no podrían decir lo mismo que Isabel: ¡me muero de soledad! ¿Y qué virus contaminantes provocan esa situación? Porque igual que hay virus contrarios a la verdad, también los hay que contaminan y matan el amor; y esto sucede antes, en y después de la pandemia. Por eso conviene recordar algunos de esos enemigos del amor y la concordia, porque seguirán ahí cuando desaparezcan por completo las mascarillas.
Juvenal, que me echó una mano en el artículo precedente, hoy no habría sentido envidia porque acuda con el mismo fin, a un casi contemporáneo suyo: a Pablo de Tarso, más conocido por san Pablo. Éste señala muchas variedades del que llamaré el “virus del desamor”: cada uno puede detectarlo, al acecho, en su conducta diaria. Por ejemplo, una variante de ese virus es la “envidia” de la que graciosamente acabo de exonerar a Juvenal frente a san Pablo. Es variedad frecuente: se trata de una modalidad del amor propio y culto a sí mismo, que ante el brillo de atrayentes cualidades en otras personas, hace sufrir al envidioso porque las ansía y se ve desprovisto de ellas. Otra variante es la “ambición” en sus diversos frentes: el ilimitado deseo de honores, de fama, de riqueza… Tampoco nos sorprenderemos si descubrimos que aparecen más variantes en el virus del desamor: las “impaciencias” que atropellan a otros, el ocultamiento de una verdad que molesta, las mentiras para no quedar mal, tantos egoísmos, en fin, del amor propio…. Pero ¿por qué no citar literalmente al mismo san Pablo, que lo dice todo muchísimo mejor y más completo, cuando se dirigía a los cristianos de Corinto?
Corinto acogía una variopinta población, con diversas religiones, y también era célebre por su degradación moral. Nada que envidiar pues, en esos aspectos, a tantas ciudades de hoy. Pablo, en su carta, se refiere al amor con el término genuinamente cristiano de caridad y señala muchos comportamientos que le son contrarios: La caridad (…), no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia” (1Co 13, 4-6). Dudo que haya más cepas y variantes del desamor como en esta larga enumeración de san Pablo
La mascarilla del corazón y a la vez “vacuna”, que impide que esos gérmenes aparezcan y, si han surgido, que no contaminen -a uno mismo y a los demás-, se llama y es el amor. Esta “vacuna” pide estar presente en toda relación humana, para que no se repita en nosotros el comentario de la mujer del móvil, la “Isabel” de turno que a fin de cuentas -y sin necesidad de ninguna ley “transgénero”- podría ser cualquier hijo de vecino y, como ella, sentirse morir de soledad y desamor. Dejemos que también Pablo describa con el término cristiano caridad, las características de esta vacuna salvadora: La caridad es paciente, la caridad es amable (…); se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1Co 13, 4-7). ¿Alguien daría más?
Esa es la gran batalla que nos espera a diario, en la propia familia en primer lugar, entre aquellos con quienes convivamos: esposa, marido, hermanos…Y la que nos aguarda también cuando al poner el pie en la calle vamos al encuentro de tantas personas, en el ámbito en que cada uno se desenvuelve. Allí, en esos ambientes, nos aguarda el reto de esforzarnos por contagiar serenidad, optimismo, acogida…; en una palabra: el desafío de “ser sembradores de paz y de alegría”, por decirlo con frase feliz de san Josemaría, al que se lo escuché más de una vez y, sobre todo, en quien lo vi hecho vida.