Que nadie nos robe la alegría de vivir, de hacer el bien. Esta es nuestra tierra, nuestro mundo
Pensaba que íbamos a recibir con más alegría la retirada de la mascarilla que nos ha regalado el Gobierno, pero he visto que seguimos con ella. Será que nos hemos acostumbrado o que no acabamos de fiarnos; me inclino por lo último. Con lo bonito que es ver las caras, apreciar las sonrisas, ir por la vida “a cara descubierta”.
La mascarilla es fundamentalmente higiénica, otra cosa es el antifaz, la caperuza. La primera nos protege, la otra nos oculta, y desgraciadamente nos han colado “in ocultis”, de tapadillo unas cuantas leyes que, para aplicarlas, hay que colocarse la máscara como hacen los verdugos. El antifaz oculta la personalidad y estas leyes, véase la de la eutanasia, oscurecen la sociedad. No son humanas, como tampoco la del aborto, la de enseñanza, la trans… desfiguran el rostro de la humanidad, ocultan su sonrisa.
Pero nada es nuevo bajo el sol, los errores y horrores se repiten. Gracias a Dios, también el bien se multiplica y además con mucha más vitalidad y energía. Actuemos a cara descubierta, seamos valientes, humanos y difundamos el bien, la belleza, la verdad, la vida. Con el espectacular final de la Novena Sinfonía cantemos: “¡Oh amigos, no esos tonos! / Entonemos otros más agradables y / llenos de alegría. / ¡Alegría, alegría! .../ ¡Alegría, bella chispa divina, / hija del Elíseo! / ¡Alegría, bella chispa divina!”.
Que nadie nos robe la alegría de vivir, de hacer el bien. Esta es nuestra tierra, nuestro mundo. Vivamos en ella a lo grande. No ocultemos nuestro rostro, seamos generadores de vida, vamos a cuidarla, protegerla y dignificarla. Irradiemos ganas de vivir con nuestro trabajo bien hecho, con nuestro cariño y simpatía. Y si, alguna vez llega el desconcierto ante algunas formas de actuar, no dudemos o vacilemos: estamos del bando de la humanidad, somos lo natural, lo duradero, lo necesario.
En el Evangelio vemos a Jesús dirigirse a su ciudad, allí es conocido por su parentela, por su oficio. Los suyos quedan admirados por la sabiduría de sus palabras y por la fuerza de sus milagros, y también desconcertados, hasta ahora se había comportado como uno más. Durante treinta años pensaban que era un carpintero, lleno de atractivo por su buen trabajo y cercanía, pero un ciudadano igual en todo a ellos. Así somos los cristianos, ciudadanos corrientes llenos de humanidad.
“Hombre soy; nada humano me es ajeno”, decía Terencio y lo mismo decimos nosotros. El aporte de la gracia, de la fe, la fuerza de la oración debe ayudarnos a vivir intensamente en medio del mundo. Si somos muy de Cristo, eso son los cristianos, amaremos las realidades de la tierra, se reforzarán todos los mimbres de nuestra humanidad. Cristo enseña al hombre a ser hombre. Cuando está en juego la pervivencia del hombre, de la especie humana por la falta de respeto a la vida, por la disminución de la natalidad, por la crisis de la familia, por la pérdida de la verdad y de la belleza, estamos llamados a cultivar todo lo que es humano.
A cara descubierta viviremos la alegría, haremos la vida agradable a los que se crucen por nuestro camino. Alegres con esa “bella chispa divina” sonreiremos a todos. Viviremos en esperanza, con la certeza de la fuerza de la verdad y del amor. No dejaremos que nos invada el pesimismo, o la letal indiferencia del que piensa que nada se puede hacer. Daremos un sentido de servicio y de misión al trabajo contribuyendo a mejorar la sociedad desde nuestra profesión. ¡Qué bonito es que el médico cure, que el maestro enseñe, que el juez haga justicia, que el albañil edifique hogares luminosos…!
Sin darnos apenas cuenta, siendo muy humanos y divinos todo lo nuestro se llenará de una gran trascendencia. Con esta frase comienza el libro Forja: “Hijos de Dios. Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras.
El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna”. Partimos con ventaja, sabemos lo que somos y cómo queremos ser. Pues, a correr sin mirar atrás, a darle mucha importancia a lo cotidiano bien hecho, como decía un amigo sacerdote −casi centenario− “con recochineo”.
Si cuidamos nuestra familia y vivimos para ella, si hacemos del trabajo un servicio, si estamos alegres porque somos hijos de Dios, si vivimos con valentía nuestra preciosa fe, seremos esa luz que iluminará todos los rincones de la tierra. La civilización renacerá al vernos. Los hombres emprenderán de nuevo el camino humano. Nuestro futuro no está en los “cíborg” sino en el hombre. Seamos valientes, vivamos a cara descubierta.