Así como la indignación moral tiene su causa fuera de nosotros, la acción moral se origina en nuestra libertad responsable, tiene su causa en nosotros mismos
Sostenía yo en un artículo en la revista Claves que hay escuelas que empujan a sus alumnos «hacia una ética de la indignación y de la náusea, porque se sienten incapaces de ofrecerles una ética del apetito». Al leer estas palabras, Pablo Velasco hizo lo que todo espíritu socrático debe hacer, preguntar: «¿Qué es eso de la ética del apetito?».
Permíteme, Pablo, que comience reformulando tu pregunta, con la ayuda de El hombre que fue jueves, de Chesterton: «¿Qué hay de poético en vivir instalado en la indignación?». O, lo que es lo mismo, ¿qué hay de poético en la inapetencia?
El indignado tiene más vocación de objeto que de sujeto.
En una ocasión se puso en contacto conmigo una periodista muy escandalizada. Quería conocer mi opinión sobre un vídeo que se hizo viral en el que una niña le pegaba una paliza a otra ante la impasibilidad de sus compañeros. «Lo que me resulta más incomprensible», me dijo con el tono marcadamente jeremíaco, «es que unos adolescentes se muestren tan inhumanos que graben todo y después lo cuelguen en Internet, como si fuera lo más normal». La buena mujer, que esperaba como la cosa más natural del mundo que los dos nos hermanáramos en una empática indignación moral, se quedó perpleja cuando le respondí que estaba seguro de que en la web de su diario ya habrían colgado el vídeo. Efectivamente, así era.
Lo más poético de todo, más poético que las flores, más poético que las estrellas, lo más poético del mundo, es no estar enfermo (G.K. Chesterton, 'El hombre que fue jueves')
Educar en la inapetencia es educar en la convicción de que, si se transforma un problema ajeno en indignación moral propia, ya se está en camino de resolverlo; que la capacidad de compadecer convalida la de pensar; que la buena intención te ahorra el bien obrar; que es posible afirmarse moralmente sin someterse a una disciplina, etc. Esta inapetencia de la indignación moral deriva fácilmente hacia la convicción de que el resentimiento es la vía más corta de acceso a la justicia.
¿Por qué es poético el apetito? Porque el apetente tiene más vocación de sujeto que de objeto.
Así como la indignación moral tiene su causa fuera de nosotros, la acción moral se origina en nuestra libertad responsable. Podemos decir que la náusea es una reacción incontrolable ante un espectáculo desagradable, mientras que el apetito surge espontáneamente de una constitución saludable. Tiene su causa en nosotros mismos.
La indignación tiende a centrar su atención en su propio padecer de manera tan intensa como inestable y efímera. Se desinfla tan rápidamente como se infla. Por eso no sabe crear hábitos estables. Crece y se dispersa súbitamente. Puede tener efecto a corto plazo, pero no educa el paladar. El apetito elige y busca qué comer; la náusea es un rechazo de lo comido. Con el apetito se descubren sabores, texturas y aromas que con la náusea se pervierten. El apetito se mueve en la luz y percibe con claridad; la náusea confunde nuestros sentidos. En el apetito el sujeto es dueño de sus gestos, mientras que en la náusea se abandona a su pasión hasta confundirse con ella al retorcerse sobre sí mismo. En la náusea se está incurvatus in se.
Posiblemente no haya dos tipos completamente puros que representen uno a la perfección la náusea y el otro a la perfección el apetito. Ambas actitudes se mezclan en nosotros en diferente proporción. Pero el que posee una salud sana no busca el deleite moral ni en la indignación, ni en el resentimiento, ni, sobre todo, en el remordimiento crónico. Prefiere enmendar sus errores lo antes posible, ponerles remedio, y dedicar sus energías a aprender una lección de su experiencia, para no volver a repetirla. Sabe que, como decía Huxley, «revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse». Aprovecha sus tropezones para aprender de sí mismo, no para mostrar impúdicamente sus heridas. El hombre sano quiere conocerse a sí mismo a la luz de sus acciones, sin rehuir la decepción ante sus expectativas no alcanzadas.
Kant afirma en su Antropología que querer volverse mejor fragmentariamente es un intento vano. El hombre de apetito lo sabe y, siendo consecuente, quiere dotarse de un principio que guíe su conducta. En esta misma dirección, Nietzsche, al que animo a releer con atención, asegura que todo aquel dispuesto a sacrificar algo de sí mismo al proyecto de sí mismo posee un espíritu religioso. Esto es de la mayor importancia, porque incluye a los religiosos entre los poetas genuinos. El hombre religioso es poeta, porque trata de hacer de su vida una obra de arte.
Vuelvo a Chesterton para acabar, Pablo. Estar indignado o estar enfermo puede ser comprensible en ciertas situaciones, pero eso no tiene nada de poético. «Lo más poético de todo, más poético que las flores, más poético que las estrellas, lo más poético del mundo, es no estar enfermo».