El intelectual honesto debe asumir su responsabilidad y frente a la dádiva del poder
La intelectualidad considerada como el conjunto de quienes se dedican al desarrollo de la mente y a la profundización del pensamiento en los distintos momentos de la historia ha asumido la responsabilidad de ser una referencia cierta para la sociedad. Ese grupo en lo personal heterogéneo, que reúne a escritores, filósofos, artistas, científicos, profesores, etc. está marcado con el común denominador de la pasión por la libertad, lo que no es extraño por ser la espiritualidad del intelecto la sustancia determinante en la libertad humana.
Según los tiempos, la intelectualidad debe asumir el reto de responder coherentemente a las amenazas que acechan el desarrollo de la libertad. Ignorar o soslayar el quebrantamiento de la verdad puede parecer la menor frivolidad, pero con frecuencia se convierte en la mayor de las imprudencias por lo que de la trasgresión de la verdad se sigue para la estabilidad de la libertad.
Los vaivenes de la sociedad, normalmente promovidos y controlados por fuerzas políticas o grupos que mediatizan su actividad, no pueden quedar al margen de la clase intelectual si en algo estima la responsabilidad de su servicio a la sociedad.
También hoy, donde los sistemas democráticos avalan una mayor resistencia a la tiranía, se advierten actitudes sospechosas que hacen augurar ideologías que buscan el control total de la sociedad.
Ante esta amenaza, la lucha contra el fascismo se ha convertido en la prioridad moral del mundo intelectual. La oposición radical y por todos sus medios a que ningún fascismo, sea de ideología política, religiosa, militar o económica, distorsione el marco de derecho y libertad de las personas.
Todos los fascismos tienen su lugar común en establecer “su verdad” como la verdad objetiva y por tanto principio ordenador de todo el orden social. Su única verdad establecida como el objetivo primordial de naturaleza social justifica la bondad de todos sus actos, pues la perversión del orden moral conseguido impide que sus actos sean enjuiciados a la luz de la razón instaurando que las decisiones de poder son las que diseñan la única verdad admitida. Más o menos matizada es la afección fascista de muchos grupos que consiguen distraer la evidencia ante sus ciudadanos con el manejo de poderosos medios de comunicación.
El intelectual honesto debe asumir su responsabilidad y frente a la dádiva del poder decantarse por la defensa de la libertad denunciando la manipulación que de la verdad objetiva y real se quiere realizar. No es objeto propio del mundo intelectual la lucha política, entendida como la participación en la discusión del ordenamiento de las cosas públicas, lugar que corresponde a los políticos, aunque entre ellos puedan encontrarse destacados intelectuales; pero sí es propio de la intelectualidad la construcción del marco existencial de la sociedad por los valores menos tangibles pero más trascendentes para su auténtico progreso. La labor de todo intelectual se enmarca en cooperar con la sociedad para acrecentar su razón de creatividad. Esa extracción del hombre de su pasividad contrasta con la postración que determinan los movimientos fascistas, que buscan del hombre hacer masa dócil a sus proyectos de dominio. La promesa del bienestar temporal, del uso y disfrute de bienes, de tener, viene en todos esos proyectos a sustituir el ser.
El proceso es tan sutil que quienes por hábito y dedicación han recabado la capacidad para evaluar los pormenores de la libertad tienen la obligación moral de denunciar ante la sociedad las maquinaciones que sobre ella se ciernen. El dirigismo político que burla la auténtica democracia supone de hecho la violación más profunda de la naturaleza del hombre.
El valor de la libertad, baluarte de la sociedad contemporánea, no puede ser negociado; pues sin ella ¿qué queda del hombre?