La prosa de Nicolás Gómez Dávila me cautivó: dura, intransigente, extrañamente monolítica, aunque también −pese a su depurado sesgo conceptista− revestida de una indudable cualidad sensual
La editorial Atalanta acaba de lanzar la segunda edición de Escolios a un texto implícito, la monumental obra aforística del escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila, fallecido en 1994. La noticia constituye un acontecimiento cultural de primer orden y confirma la lenta pero imparable difusión de una obra que, rebasando desde hace unos años su ámbito de origen, debe catalogarse ya como una de las cimas intelectuales y literarias del siglo XX.
Al calor del acontecimiento, y mientras trato de hilvanar unas líneas con las que poner en valor esta magna creación del espíritu que me sigue cautivando cada vez que vuelvo sobre ella, muy pronto me percato de que, si a lo que aspiro es a hacer una aportación mínimamente significativa que estimule la curiosidad de los lectores, acaso lo más acertado sea orillar cualquier pretensión exegética por mi parte y remontarme a la que, sostenida en un periodo que abarcó varios años de mi vida, fue la historia personal de una epifanía literaria. Quiero decir, en pocas palabras, que para escribir sobre Gómez Dávila siento que no debo hacer otra cosa sino consignar aquí, desprovista en lo posible de énfasis etéreos, la crónica privada de un deslumbramiento.
Las primeras menciones a Gómez Dávila me llegaron a través de unas cuantas columnas periodísticas. En ellas sus autores dejaban esparcido algún que otro aforismo de don Nicolás con el propósito, meridianamente utilitario, de dar consistencia a sus propias tesis. Puede que esto sucediera a principios de 2010. Un año antes, Jacobo Siruela había publicado la primera edición de sus Escolios y, a partir de ese instante, la obra había comenzado a reclutar un contingente de lectores que, más que unidos por una admiración literaria, parecían estarlo por una devoción común. No obstante, yo me resistí durante unos meses a emprender su lectura. Sin haber tenido ocasión de hojear el libro, pero sabedor de su extensión (mil cuatrocientas páginas), me intimidaba el desafío que suponía enfrentarme a tan voluminosa tarea.
Escogí, pues, una ruta de acercamiento alternativa. Justo en ese 2010, Atalanta acababa de publicar Textos, un libro mucho más breve de reflexiones gomezdavilianas, y de inmediato decidí hacerme con él. Aquella prosa me cautivó: dura, intransigente, extrañamente monolítica, aunque también −pese a su depurado sesgo conceptista− revestida de una indudable cualidad sensual, su autor abordaba el establecimiento de una metafísica y una antropología en unos términos que, aun adscritos a una tradición secular, resonaban con el timbre de una radicalidad subyugadora. Desvanecida toda reserva, el paso siguiente fueron los Escolios.
Comenzó entonces una experiencia que, casi sin darme cuenta, fue adquiriendo con el transcurso del tiempo las características propias de un ritual. Cada tarde dedicaba unos minutos a la lectura de unas cuantas páginas, no demasiadas; en todo caso, nunca más de aquellas a las que notaba que podía consagrarles una atención sin fisuras. Deslizando la punta de un lápiz −siempre el mismo− sobre la delicada superficie del papel semibiblia en que estaba primorosamente impreso el texto, marcaba los escolios con diferentes símbolos alusivos al grado de interés que cada uno me había suscitado.
He utilizado la palabra ritual a propósito, para definir, a través de sus implicaciones semánticas, la naturaleza de una práctica externa que acarrea una transformación interior. Porque así fue exactamente como sentí que obraba en mí aquella lectura que se prolongó a lo largo de los años siguientes. Cada página, densa de significados, inconmensurable en la concisión y la reciedumbre por medio de las cuales el talento apabullante de su autor lograba que cristalizara cada idea, era como una lámina de duro metal que se superponía a la coraza con que uno sale pertrechado al encuentro del mundo.
En el prólogo al estupendo libro de José Miguel Serrano Ruiz-Calderón Democracia y nihilismo. Vida y obra de Nicolás Gómez Dávila, la escritora Julia Escobar acota en un par de frases certeras el sutil vínculo que establecemos con esos contados autores que nos sumergen en un clima de afinidad inquebrantable: «Existe una gran simpatía entre el autor y sus lectores que le consideran un familiar, un amigo o, si se prefiere, un cómplice. Estiman que hay algo indefinible en su escritura que les habla como ningún otro autor». Por algún motivo, me acuerdo ahora del momento preciso en que ese estado de ánimo se apoderó de mí. Fue al llegar a un escolio en concreto, al poco de comenzar el libro: «La madurez del espíritu comienza cuando dejamos de sentirnos encargados del mundo». A partir de ese punto se me hizo evidente que, además del escepticismo de una personalidad profundamente inadaptada a su tiempo, lo que aquella obra transpiraba era una contagiosa voluntad de liberación, el testimonio de un espíritu contusionado por la sordidez, la vulgaridad y «la purulencia que define el mundo contemporáneo», pero que a la vez acertaba a contrarrestar la posible deriva hacia el desánimo y la entrega mediante las armas fulgurantes de la inteligencia, la belleza y la fe.
Debo reconocer que esa actitud innegablemente subversiva, la elegancia de una altivez con tanta frecuencia sublime como en ocasiones sarcástica y provocadora, esa determinación suya, insobornable, de no pactar con su época, haciendo de su obra un bastión desde el que resistir las acometidas de la imbecilidad y la vileza que quién sabe si no constituyen la verdadera argamasa del tiempo que nos ha tocado vivir, me depararon una forma de compañía y consuelo como no he vuelto a conocer desde entonces.
A la lectura completa de los Escolios sucedió la curiosidad por saber más acerca de la biografía de su autor. El libro de Ruiz-Calderón arriba mencionado representó una ayuda enorme, al igual que varias conferencias que pude rastrear en las redes y entre las cuales hubo una, excepcional, impartida por Fernando Muñoz, que de improviso abrió sendas inéditas por las que transitar un paisaje de suyo inagotable.
De un modo paulatino, en mi imaginación fue perfilándose, como una especie de figura legendaria y al mismo tiempo próxima, entrañable, la silueta del alto caballero bogotano recluido cada tarde en el espacio portentoso de su biblioteca de más de treinta mil volúmenes. Sentado allí, con un puro en la mano y una pequeña estufa eléctrica a los pies para mitigar el frío de los Andes, este «cazador de sombras sagradas sobre las colinas eternas» −así de hermosamente define él al reaccionario en las últimas líneas de Textos− se transfiguraba en la aristocrática encarnación del hombre que hace de la lectura «el único oasis que sobrevive en el desierto de la Modernidad», como escribe Franco Volpi en el prólogo a los Escolios con que se abre la edición de Atalanta. Allí leyó, meditó, escribió, departió con los amigos que se acercaban a visitarlo. Allí murió también. «Su biblioteca era su mundo −declaró en una entrevista su hija, Rosa Emilia, algunos años después de la muerte de su padre−. Cuando enfermó, bajamos su cama a la biblioteca. Murió entre sus libros».
Murió. Pero cómo es posible que mueran los seres que han alcanzado a tocarnos de un modo tan definitivo, me pregunto ahora. En Fragmentos y Contramundo, los dos libros de aforismos que escribí al amparo de la sombra tutelar de don Nicolás, subyace, más allá de cualquier ingenua tentativa de emulación o réplica, la necesidad de saldar una deuda, por otro lado imprescriptible, con quien me mostró el verdadero sentido de la palabra «resistencia». A los que militamos en las filas de sus adeptos, cada vez que sentimos que nuestras fuerzas decaen nos basta la relectura de unas pocas páginas de su obra para recordar hasta qué punto la opción de claudicar permanecerá siempre en un ámbito ajeno a nuestras expectativas vitales.
Pese al gusto por el apartamiento y al antiproselitismo militante de este «solitario de Dios», como lo definiera Volpi, sus lectores integran hoy una animosa fraternidad de desconocidos cuyo número no deja de crecer con los años. Formamos eso que a mi amigo Domingo González le gusta nombrar como «una comunidad de solitarios», cuyo ánimo, sometido a las tensiones inevitables de una realidad con frecuencia hostil y desquiciada, se templa en el ejercicio de una inteligencia «capaz de esperar en la desesperación y perseverar en el desastre». Y lo paradójico del asunto es que la verdad de esa denominación me sirve en este instante, y aunque solo sea por una vez, para desmentir una de las máximas del maestro: «La lucha contra el mundo moderno tiene que ser solitaria. Donde haya dos hay traición».
Al menos en el caso de quienes seguimos leyéndole, don Nicolás, quizá le alegre saber que no necesariamente.
Carlos Marín-Blázquez, en eldebatedehoy.es
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