Formamos parte de una sociedad materialista, completamente desencantada del mundo en el que vivimos
Los últimos descubrimientos científicos corroboran que la vida no es un accidente regido por el azar, la suerte ni las coincidencias. Por más que nos cueste de ver, cada uno de nosotros recoge lo que siembra. Ni más ni menos.
Formamos parte de una sociedad materialista, completamente desencantada del mundo en el que vivimos. Por eso en general solemos creer que nuestra vida es un accidente regido por la suerte y las coincidencias. Es decir, que no importan nuestras decisiones y nuestra acciones, pues en última instancia las cosas pasan por «casualidad». Esta visión de la existencia nos convierte en meras marionetas en manos del azar.
En paralelo, muchos individuos nos hemos vuelto «nihilistas». No es que no creamos en nada. Simplemente «negamos cualquier significado o finalidad trascendente de la existencia humana». De ahí que orientemos nuestra vida a saciar nuestro propio interés, tratando de escapar del dolor y el malestar que nos causa llevar una existencia vacía y sinsentido. Y lo hacemos por medio del placer y la satisfacción que proporcionan a corto plazo el consumo y el entretenimiento.
Pero, ¿realmente la vida es un accidente que se rige de forma aleatoria? ¿Estamos aquí para trabajar, consumir y divertirnos? ¿Acaso no hay una finalidad más trascendente? Lo irónico es que la existencia de estas creencias limitadoras pone de manifiesto que todo lo que existe tiene un propósito, por más que muchas veces no sepamos descifrarlo. No en vano, creer que no tenemos ningún tipo de control sobre nuestra vida refuerza nuestro victimismo. Y pensar que la existencia carece por completo de sentido justifica nuestra tendencia a huir constantemente de nosotros mismos por medio de la evasión y la narcotización.
Es decir, que incluso estas creencias tienen su propia razón de ser. No están ahí por casualidad, sino que cumplen la función de evitar que nos enfrentemos a nuestros dos mayores temores: el «miedo a la libertad» y el «miedo al vacío». Mientras sigamos creyendo que nuestra propia vida no depende de nosotros, podremos seguir eludiendo cualquier tipo de responsabilidad. Y mientras sigamos pensando que todo esto no es más que un accidente, podremos seguir marginando cualquier posibilidad de encontrar la respuesta a la pregunta ¿para qué vivimos?
“El caos es el orden que todavía no comprendemos.” (Gregory Norris-Cervetto)
Estamos tan cegados por nuestro egocentrismo, que solemos preguntarnos por qué nos pasan las cosas, en lugar de reflexionar acerca de para qué nos han ocurrido. Y eso que existe una diferencia abismal entre una y otra forma de afrontar nuestras circunstancias. Preguntarnos por qué es completamente inútil. Fomenta que veamos la situación como un problema. Y esta visión nos lleva a adoptar el papel de víctima. De ahí que nos haga sentir impotentes.
Por el contrario, preguntarnos para qué nos permite ver esa misma situación como una oportunidad. Y esta percepción nos lleva a entrenar el músculo de la responsabilidad. De hecho, esta actitud es mucho más eficiente y constructiva. Favorece que empecemos a intuir –e incluso a ver– el sentido oculto de las cosas. Es decir, la oportunidad de aprendizaje subyacente a cualquier experiencia, sea la que sea.
Y esto es precisamente de lo que trata la «física cuántica». En líneas generales, establece que «la realidad es un campo de potenciales posibilidades infinitas». Sin embargo, «sólo se materializan aquellas que son contempladas y aceptadas». Es decir, que ahora mismo, en este preciso instante, nuestras circunstancias actuales son el resultado de la manera en la que hemos venido pensando y actuando a lo largo de nuestra vida.
Si hemos venido creyendo que estamos aquí para tener un empleo monótono que nos permita pagar nuestros costes de vida, eso es precisamente lo que habremos co-creado con nuestros pensamientos, decisiones y comportamientos. Por el contrario, si cambiamos nuestra manera de pensar y de actuar, tenemos la opción de modificar el rumbo de nuestra existencia, cosechando otro tipo de resultados diferentes. El simple hecho de creer que es posible representa el primer paso para que, a través de un proceso, podamos hacer que muchos sueños se vuelvan realidad.
“El aleteo de una mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo.” (Proverbio chino)
Lo mismo nos sugiere «la teoría del caos». Por medio de complicados e ingeniosos cálculos matemáticos «permite deducir el orden subyacente que ocultan fenómenos aparentemente aleatorios». Dentro de estas investigaciones, destaca «el efecto mariposa». Para comprenderlo, lo mejor es hacerlo a través de un ejemplo. Imaginemos que un chico se va un año fuera de su ciudad para estudiar un master en el extranjero. Y que al regresar a casa, entra a trabajar de becario en una empresa.
Sólo un par de días más tarde, aparece una nueva becaria –esta vez procedente de la universidad–, a quien sientan justamente a su lado. Nada más verse, los dos jóvenes se enamoran. Ha sido un flechazo en toda regla. Y lo cierto es que seis años más tarde se casan, forman una familia y viven juntos para siempre. En el caso de este ejemplo, «el efecto mariposa» estudiaría la red causal de acontecimientos que hicieron posible que el chico coincidiera con la chica en un lugar físico determinado en un momento psicológico oportuno.
Al observar su historia detenidamente, comprobamos que el joven decidió estudiar un master a raíz de la separación con su ex novia, a quien conoció años atrás en una discoteca. Remontándonos a esa noche de fiesta, cabe destacar que el chico decidió salir con sus amigos e ir concretamente a esa discoteca tras perder una apuesta. Es decir, que si no hubiera perdido aquella apuesta, no hubiera ido a aquella discoteca y, en consecuencia, no hubiera conocido a su ex novia. Y si ésta no lo hubiera dejado, no habría estudiado el master, que es lo que le permitió entrar a trabajar de becario. Y fue precisamente este empleo el que le posibilitó conocer y enamorarse de la mujer con la que pasaría el resto de su vida. Por todo ello, en la historia personal del chico, perder una simple apuesta le llevó a ganar un amor eterno.
“Lo que no hacemos consciente se manifiesta en nuestra vida como destino.” (Carl Jung)
Por más que el establishment intelectual nos lo haga creer, nuestra existencia no está gobernada por la suerte, el azar ni las coincidencias, sino por «la ley de la sincronicidad». Ésta determina que «todo lo que ocurre tiene un propósito». Pero como todo lo verdaderamente importante, no podemos verlo con los ojos ni entenderlo con la mente. Esta profunda e invisible red de conexiones tan solo puede intuirse y comprenderse con el corazón.
«La ley de la sincronicidad» afirma que «por más que en un primer momento seamos incapaces de establecer una relación causal entre los sucesos que forman parte de nuestra vida, todo tiene una razón de ser». Es decir, que «aunque a veces nos ocurren cosas que aparentemente no tienen nada que ver con las decisiones y las acciones que hemos tomamos en nuestro día a día, estas cosas están ahí para que aprendamos algo acerca de nosotros mismos, de nuestra manera de comprender y de disfrutar la vida».
De ahí que mientras sigamos resistiéndonos a ver la vida como un aprendizaje, seguiremos sufriendo por no aceptar las circunstancias que hemos co-creado con nuestros pensamientos, decisiones y acciones. También nos perderemos la magia y el encanto inherente a al simple hecho de estar vivos, un reconocimiento que nos lleva inevitablemente a inclinarnos con humildad frente al misterio y la sabiduría de la existencia. Es entonces cuando comprendemos que no suele sucedernos lo que queremos, sino lo que necesitamos para aprender a ser felices y a dejar de sufrir.
No existen las coincidencias. Tan sólo la ilusión de que existen las coincidencias. De hecho, «la ley de la sincronicidad» también ha descubierto que «nuestro sistema de creencias y, por ende, nuestra manera de pensar, determinan en última instancia no sólo nuestra identidad, sino también nuestras circunstancias». Por ejemplo, que si somos personas inseguras y miedosas, atraeremos a nuestra vida situaciones inciertas que nos permitan entrenar los músculos de la confianza y la valentía. Así, los sucesos externos que forman parte de nuestra existencia suelen ser un reflejo de nuestros procesos emocionales internos. De ahí la importancia de conocernos a nosotros mismos para cuestionar, comprender y trascender nuestra ignorancia e inconsciencia.
“Cada uno recoge lo que siembra.” (Buda)
Si bien la «física cuántica», «la teoría del caos», el «efecto mariposa» y «la teoría de la sincronicidad» son descubrimientos científicos llevados a cabo en Occidente a lo largo del siglo XX, lo cierto es que no tienen nada de nuevo. En Oriente se llegó a esta misma conclusión hace más de 2.500 años. Es decir, alrededor del siglo V a. C. Según los historiadores, por aquel entonces se popularizó «la ley del karma», también conocida como «la ley de causa y efecto».
Si bien es cierto que algunas ramas esotéricas tienden a vulgarizar y banalizar este tipo de teorías, «la ley del karma» afirma, en esencia, que «todo lo que pensamos, decimos y hacemos tiene consecuencias». De ahí que en el caso de que cometamos errores, obtengamos resultados de malestar que nos permitan darnos cuenta de que hemos errado, pudiendo así aprender y evolucionar. Y en paralelo, en el caso de que cometamos aciertos, cosechemos efectos de bienestar que nos permitan verificar que estamos viviendo con comprensión, discernimiento y sabiduría.
Esta es la razón por la que los sucesos que componen nuestra existencia no están regidos por la «casualidad», sino por la «causalidad». Según «la ley del karma», cada uno de nosotros «recibe lo que da». Esta visión de la realidad elimina toda posibilidad de caer en las garras del inútil y peligroso victimismo. Lo queramos o no ver, somos co-responsables y co-creadores de lo que sucede en nuestra existencia.
Borja Vilaseca, en borjavilaseca.com/
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