Si en la generación del 27 existe una voz poética de mujer que nunca haya hecho falta reivindicar, ésa es la de Ernestina de Champourcin
Fuente: omnesmag.com/
Si en la generación del 27 existe una voz poética de mujer que nunca haya hecho falta reivindicar, ésa es la de Ernestina de Champourcin, capaz de descollar tanto en la España del siglo xx, cuando se escribía por hombres una poesía de muy alta calidad, como hasta ahora.
Aparte de haber sido una de las dos mujeres (la otra fue Josefina de la Torre) incluidas por el propio Gerardo Diego, en 1934, en la segunda edición de su Poesía española contemporánea –ejemplo de antología premonitoria que estableció, en buena medida, la nómina de los autores oficiales de su generación, la del 27– y discípula predilecta del Nobel Juan Ramón Jiménez, son bastantes los méritos que le dan actualidad a Ernestina de Champourcin.
Fue capaz de convertir su propia vida en una convencida valedora de la feminidad, primero como miembro del Lyceum Club, asociación aconfesional y apolítica, impulsada sólo por mujeres de ámbitos culturales ilustrados, donde colaboró como secretaria de la sección de Literatura desde 1926, en sus inicios españoles, hasta 1936, y después, a partir de su exilio mexicano (de 1939 a 1972, en que regresa a España), tras descubrir en 1952 su vocación al Opus Dei, afianzando así su convencimiento en la radical igualdad fundamental de naturaleza y derechos entre los dos sexos, que siempre predicó su fundador, y que ella con tanta constancia supo defender en el terreno que mejor conocía, el de la lírica: “Nunca he logrado pensar” –respondió en cierta ocasión– “en la poesía como algo exclusivamente masculino o femenino”.
De ahí que afirmara en el prólogo de su compilación para la BAC titulado Dios en la poesía actual: “Me doy cuenta de que son muchas las voces femeninas escogidas por mí si se compara su número con el que han incluido otros antólogos […]. En contraste con esta sobriedad o penuria, yo me he atrevido a elegir poemas de quince mujeres, que van a ser dieciséis si mis editores siguen insistiendo en que se incluya la propia antóloga”.
Por méritos propios, era lógica esa inclusión en su propia antología, y, además, con cinco poemas. Máxime cuando no podía ser de otro modo: Dios mismo constituye el cimiento sobre el que se asienta su producción literaria, completamente autobiográfica, marcada tal vez al principio por una presencia a oscuras de la divinidad:
¡Qué divino regalo
es esta vida a oscuras
para vivir amando!,
pero en crecida a partir de su exilio mexicano, con un “ahondamiento” –cada vez mayor, añadimos– “en su fe y en las consecuencias en su vida diaria”, y establecida “en la sima sin fondo del Dios que llevo dentro”.
De hecho, en carta dirigida con 84 años a su amiga Rosario Camargo, expresa la línea evolutiva de su vida interior: “Ya sólo puedo rezar y rezar y escribir cuando Dios quiere y no como quieres tú. Siempre lo hice así y me divierte que te pongas tan pesada cuando tocas este tema. ¿Todavía no sabes que Dios y la poesía son algo inseparable?”. En todo momento consciente de que su orientación poética “es una vocación: escribo cuando Dios quiere” llegó a afirmar, no hay que verla ni genuinamente “mística”, a la manera sanjuanista, ni poeta con horario establecido para componer versos, sino mujer sensible, espiritual, con una vida propia muy rica, que supo descubrir a Dios como su gran valor y, a raíz del fallecimiento del marido, como su gran e inquietante Amor.
Apenas se accede a cualquiera de sus poemarios, tiene la suya el sello indeleble de la auténtica, intensa y penetrante poesía, inmersa lógicamente en unas circunstancias históricas y literarias concretas, en las que tuvieron un enorme poderío las vanguardias, a lo que se sumó tanto el magisterio de Juan Ramón Jiménez y sus precedentes romántico-simbolistas como el de los grandes místicos abulenses, que ella conocía desde su adolescencia, o, en buen grado –aunque está poco estudiado–, su conocimiento y meditación del salterio, aparte de la enseñanza de Escrivá de Balaguer a través de sus escritos y de su mensaje evangelizador.
Sin embargo, pese (o gracias) a ese bagaje cultural, se la descubre asentada en un mundo personal con una escritura lírica inconfundible, a veces retórica, que la delata por su celebrada religiosidad –hay más peso existencial que literario en su poesía–, con abundantes incursiones en su misma interioridad.
De ahí que en uno de sus tantos poemas oracionales escriba: “Enséñame [Señor] a callar de veras, hacia adentro / a asomarme al vacío donde pueda escucharte. […] Enséñame en lo oscuro, en el hosco desierto /en donde te han buscado los que saben hallarte”.
Clamor y confianza que le advienen desde la profundidad de la fe y que, como apuntamos antes, traen a la memoria su permeabilidad para asimilar los salmos:
Nada puedo sin Ti. Contigo nada temo.
Sé mi escudo, Señor, mi báculo y mi antorcha.
En Ti lo puedo todo y olvido mi flaqueza
si tu brazo me guía y tu amor me sostiene”.
Y es que para Ernestina la poesía fue su modo más palmario de entender su amistad o, mejor dicho, su relación amorosa con Dios: un lugar de asentamiento íntimo que le traía el hecho de saberse viva, en verdadera actitud contemplativa, como refleja la siguiente décima:
Ya no hay flor que no me huela
a tu perfume, Señor,
ni alegría ni estremecido,
parece buscar su nido
en tu secreta morada;
y mis ojos no ven nada
donde no estés escondido”.
En ese proceso testimonial suyo, sumido en constantes vaivenes, con mayores o menores logros poéticos, su sed y trato con Dios se hacen compatibles finalmente con una poesía celebratoria de la vida ordinaria, en cuyos pilares se asientan, especialmente, muchos de sus hai-kais espirituales, en los que se abre al poema lacónico, resultado de lo que podíamos denominar el caleidoscopio de sus tareas rutinarias: “lo de todos los días”, como ella lo llama, en perseverante diálogo con “el Juego de la Gracia”, en el que nunca cesó de implicarse hasta finalmente “cerrar los ojos para abrirlos un día… […] / inmutable y eterno”.
Carmelo Guillén
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