Ignacio de Loyola, a quien se ha definido como «contemplativo en la acción», se entregó toda su vida a una incansable actividad en la contemplación
En mi juventud me deslumbró la figura de Ignacio de Loyola. Aun sintiendo ya entonces aversión por la pose beat, capturó mi imaginación el periodo entre su conversión en la tierra natal y sus primeros votos en Montmartre. Tal vez tuviera razón la responsable de un grupo jesuítico cuando, reaccionario, decidí autoexpulsarme: «Tú lo que eres es un anarco». Estaba convencido de que solo y a pie, por toda Europa, con la vista puesta siempre en Jerusalén (y en Roma), el fundador de la Compañía de Jesús no había dejado jamás de peregrinar en espíritu.
Léon Bloy lanzó un reproche no del todo injustificado al método ignaciano: «Me parece que los Ejercicios de San Ignacio corresponden, en cierta manera, al método de Descartes: en vez de mirar a Dios, el hombre se escruta a sí mismo». Medieval y renacentista, el santo guipuzcoano perfiló la experiencia del sujeto moderno. La mente de Descartes y la de Cervantes se forjaron con el metal de la Ratio Studiorum.
Entre esos pocos libros discretos cuya lectura modela una vida, sigo en deuda con la Autobiografía de Loyola. Creo que no me dejo arrastrar por el entusiasmo personal si afirmo que objetivamente es uno de esos textos claves que la historia de la literatura española ha dejado desafortunadamente arrinconado para uso exclusivo de creyentes en el limbo de la literatura «confesional».
Todos los rasgos de genio que se señalan en el singularísimo estilo de los diálogos de Juan de Valdés (la cornice, las diversas etapas de redacción, el uso conversacional e indistinto del español y del italiano) se encuentran en esta obra, redactada casi taquigráficamente, presa de una extraordinaria inquietud vital. Describe, ágil y nerviosa, rápidas jornadas atravesadas por caballeros, por pícaros y por estudiantes e inquisidores entre cárceles, palacios, ventas y colegios.
Con su aire abocetado de novela bizantina, por tierra y por mar, el lector asiste a un viaje arquetípico con la certeza de que, mientras viva su protagonista, no podrá concluir. Al final, quedan en suspenso las nuevas etapas de una peregrinación todavía por hacer: la revisión de los Ejercicios Espirituales, la conclusión de las Constituciones, las anotaciones del Diario Espiritual…
El propio texto no se abstiene de ocultar el principal rasgo de la personalidad de su héroe, justo aquel que ha provocado tantos malentendidos en la historia de la Compañía de Jesús y que más desconcertó a sus propios contemporáneos. Loyola guardó siempre en secreto para sí −y para Dios− el sentido íntimo de su experiencia espiritual.
Tal vez fuese un endemoniado de Padua, según el P. Laínez, quien mejor captase el misterio de aquel que acostumbraba a no alzar los ojos: «Un españolito pequeño, algo cojo, que tiene los ojos alegres».
Hojeo de nuevo las páginas que la Autobiografía dedica a la conversión. Suele pasarse de puntillas por una decisión que pudiera parecer sorprendente: «Y echando sus cuentas, qué es lo que haría después que viniese de Jerusalén para que siempre viviese en penitencia, ofrecíasele meter en la cartuja de Sevilla, sin decir quién era para que en menos le tuviesen, y allí nunca comer sino hierbas». En sus últimos años, el Padre Maestro Ignacio solo admitía la dispensa de los profesos si mostraban decisión de ingresar en la Cartuja.
Se cuenta también que, envejecido, gustaba de pasear por la Viña que los jesuitas habían adquirido a las afueras de Roma. En una ocasión topó con una rosa en plena floración. Conmovido, apenas tocándola con la punta de su bastón, exclamó: «Calla, calla, que te entiendo».
Ignacio de Loyola, a quien se ha definido como «contemplativo en la acción», se entregó toda su vida a una incansable actividad en la contemplación.
¿Es atrevido sugerir paralelismos entre él y el protagonista de los Relatos del peregrino ruso? Tan distintos, uno se entrega a la recitación de la oración del corazón; el otro, a la meditación por imágenes para discernir la voluntad de Dios y así elegir los medios «para más amarle y servirle». Como ha sintetizado Tomáš Špidlík, «el hombre nace espiritualmente en la oración».
«Con los ojos cerrados, miré con la mente, imaginándome el corazón… inspiraba el aire hacia mi interior… y al exhalarlo… A partir de aquel momento empecé a experimentar diferentes sensaciones en el corazón y en la mente», reconocía entre lágrimas el peregrino ruso. En la cima de la contemplación para alcanzar amor, Loyola recomendaba el modo de orar por compás. Todo invocado en un solo nombre. El hermano Cannizaro sólo llegó a oír en su agonía una invocación: «Ay, Dios, Jesús».
Para Bloy, la santidad es la expresión plena de la individualidad. En su estilo antitético, tan reacio a los Ejercicios, no tuvo dudas en admitir: «Cuanto más santo se es, más singular se es, empezando por San Ignacio, que fue el más grande original de su tiempo».
Armando Pego, en eldebatedehoy.es
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