El don de entendimiento nos hace entender las cosas como las entiende Dios, con la inteligencia de Dios
En el segundo lugar de los dones del Espíritu Santo la Tradición y los estudiosos teólogos suelen colocar el don de entendimiento. El Decretum Damasi afirma del «Espíritu de entendimiento: Te daré entendimiento y te instruiré en el camino por donde andarás (Sal 31, 8)» [Ib., 83]. Reside dicho don en el entendimiento especulativo. La inteligencia del hombre, bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, se hace apta para una penetrante intuición de las verdades reveladas especulativas y prácticas e incluso hasta de la naturales en orden al fin sobrenatural. El don de entendimiento recae sobre los primeros principios del conocimiento gratuito (verdades reveladas), pero, eso sí, de otro modo a como lo hace la fe. Porque a la fe pertenece asentir a ellos; y al don de entendimiento, en cambio, corresponde penetrarlos profundamente.
Santo Tomás de Aquino entiende que este don es utilísimo a los teólogos. Por una razón muy simple, y es la de hacerles penetrar en lo más hondo de las verdades reveladas y deducir después, mediante discurso teológico, las conclusiones en ellas implícitas. El don en causa hace ver la substancia de las cosas bajo los accidentes. Los místicos, por ejemplo, en sus visitas al sagrario, no es que recen, ni mediten, ni discurran; se limitan, más bien, a contemplar a Jesús-Eucaristía con mirada tierna, simple, sencilla y penetrante, que les llena el alma de infinita dulzura, suavidad y paz. Es el «yo le miro y él me mira», del célebre labriego aquél al santo Cura de Ars.
El don de entendimiento, por otra parte, nos descubre el sentido oculto de las divinas Escrituras. Es, ni más ni menos, lo que hizo el propio Jesús con sus discípulos de Emaús cuando «les abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24, 45). Digamos asimismo que los místicos en general han experimentado este fenómeno. Resulta que sin discursos, ni estudios, ni ayuda humana alguna, el Espíritu Santo les descubre de pronto, y con intensísima viveza, el sentido profundo de algunas sentencias de la Escritura que les sumergen en un abismo de luz.
Y allí, en ese abismo lumínico de la interioridad, suelen encontrar ellos el lema que da sentido a su vida toda. En santa Teresa de Jesús la Doctora será el «cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 88, 1). En santa Teresa del Niño Jesús de la Santa Faz, la doctora de Lisieux, será el «si alguno es pequeñito, venga a mí» (Pr 9, 4). En santa Isabel de la Trinidad, en fin, su famoso dicho paulino Laudem gloriae (alabanza de gloria).
El don de entendimiento, en este mismo orden de cosas, nos manifiesta el significado misterioso de las semejanzas y figuras, nos descubre bajo las apariencias sensibles las realidades espirituales, nos hace ver, en suma, las causas a través de los efectos. Benedicto XVI y Francisco se han pronunciado al respecto en distintas ocasiones. El primero dejó dicho que este don tiene como finalidad especial el comprender a fondo la Palabra de Dios y la verdad de la fe.
Francisco, por su parte, agrega que «el don de entendimiento nos hace entender las cosas como las entiende Dios, con la inteligencia de Dios», y añade con afán definitorio y esclarecedor: «Es el don con el cual el Espíritu Santo nos introduce en la intimidad con Dios y nos hace partícipes del designio de amor que Él tiene con nosotros. El don del entendimiento está estrechamente relacionado con la fe».
El Espíritu Santo, pues, hacia el que dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación, es fuente de santidad, luz para la inteligencia y consuelo para el alma. En su inmortal escrito sobre el Espíritu Santo, el gran san Basilio Magno precisa cuanto sigue: «Aunque inaccesible por naturaleza, se deja comprender por su bondad; con su acción lo llena todo, pero se comunica solamente a los que encuentra dignos, no ciertamente de manera idéntica ni con la misma plenitud, sino distribuyendo su energía según la proporción de la fe» (Cap. 9, núms. 22-23).
Qué duda cabe que también el don de entendimiento tiene enemigos o, digamos, vicios contrarios. Fundamentalmente son dos: la ceguera espiritual y el embotamiento del sentido espiritual. La primera es la privación total de la visión (de ahí, ceguera); la segunda, un debilitamiento notable de la misma (es decir, la miopía). Ambas proceden de los pecados carnales (gula y lujuria). La ceguera espiritual excluye casi por completo el conocimiento de los bienes espirituales; en cuanto a la gula, produce esta el embotamiento del sentido espiritual.
El alma, en cualquier caso, puede hacer frente a estos vicios y dificultades, disponiéndose, con ayuda de la gracia, a la actuación en ella del Espíritu Santo. En cuanto a los modos de esta disposición, cabe señalar la práctica de una fe viva con ayuda de la gracia ordinaria, y la perfecta pureza de alma y cuerpo, dado que al don de entendimiento le corresponde la sexta bienaventuranza, relativa a los limpios de corazón. Por supuesto que también son admisibles la práctica del recogimiento interior, la fidelidad a la gracia y la invocación al mismo Santo Espíritu.
Cae por su peso, en fin, que dicha invocación ha de ser frecuente y ser hecha con el máximo fervor posible, recordándole a Jesucristo su promesa de enviarnos al Consolador (Jn 14, 16-17). Bien podría venir en tal sentido la secuencia de Pentecostés, o el himno de Tercia, incluso la misma oración litúrgica de esta solemnidad, las cuales tres no debieran ceder en frecuencia a la recitación del Padre nuestro. Sería el mejor modo de imitar a los Apóstoles, cuando se retiraron, después de la Ascensión, al Cenáculo para prepararse allí, en unión con María, la madre de Jesús y esposa del Espíritu Santo, a la venida de Pentecostés. Huelga decir que todo ello sería el modo mejor de impetrar del Paráclito el don de entendimiento.