Los dos cimientos de la santidad del sacerdote son los misterios de la Encarnación y la Eucaristía
El especialista del Maestro Ávila Mons. Juan Esquerda Bifet introduce la edición de los Escritos sacerdotales con el significativo título: Biografía de un sacerdote de posconcilio. Como indicaba Pablo VI, San Juan de Ávila tiene mucho que decir a los sacerdotes de hoy, tanto en el campo teológico del ministerio como en el de la vida interior, y confirma la convicción de que ser sacerdote en los albores del siglo XXI tiene profundo sentido. Vale la pena jugarse la vida en esta empresa.
Comienza su tratado sobre el Sacerdocio afirmando: “Entre las obras que la Divina Majestad obra en la Iglesia por ministerio de los hombres, la que tiene el primado por excelencia, y obligación de mayor agradecimiento y estima, el oficio sacerdotal es; por ministerio del cual el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo Nuestro Señor” (Obras completas I, BAC, Madrid, 2000, 906).
Es en la Eucaristía donde el sacerdote, según el Maestro Ávila, celebra y proclama que es testigo del Amor de Dios a los hombres. Dice: “Sientan como propios suyos los trabajos ajenos, representándolos delante del acatamiento de la misericordia de Dios con afecto piadoso y paternal corazón; el que debe tener el sacerdote con todos a semejanza del Señor; y también de San Ambrosio, que decía que no menos amaba a los hijos espirituales que tenía que si los hubiera engendrado de legítimo matrimonio; y San Juan Crisóstomo dice que aún se deben amar mucho más. Y así, el nombre de padre que a los sacerdotes damos les debe de amonestar que, pues no es razón que lo tengan en vano y mentira, deben de tener dentro de sí el afecto paternal y maternal para aprovechar, orar y llorar por los prójimos” (O.c. I, 906-907).
Por lo tanto, si “Dios nos ama con amor de padre, madre y esposo” (Tratado del Amor de Dios, O.c. I, 906-907), el ministerio sacerdotal ha de ser la presencia privilegiada de ese amor paternal y maternal, esponsal, de Dios a todos los hombres.
Para el Maestro Ávila, los dos cimientos del camino de santidad propio del sacerdote secular, son los misterios de la Encarnación y de la Eucaristía. El primero, porque en él aparecen los signos del desposorio de Dios con la humanidad, donde se entrelazan amor y sacrificio; de modo semejante, por el sacramento del Orden, el sacerdote se desposa con la misión de “encaminar las almas para el cielo” (Plática 4, O.c. I, 852). El sacerdote es un desposado con las almas, a imitación del Verbo de Dios hecho hombre, Sumo Sacerdote.
El segundo, la Eucaristía, porque en la celebración de la Misa centraba el Maestro Ávila toda su tarea evangelizadora y su vida sacerdotal. En la Eucaristía encuentra la fuerza y la medicina para todos los males. Él la llama, con acentos místicos, “sacramento de amor y de unión, porque por amor es dado, amor representa y amor obra en nuestras entrañas. Todo este negocio es amor” (Tratado del Amor de Dios, O.c. I, 951-952). Por eso, su virtud principal fue la caridad: amar entrañablemente a la humanidad de Cristo, el Verbo encarnado que “fue libro y juramento nuestro”. Su Tratado del Amor de Dios es eso: un tratado —impresionante, bello y profundo— del Amor de Dios por la humanidad. Ya que este Amor no es correspondido como merece, para el Maestro Ávila los sacerdotes deben ser “los ojos de la Iglesia, cuyo oficio es llorar los males que vienen de su cuerpo”.
Amor entrañable a Cristo, y amor de pastor a las almas: doble polaridad que ha de confluir en la transparencia. Ésta no se obtiene por la posesión de unas cualidades humanas personales, por muchas que sean; como él lo expresa: “La clerecía ha de ser la principal hermosura de la Iglesia” (Plática 2, O.c. I, 810-811). Polaridad siempre en armonía mutua, que podemos sintetizar en estas afirmaciones suyas: “Los sacerdotes somos diputados para la honra y contentamiento de Dios y guarda de sus leyes en nos y en los otros” (Plática 1, O.c. I, 984); “Los sacerdotes son abogados por el pueblo de Dios, ofreciendo al Unigénito Hijo delante del alto tribunal del Padre… Maestros y edificadores de ánimas” (Tratado Primero de Reforma, O.c. II, 492).
El Maestro Ávila habla de ferviente celo, como verdadero padre y verdadera madre, en el tratado sobre el Sacerdocio (n. 39), y en su plática segunda dice a los clérigos: “Si hubiese en la Iglesia corazones de madre en los sacerdotes que amargamente llorasen al ver muertos a sus espirituales hijos, el Señor, que es misericordioso, les diría lo que a la viuda de Naím: No quieras llorar, y les daría resucitadas las ánimas de los pecadores”.
Su declaración como Doctor de la Iglesia es una nueva oportunidad que Dios, en su Providencia, ofrece a los sacerdotes de hoy para descubrir su doctrina y dejarse iluminar por la luz potente de su ministerio sacerdotal.
Mons. Celso Morga Iruzubieta. Secretario de la Congregación para el Clero