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«Cuando se escriba su biografía –sugería Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei-, entre otros aspectos relevantes de su personalidad sobrenatural y humana, este habrá de ocupar un lugar destacado: el primer sucesor de san Josemaría (…) en el gobierno del Opus Dei fue –ante todo y sobre todo– un cristiano leal»
Con esta pauta, Javier Medina Bayo, autor de Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, recientemente editado por Ediciones Rialp, ha llevado a cabo un hondo trabajo de investigación, construyendo el texto sobre cartas, documentos y testimonios hasta ahora inéditos, y logrando una biografía conmovedora y rigurosa, de la que ofrecemos el capítulo titulado "El Concilio Vaticano II".
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El pontificado de Juan XXIII, aunque breve, dejó en la historia de la Iglesia una huella relevante. El nombre de este Papa va unido a dos grandes encíclicas sociales, la Mater et Magistra y la Pacem in terris, y sobre todo está ligado a la decisión de convocar el Concilio Ecuménico Vaticano II[1].
El 25 de enero de 1959, fiesta de la Conversión del Apóstol de los gentiles, Juan XXIII proclamaba en la basílica de San Pablo extra muros su decisión de convocar un Sínodo Diocesano para Roma y un Concilio Ecuménico para la Iglesia Universal, que deberían conducir también a la deseada y esperada actualización del Código de Derecho Canónico[2]. El anuncio causó gran sorpresa. El Papa añadió que trasmitiría la noticia a los Cardenales y Obispos de todo el mundo, pidiéndoles sugerencias para la magna asamblea[3].
Don Álvaro acogió la noticia con gran alegría y fervor de espíritu. En la decisión del Sumo Pontífice veía una inspiración del Espíritu Santo, que anima y renueva continuamente a la Iglesia. Además, podemos considerar que, con san Josemaría, abrigaría la esperanza de que el Paráclito se serviría de la solemne asamblea para que los obispos de todo el orbe, en unión con el Romano Pontífice, propusieran con su autoridad a todos los fieles el mensaje de la llamada universal a la santidad, predicada por el Fundador de la Obra desde 1928.
1. Primeros preparativos
El 17 de mayo el Santo Padre constituyó la Pontificia comisión antepreparatoria del Concilio[4], presidida por el Cardenal Tardini, y compuesta por los asesores y secretarios de los dicasterios de la Curia Romana. Un mes más tarde, el 18 de junio, el Cardenal Tardini propuso a todos los arzobispos, obispos, abades y superiores generales de las órdenes y congregaciones religiosas que mandasen sugerencias sobre posibles argumentos para tratar en el concilio. La invitación se transmitió también a las universidades católicas, facultades de teología y congregaciones vaticanas[5]. Respondió casi el 80% de los interpelados.
Antes de dar estos pasos, la Santa Sede ya había comenzado a elegir colaboradores especiales para el futuro concilio. Don Álvaro se encontraba entre ellos. El 2 de mayo de 1959 fue nombrado consultor de la Sagrada Congregación del Concilio, actualmente denominada Congregación para el Clero[6]. Era el preludio de una nueva etapa de trabajo en los dicasterios de la Santa Sede y en el Concilio Vaticano II.
Llegó el verano de ese año 1959. A mediados de julio, acompañó de nuevo a san Josemaría a Londres, para ayudar en la formación de los fieles del Opus Dei e impulsar las labores apostólicas. Estando allí, el diario The Times manifestó su interés en que se publicase un perfil biográfico del Fundador de la Obra, para la sección People to watch. Se encargó al periodista Tom Burns. El artículo tuvo gran difusión[7].
El 10 de agosto don Álvaro fue nombrado presidente de la 7ª comisión preparatoria, en el seno de la Sagrada Congregación del Concilio, cuya temática de estudio era el laicado católico[8]. Unos días después, el 12, fue designado también miembro de la 3ª Comisión, encargada de los medios modernos de apostolado[9]. Los años de trabajo en la Congregación de Religiosos y el trato mantenido con muchos eclesiásticos le habían conferido un reconocido prestigio en la Santa Sede, y por eso no resulta extraño que se pensara en él para esos encargos. A partir de ese momento, su dedicación a la Curia Romana fue en aumento, a medida que se acercaba el inicio del Concilio Vaticano II: reuniones, sesiones de trabajo, estudio y redacción de votos, propuesta de textos...
Durante ese largo periodo —que se prolonga hasta el final del Concilio—, mantuvo su cargo de Secretario General del Opus Dei y siguió siendo Custos de san Josemaría. Una vez más, logró llegar a todo a base de espíritu de sacrificio y de hacer rendir al máximo su tiempo. Mons Echevarría recuerda que don Álvaro «estuvo muy ocupado en los trabajos de las diversas Comisiones preparatorias del Concilio, de las que formaba parte, dedicándoles todo el tiempo que fuera oportuno, sin abandonar el trabajo de gobierno en el Opus Dei. Más ardua, en cuanto a exigencia de tiempo, se hizo su colaboración desde 1962 a 1965, en los períodos de Asamblea conciliar, porque debía participar todas las mañanas y no pocas tardes en las sesiones del Concilio, como perito. Y a eso se añadían las reuniones de las Comisiones que tenían lugar antes o después de las sesiones»[10].
Por eso, no es en absoluto exagerado lo que el interesado escribía, en noviembre de este año, a su cuñada Pilar: «perdóname el retraso con que contesto a tu cariñosa carta última. Además del trabajo de siempre, aumentado por mi larga ausencia de Roma, que ha hecho encontrarme muchas cosas acumuladas, la Santa Sede me ha confiado un nuevo encargo, que me quita hasta el último minuto libre, que pudiera emplear para mis cosas particulares[11]».
Durante esta temporada, volvió a repetirse algo que ya señalamos al referirnos a los años 40: quienes convivieron con él coinciden en subrayar que la intensidad del ritmo a que estaba sometido nunca le llevó a mostrarse nervioso o impaciente, ni tampoco a considerarse especial o heroico. Asumió los nuevos encargos con la actitud que pide el Señor en el Evangelio a quienes desean servirle: «Somos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos obligación de hacer» (Lc 17,18). Consideraba “natural” entregarse con todas sus fuerzas al cumplimiento de lo que Dios le pedía: en este caso, a través de la Santa Sede. Es significativa una breve frase, escrita casi como de pasada, en una carta a un antiguo compañero suyo de la Escuela superior de Ingenieros de Caminos: «Dices que trabajo mucho: es verdad. Tengo que recortar cada vez más tiempo de dormir: pero lo hago con gusto, para cumplir con las exigencias de mi vocación»[12].
Las sesiones de las dos Comisiones de las que formó parte se prolongaron desde octubre de 1959 a marzo de 1960. Durante ese periodo, los que convivían con él se daban cuenta de que debía hacer horas extraordinarias para alcanzar a todo, y le escuchaban pedir oraciones por los asuntos que llevaba entre manos, pero nunca le oyeron hablar sobre el contenido de esos trabajos. Se comportaba con naturalidad y con la discreción debida al silencio de oficio[13].
Por fin, el 9 de enero de 1960 se colocó la última piedra de los edificios de Villa Tevere. Llevaba una inscripción expresiva y aleccionadora, escogida por el Fundador: “Melior est finis quam principium”. Más que comenzar, lo importante es terminar. San Josemaría y don Álvaro habían transcurrido casi trece años de grandes apuros económicos, entre andamios, ladrillos y cemento[14].
Pero el descanso duró poco porque, casi sin solución de continuidad, hubo que emprender nuevas obras: concretamente, la adaptación de Villa delle Rose —la casa de retiros de Castelgandolfo, cedida poco antes de forma definitiva por el Papa Juan XXIII[15]— como sede del Colegio Romano de Santa María: un centro internacional de formación para mujeres, análogo al Colegio Romano de la Santa Cruz. Estos trabajos no terminaron hasta 1964.
2. Un traje jurídico cada vez más inadecuado
En el campo jurídico canónico, durante los diez primeros años transcurridos desde la promulgación en 1947 de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, habían sido aprobados 49 Institutos Seculares, y otras 197 instituciones —Pías uniones, Terceras órdenes, Confraternidades, etc.— habían solicitado ser convertidas en Institutos[16]. La mayor parte de esas entidades revestían características propias de congregaciones religiosas y, de hecho, en muchos ambientes, también curiales, eran percibidas así. Por ejemplo, en el índice de las Constituciones Sinodales del Sínodo de la diócesis de Roma, que tuvo lugar antes del Concilio, los Institutos Seculares fueron incluidos, junto a las Sociedades de vida común sin votos, en el título III de la parte segunda: De Religiosis; mientras que los laicos se encontraban en la parte tercera; y las Asociaciones de fieles, en la cuarta[17]. De hecho, los Institutos seculares habían perdido la secularidad.
Esto suponía para san Josemaría un motivo de grave preocupación. En 1960 se había dirigido al Cardenal Tardini, de manera oficiosa o particular, preguntándole si sería posible dar algún paso ante la Santa Sede para modificar la configuración jurídica del Opus Dei, puesto que el estatuto de instituto secular resultaba inadecuado a su realidad teológica. No se pudo hacer nada. “Siamo ancora molto lontani” (“estamos todavía muy lejos”), fue la respuesta del Cardenal Tardini al Fundador[18]. Como se dijo antes, ya en 1943 había escuchado a un alto eclesiástico que “l’Opus Dei era giunto a Roma con un secolo di anticipo”, que habían llegado con un siglo de anticipación. Volvía a comprobar que los caminos seguían cerrados[19].
Más adelante, en enero de 1962 y a las puertas del Concilio Vaticano II, ante la insistencia del Cardenal Pietro Ciriaci, san Josemaría propuso de nuevo la transformación del Opus Dei en Prelatura nullius, aunque temía que la respuesta volviera a ser negativa. Tampoco esta vez fueron entendidas sus razones. Su reacción fue, como siempre, de acatamiento a la decisión de la autoridad eclesiástica, al tiempo que comunicaba su voluntad de seguir procurando una solución jurídica que, en conciencia, juzgaba necesaria[20]. Habrían de pasar aún más de veinte años hasta que se alcanzara la configuración canónica adecuada al carisma fundacional del Opus Dei: solución que el Fundador no vería en esta tierra.
Durante estos intentos fallidos, don Álvaro estuvo fielmente al flanco del Fundador, secundándole en todo. En el tiempo que trabajó en la Santa Sede se había esforzado por defender la genuina esencia de los Institutos seculares[21], pero no pudo evitar que la jurisprudencia de la Congregación de Religiosos diera lugar a una figura muy distinta, en la sustancia, a la trazada por la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia[22]. En los ambientes de la Congregación se repetía que, “después de aprobar el Opus Dei, se había roto el molde”[23]. Don Álvaro explicó una y otra vez que el Opus Dei, «en la actualidad, no tiene nada en común con lo que actualmente se entiende por Instituto Secular»; y que, por ese motivo, «tanto para que pueda servir mejor a la Iglesia, como por un elemental sentido de justicia (...), y también para evitar que pueda perder su genuino espíritu que lo hace siempre actual, no debería incluirse entre las asociaciones que son llamadas Institutos Seculares, ni debería depender del mismo Dicasterio del que los Institutos Seculares dependen»[24].
Mientras tanto, en octubre de 1961 se había celebrado en Roma el tercer Congreso General Ordinario del Opus Dei, en el que don Álvaro fue elegido de nuevo para el cargo de Secretario General y para Custos de san Josemaría[25].
3. La fase previa inmediata al Concilio
El 30 de mayo de 1960, Juan XXIII emanó el Motu proprio Superno Dei nutu, que establecía los fundamentos para la nueva fase de preparación del Concilio: constitución de diez Comisiones[26] y de tres Secretariados: administrativo, para los medios modernos de difusión del pensamiento, y para alcanzar la unión de los cristianos. Algunos meses más tarde se añadió una Comisión más, la del Ceremonial. Dirigía estas entidades una Comisión central, constituida por 74 miembros, que el Papa presidió en algunas ocasiones. El comienzo oficial de los trabajos tuvo lugar con la audiencia concedida por el Pontífice a los componentes el 14 de septiembre de 1960[27].
En agosto, don Álvaro había sido designado miembro de la Comisión de Religiosos para la preparación del Concilio Vaticano II[28], organismo que —entre el 1 de febrero y el 30 de junio de 1961— redactó un proyecto de Constitución sobre la vida religiosa, reelaborado después, entre noviembre de 1961 y abril de 1962, para su discusión en el Aula conciliar. Y apenas dos meses más tarde, el 26 de octubre de 1960, fue nombrado Calificador de la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio[29].
Como he anotado ya, la compaginación del trabajo en la Santa Sede con sus deberes como Secretario General del Opus Dei implicaba un esfuerzo notable. Hasta el punto que, en diciembre de 1961, un día que no había podido levantarse por enfermedad, se lee en el diario de Villa Tevere: «Don Álvaro está mejor, pero sigue en cama. Casi, casi nos alegramos, porque así —a la fuerza— puede estar separado del trabajo agobiante que tiene esta temporada»[30]. Días antes, en el mismo diario se lee: «Don Álvaro no para estos días, con el trabajo que tiene en las comisiones para el Concilio Ecuménico. Hoy ha tenido que ir, por ejemplo, mañana y tarde»[31].
También me he referido anteriormente al sentido de amistad y fraternidad, de espíritu de servicio, que distinguía el trato de don Álvaro con los eclesiásticos que trataba en la Curia. En estas fechas, encontramos una nueva manifestación en la persona de Mons. Antonio Piolanti. En 1959, el Papa Juan XXIII había elevado el Pontificio Ateneo Lateranense al rango de Universidad[32], y en 1961 las autoridades académicas decidieron ampliar las instalaciones, situadas junto a la basílica de San Juan de Letrán. Como el Rector, Mons. Piolanti, sabía que don Álvaro era ingeniero de caminos, le solicitó a título de amistad un peritaje sobre el proyecto que habían encargado. Recibió el parecer el 23 de enero de 1962[33].
El 2 de febrero de 1962, con el Motu Proprio Consilium, Juan XXIII designó como fecha de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II el 11 de octubre de ese mismo año[34], aniversario del Concilio de Éfeso.
En aquellos primeros meses del año, don Álvaro volvió a encontrarse más delicado de salud: fueron bastantes los días en que padeció fiebre y malestar. Lo hizo notar san Josemaría en alguna ocasión, como la que se lee en el diario de Villa Tevere, el 21 de abril: «Don Álvaro no se encuentra bien estos días. El Padre comentaba en la tertulia que es un “bárbaro”, para todo lo que se refiere a él mismo. Cuando todo el mundo estaría en la cama, enfermo, don Álvaro sigue en pie, trabajando, y además, sin que se note por fuera»[35].
El 29 de abril, el médico le diagnosticó un rebrote de la dolencia prostática de la que había sido operado tres años antes, y el día siguiente fue ingresado en la Clínica Villa Margherita. Gracias a Dios, no hubo que intervenir de nuevo[36], y se le dio de alta a primeros de mayo. En esta ocasión, el constructor Leonardo Castelli quiso manifestar su amistad con el enfermo corriendo con todos los gastos[37].
El 12 de junio, la Comisión central preparatoria del Concilio Vaticano II celebró su séptima y última reunión. Unos días más tarde, el 20, el Papa presidió la sesión de clausura. Algunos de los esquemas aprobados fueron enviados a los obispos, para que pudieran examinarlos y proponer las sugerencias que estimasen oportunas.
4. Años conciliares
La primera sesión del Concilio Vaticano II
Tras el verano, en parte transcurrido en Londres, junto a san Josemaría —sería el último en esa ciudad—, el horizonte fue ocupado casi por completo por los trabajos previos al Concilio Vaticano II, ya inminente. El 4 de octubre, mediante carta firmada por el Cardenal Amleto Cicognani, le fue notificado el nombramiento como Perito conciliar[38].
El 11 de octubre tuvo lugar la solemne ceremonia de inauguración del Concilio, en la basílica de San Pedro. En presencia del Papa, el Cardenal Eugène Tisserant celebró la Misa, pidiendo la asistencia del Espíritu Santo para los dos mil padres conciliares.
Don Álvaro fue adscrito como perito a las Comisiones conciliares “De disciplina cleri et populi christiani”[39], “De episcopis et dioecesium regimine”[40] y “De religiosis”[41]. Y el 8 de noviembre fue designado Secretario de la primera de las comisiones citadas, que estaba presidida por el Cardenal Ciriaci[42]. El Cardenal Herranz, entonces joven sacerdote, que colaboró también en esa Comisión, recuerda que san Josemaría les «comunicó su satisfacción por la gran estima que la Santa Sede demostraba así a don Álvaro. Agregó que él le había aconsejado a su tiempo que aceptase la onerosa responsabilidad y la carga de trabajo que el nombramiento comportaba, con la fundada esperanza de que podría seguir realizando, a la vez, sin duda con mayor esfuerzo y sacrificio, su tarea de Secretario General del Opus Dei. Así fue»[43].
Mostró una vez más su capacidad de trabajo y su prudencia de gobierno. Las sesiones plenarias y los trabajos de las distintas comisiones ocupaban las mañanas, y con frecuencia también las tardes. En los momentos que le quedaban libres, le esperaba el despacho de los asuntos de la Obra, que le correspondían como Secretario General. Como testimonio, anota el Cardenal Herranz, «en el Archivo General de la Prelatura del Opus Dei se conservan numerosos documentos del gobierno del Opus Dei correspondientes a este período conciliar, con anotaciones del Padre de este tipo: “que lo vea don Álvaro”, “preguntad a don Álvaro”»[44].
Juan XXIII había afirmado que el primer objetivo del Concilio Vaticano II debía ser «custodiar y enseñar el sagrado depósito de la doctrina de manera más eficaz»[45], y este fue el norte que guió la colaboración de don Álvaro en la tarea que le había sido asignada. Años después, Mons. Justo Mullor, que fue Nuncio Apostólico en varios países, afirmará que: «jamás se manifestó en aquel complejo contexto como hombre de parte —ni conservador ni progresista— sino como hombre de fe y de Iglesia, admirado por unos y por otros. Siempre me viene a la mente el recuerdo del querido y admirado Mons. Angelo Dell’Acqua, quien lo estimaba sinceramente y auspiciaba que “hubiera muchos don Álvaros”»[46].
El trabajo fue intenso y voluminoso. Roger Aubert explica que la primera tarea de los peritos consistía en redactar nuevos esquemas que sustituyeran a los elaborados en el periodo preparatorio, que habían sido considerados por la Asamblea como poco satisfactorios, o por la Comisión coordinadora como demasiado extensos. En definitiva: hubo que volver a escribir la mayoría de los anteproyectos. Después de que se discutieran en el Aula, los peritos debían introducir las enmiendas (“modi”) propuestas por los padres conciliares. Además, a menudo, recibían el encargo de preparar las intervenciones de cardenales, arzobispos y obispos participantes. Por último, algunos peritos ejercían una tercera actividad, que en ocasiones influyó bastante en el mismo desarrollo del Concilio: impartir conferencias a grupos de padres conciliares sobre las cuestiones en discusión[47].
Don Álvaro siempre supo crear a su alrededor un clima amable, en el que imperaban la caridad y el espíritu de colaboración. El Cardenal Herranz pudo apreciar cómo los demás miembros y los peritos manifestaban una gran confianza hacia don Álvaro y le trataban con particular afecto: «tenía una gran capacidad para ganarse la simpatía, la estima y la amistad de quienes trataba. Yo lo he visto personalmente en tantas ocasiones, especialmente por su trabajo en la curia, tanto en la Congregación del clero, como después en la Comisión conciliar para la disciplina del clero, y luego en la Comisión pontificia para la revisión del Código de Derecho Canónico. Son muchos los amigos, amigos comunes, a los que he oído comentar con frecuencia, cuando él no estaba, las virtudes de don Álvaro, sobre todo su humildad y su delicada caridad»[48].
Mons. Vives aporta un dato de singular interés, que se repitió con frecuencia durante el Concilio Vaticano II, según dijeron los interesados: «había algunos padres conciliares que se acercaban a él para confesarse. Algo análogo ocurría cuando ya era Prelado del Opus Dei con ocasión de los Sínodos de obispos, pues, como ellos mismos han referido, algunos padres sinodales le pedían confesar»[49]. Don Álvaro jamás hizo referencia a esas peticiones.
Su humildad y sencillez le facilitaron estrechar lazos de amistad con muchos eclesiásticos, e invitó a un buen número de ellos a conocer al Fundador del Opus Dei, de modo que al terminar las sesiones conciliares, con bastante frecuencia acompañaba a uno o varios prelados a comer con san Josemaría en Villa Tevere[50].
Aunque el peso que llevaba entre manos era muy considerable[51], en su orden de prioridades siempre ocupó el primer lugar el trato con el Señor: la celebración de la Santa Misa, los ratos de oración, el rezo del Oficio divino, las demás prácticas de piedad. Seguramente, ese esfuerzo habitual por estar muy metido en Dios hizo posible no solo su despliegue de trabajo, sino que lo realizara con un desprendimiento de todo lo que pudiera ser amor propio o búsqueda de intereses personales.
La primera sesión del Vaticano II concluyó el 8 de diciembre de 1962. Esa clausura no significó, sin embargo, que terminase la dedicación de don Álvaro a las comisiones conciliares. En los primeros meses de asamblea no se aprobó ningún documento, aunque se había trabajado mucho, y se establecieron las líneas para la segunda sesión, que se celebraría un año después.
En febrero de 1963, en su calidad de Secretario de la Comisión conciliar para el clero, tuvo que ir a Venecia para examinar algunas cuestiones con el Patriarca, el Cardenal Urbani, que formaba parte de la Comisión conciliar central de coordinación. San Josemaría quiso acompañarle, y el día 4 salieron de Roma en automóvil. Al día siguiente comprobaron que había hielo en algunos tramos de la carretera y la circulación era peligrosa. Después de pasar Rovigo, a cuatro kilómetros de Monselice, a pesar de que llevaban una velocidad moderada —aproximadamente unos 40 km/h— el coche patinó y dio varios giros sobre la calzada, pero no volcó, sino que salió hacia atrás, fuera de control, en dirección a una escarpada. Se detuvo al borde del desnivel, gracias a que chocó contra un mojón de piedra. Precisamente era el lado en el que iba el Fundador. La puerta quedó destrozada, y salieron a duras penas del vehículo, que quedó suspendido sobre el talud[52]. No se mataron de milagro. En 1981 don Álvaro lo contaba en una reunión, y describía así la reacción de san Josemaría, y la suya propia: «¿Qué hizo nuestro Padre durante esos instantes tremendos? Comenzó enseguida a hacer actos de amor, de arrepentimiento, tranquilo, con el alma y el corazón metidos en Dios. Yo traté de imitarle»[53].
Años después, recordaría también una pequeña anécdota sucedida en Venecia en otro momento, que muestra cómo sacaba partido sobrenatural hasta de los sucesos más nimios. «Muy cerca de la puerta del hotel donde nos alojábamos, había un tenderete de pañuelos... Y el vendedor —que no sabía más que una palabra inglesa: very— ponía todo su arte en vender la mercancía a unos turistas americanos. Tomó una prenda de aquellas, se la puso a la señora y decía: very, very... Y con esa vanidad que tenemos todos, ella entendía que estaba very, very guapa... Y lo compró. Todo por una palabra»[54]. La conclusión era que los cristianos debíamos comportarnos con el mismo desparpajo de aquel comerciante, a la hora de hablar de Dios a los compañeros y conocidos.
Elección de Pablo VI
La marcha del Concilio se vio ensombrecida por las malas noticias acerca de la salud de Juan XXIII, que se hicieron más preocupantes a partir de marzo de 1963. El Papa falleció el día 3 de junio. La Iglesia volvía a clamar al Espíritu Santo para recibir un nuevo Vicario de Cristo, y el 21 fue elegido el Cardenal Montini para ocupar la cátedra de san Pedro. Apenas llegó la noticia a san Josemaría y a don Álvaro, celebraron la Santa Misa para ofrecerla por la persona e intenciones de Pablo VI. En Villa Tevere, el encargado de escribir el diario anotó que «seguramente (...) habrán sido las primeras en el mundo en las que se ha incluido en el canon el nombre del Sumo Pontífice recién elegido»[55]. Naturalmente, no hay certeza de que fuera así; pero sí está claro que el amor al Papa les llevaba a experimentar estas urgencias de oración y mortificación por su persona e intenciones.
Como sabemos, don Álvaro apreciaba en gran medida, desde su primer viaje a Roma, las dotes espirituales y humanas de Mons. Montini. Por eso, está claro que no hacía una frase de circunstancias cuando, poco después de la elección, escribía a su tía Carmen del Portillo: «Muy contento con el nuevo Santo Padre: le trato desde hace muchos años, cuando él tenía la edad que yo tengo ahora, 49 añazos. Siempre ha estado muy cariñoso con el Padre —que os recuerda y os bendice—, conmigo y con la Obra»[56].
Con la muerte de Juan XXIII, el Concilio había quedado cerrado, de acuerdo con lo indicado por el derecho canónico[57]. La incertidumbre acerca de cuál sería el futuro del Concilio, alimentada en algunos ambientes después de la muerte de Juan XXIII, desapareció completamente al anunciar Pablo VI el comienzo de la segunda sesión para el 29 de septiembre[58].
El 24 de enero de 1964, el Papa recibió en audiencia al Fundador del Opus Dei. Al terminar la conversación, pasó a saludarle don Álvaro. El propio san Josemaría describió la escena, en una carta de unos días después: «Al final, le dije que me había acompañado Álvaro, y lo hizo pasar, para recordar con vuestro hermano el mucho trato que tuvieron desde el 46. Le dijo el Papa a Álvaro: “Sono diventato vecchio” [me he hecho viejo]. Y vuestro hermano le contestó, haciendo emocionar de nuevo al Santo Padre: “Santità, è diventato Pietro” [Santidad, se ha convertido en Pedro]. Antes de despedirnos, con una bendición larga y afectuosa (...), quiso hacerse con nosotros dos fotografías, mientras murmuraba por lo bajo a Álvaro: “don Alváro, don Alváro...”»[59].
A las tareas del Concilio y de la Congregación del Santo Oficio se sumó, a partir de abril de ese año, el encargo de Consultor de la Pontificia Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico[60].
Pocas semanas después, llegaron nuevas recaídas de salud, que leemos en el diario de Villa Tevere. El autor de esas líneas parece que tenía claro el origen de esa situación: «da la impresión de que mientras no pueda descansar un poco, no se restablecerá totalmente. Y esto del descanso, ante el volumen del trabajo, se queda por desgracia en un deseo bastante utópico»[61].
Don Álvaro era un paciente dócil a las indicaciones de los médicos, pero sus múltiples ocupaciones no le facilitaban las cosas, por lo que se refiere al reposo. Él mismo lo escribe al doctor que le atendía: «Subjetivamente me encuentro bien. Los dolores de cabeza han disminuido mucho: ahora, no los tengo casi nunca. Solo en los diez o quince últimos días, pero nunca han sido sino dolores ligeros. (...) Por desgracia, no encuentro el tiempo para pasear: desde que llegué a Roma, lo he hecho cinco veces, nada más. El régimen de comidas lo llevo bien (...), pero tiendo a engordar. Envío una nota sobre la marcha de la presión. Y nada más: perdona la lata. No he tenido ningún ataque fuerte de alergia»[62].
De mediados de julio a finales de agosto, estuvo con san Josemaría cerca de Pamplona, ayudándole, entre otras cosas, en la redacción y revisión de documentos de formación espiritual para los fieles del Opus Dei[63]. Durante esa estancia, se sometió a una revisión médica completa en la Clínica de la Universidad de Navarra. Le fue diagnosticada una hipertensión neurógena que le acompañará a lo largo de toda su vida[64].
El decreto Presbyterorum Ordinis
Don Álvaro fue nombrado Secretario de la Comisión De disciplina cleri et populi christiani, el 8 de noviembre de 1962. Desde el principio, el ritmo de trabajo fue intenso, porque los temas relativos a la vida y al ministerio de los sacerdotes eran amplios y variados, y los plazos breves. Antes de fin de año estaban redactados tres esquemas para proponerlos a los Padres conciliares[65]; pero la Comisión coordinadora, instituida por Juan XXIII para preparar la segunda sesión del Concilio, indicó, en enero de 1963, que debían resumirse en un solo decreto[66]. Así lo hicieron. Meses después, en noviembre, dicha comisión decidió que había que comprimir aún más ese texto, de manera que quedase reducido a diez concisas tesis[67]. Como se puede imaginar, la decepción de los componentes de la Comisión sobre el clero debió de ser grande, al ver en qué quedaban sus esfuerzos.
Los dos primeros meses de 1964 don Álvaro los dedicó a resumir en diez breves puntos la doctrina sobre el sacerdocio: se trataba de un empeño verdaderamente difícil desde el punto de vista teológico y, humanamente hablando, no exento de sinsabores. El Cardenal Herranz recuerda que en la Comisión tuvieron «reuniones difíciles, agitadas, porque se pensaba —como después demostraron los hechos— que la propia teología de comunión, en que se fundamentaban los trabajos conciliares, exigía profundizar en la teología del sacerdocio y, concretamente, del presbiterado. Además, en las obras de algunos autores, y aun en la realidad pastoral de determinados ambientes, se estaban ya insinuando ideas e iniciativas que amenazaban poner en crisis la identidad misma del sacerdocio católico. (...) Todas estas circunstancias parecían aconsejar que el Concilio dedicase a los presbíteros un amplio decreto, con hondura teológica y disciplinar. Eso era justamente lo que don Álvaro y todos nosotros deseábamos. Sin embargo, nuestra Comisión siguió fielmente las directrices de la Comisión de coordinación del Concilio, y se realizó la síntesis en diez brevísimas proposiciones»[68].
El 16 de marzo de 1964 se enviaba el nuevo esquema (De sacerdotibus) a la Comisión coordinadora. El esfuerzo para lograr esa síntesis había sido grande, y muy intensa la dedicación de don Álvaro[69].
La tercera sesión del Concilio Vaticano II se abrió el 14 de septiembre de 1964. El 7 de octubre se distribuyó a los padres conciliares el esquema De sacerdotibus. La sorpresa fue grande ante lo menguado del documento. Un asunto de categoría tan capital para la Iglesia no podía ser tratado de una forma tan escueta[70]. Los días 13, 14 y 15 de octubre se discutió el proyecto en el Aula, y «sucedió lo previsible: la asamblea conciliar decidió que un tema tan importante como el ministerio y la vida de los sacerdotes, no podía ser ventilado en un escrito tan breve e insuficiente, y lo rechazó»[71].
Don Álvaro recibió la noticia con serenidad; más aún, podemos asegurar que con íntima alegría, por su amor a los sacerdotes. Su opinión personal coincidía plenamente con la de los padres. Inmediatamente, recuerda el Cardenal Herranz, «sugirió a Mons. Marty, Arzobispo de Reims y relator del esquema, que escribiera una carta a los moderadores del Concilio para solicitar que nuestra Comisión pudiera elaborar un decreto amplio y completo, en la forma deseada. Mons. Marty se alegró mucho cuando le llevé el boceto de la carta, que aceptó íntegramente. Siete días después se recibió una respuesta afirmativa. Don Álvaro convocó y puso a trabajar inmediatamente a los miembros de la Comisión y a los peritos de las subcomisiones»[72].
Se sucedieron entonces unas jornadas muy llenas: había que redactar un documento que abarcara adecuadamente todos los aspectos de la vida y ministerio de los sacerdotes, y entregarlo a los padres conciliares antes del final de la tercera sesión para que pudieran estudiarlo durante el último periodo entre las sesiones. «Acabaron la tarea en un plazo cortísimo: en los días 29 de octubre y 5, 9 y 12 de noviembre, antes de que se terminara esa tercera sesión del Concilio, el esquema de decreto estaba listo»[73].
La sucesión de fechas muestra ya el esfuerzo que debió de suponer, para los miembros de la Comisión. En sus recuerdos, el Cardenal Herranz menciona las carreras de aquellos días para recoger las sugerencias de los padres conciliares, estudiarlas y proponer nuevas versiones de los textos, todo en un lapso de tiempo muy reducido, puesto que no iba a haber más sesiones del concilio. «Hubo días —no pocos—, en que la jornada laboral de don Álvaro y, con él, la de sus más estrechos colaboradores en la comisión, acababa bastante después de medianoche. A aquellas horas intempestivas, cerradas todas las oficinas de los dicasterios de la Santa Sede, nos teníamos que reunir en una de las residencias de los padres y peritos conciliares (Residencia Santo Tomás de Villanueva, en Viale Rumania, no lejos de Villa Tevere), para ultimar la preparación de los textos del decreto, o bien preparar las responsiones a los modi, las respuestas a las enmiendas propuestas por los Padres, que había que presentar al día siguiente a los miembros de la comisión conciliar o bien —en la fase final— enviar a la Tipografía Políglota Vaticana, para que fueran después propuestas en el aula conciliar de la Basílica de San Pedro»[74].
Y mientras tanto, Dios permitía que siguieran presentes los achaques de salud. En las páginas correspondientes a aquellas fechas, se lee en el diario de Villa Tevere que «don Álvaro lleva unos días con molestias: primero, una conjuntivitis, y luego sinusitis. Por si fuera poco, tiene encima todo el trabajo de la Obra y de la Comisión Conciliar. Desde luego, el Señor ya sabe bien dónde aprieta, y quién puede aguantar todo lo que sea»[75].
¿Con qué espíritu afrontó don Álvaro todas estas vicisitudes y vaivenes? En 1995, al conmemorar el 30° aniversario del Decreto Presbyterorum Ordinis, el Cardenal Herranz aplicaba a Mons. del Portillo la inscripción latina que descubrió en la base de un reloj de sol, sobre el campanario de una iglesia románica del Trentino. Decía así: horas non numero, nisi serenas (señalo solamente las horas serenas). «Evidentemente, el autor de la frase quiso jugar con el doble significado semántico —climático y espiritual— del adjetivo serenus: tiempo sereno (con sol en el cielo) y ánimo sereno (con paz en el alma). (...) En los momentos más tensos del trabajo conciliar —prosigue Herranz—, yo veía con frecuencia que, por la gracia divina, las bellas y significativas palabras de ese reloj de sol del Trentino se aplicaban a la lúcida inteligencia de Mons. del Portillo y a su corazón siempre manso y tranquilo. Muchas fueron, efectivamente, las ocasiones en que la serenidad de espíritu de don Álvaro y su continua visión sobrenatural, reforzadas por su larga convivencia con Mons. Escrivá, garantizaron a los miembros y peritos de nuestra Comisión la posibilidad de trabajar con paz y gran eficacia, en medio de bruscos cambios metodológicos y de notables contraposiciones doctrinales»[76].
En la Comisión para la disciplina del clero trabajaban dos cardenales, 15 arzobispos, 13 obispos, y 40 peritos, teólogos y canonistas, de 17 nacionalidades[77]. A don Álvaro, entonces solo presbítero, correspondía dirigir las reuniones de estudio y las discusiones, en ausencia del Cardenal Ciriaci, que estaba impedido por enfermedad. Conseguir llevar a buen puerto a un grupo así de numeroso, tan variado, y con personalidades de relieve en el mundo eclesiástico y teológico, no era tarea fácil. Don Álvaro supo escuchar las diversas propuestas, valorar los aspectos positivos de cada una, confrontar las posturas contrarias hasta encontrar puntos de convergencia. En definitiva, conducir prudentemente las sesiones para finalmente llegar a unas propuestas comunes y positivas[78].
De esta forma humilde y delicada de realizar su trabajo eran testigos, en primer lugar, el relator de la comisión, Mons. Marty, Arzobispo de Reims y después Arzobispo de París, Cardenal y Presidente de la Conferencia Episcopal Francesa, y también los peritos que más directamente colaboraban en el aspecto canónico y disciplinar (por ej., Mons. Willy Onclin, decano de la facultad de derecho canónico de la Universidad de Lovaina), o en el aspecto teológico, como el padre Lecuyer, de los Misioneros del Espíritu Santo[79]. De don Álvaro, al Cardenal Agustin Mayer le llamaba especialmente la atención su «mente sinceramente abierta a las nuevas fronteras que se abren constantemente al desarrollo del conocimiento, pero completamente apartada del ingenuo “espíritu de aventura” de algunos teólogos, que gozaban de mucha popularidad en los medios de comunicación, como si estuvieran investidos del viento del Espíritu Santo. Como todo verdadero teólogo y pastor, veía en las palabras de san Vicente de Lerins sobre el progreso dogmático —in suo dumtaxat genere, in scilicet eodem dogmate, eodem sensu, eademque sententia (Comm. XXIII, PL 50667) (“permaneciendo siempre en su género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma significación”)— un criterio discriminante de la verdad»[80].
Solo hubo un pequeño incidente, molesto, con uno de los peritos conciliares: Hans Küng[81]. Ese autor había criticado al Opus Dei en el transcurso de una reunión con padres y peritos conciliares, repitiendo algunas calumnias difundidas por un determinado sector de la prensa, muy ideologizado. Testigo de la conversación había sido Mons. Willy Onclin, que conocía bien el espíritu y la realidad de la Obra, e intervino en la conversación rectificando aquellas injustas apreciaciones, con caridad y delicadeza, pero también con claridad. Después, Mons. Onclin refirió lo sucedido a don Álvaro.
Al final de una de las reuniones de trabajo en la residencia Santo Tomás de Villanueva, don Álvaro y Mons. Onclin se encontraron con Hans Küng, que iba caminando por el mismo pasillo, en sentido contrario. Mons. Onclin hizo las presentaciones de rigor. Don Álvaro le sonrió y no se limitó a estrecharle la mano, sino que le dio un fuerte abrazo, ante la cara de sorpresa, o quizá más bien de contrariedad, del profesor alemán. Don Álvaro, afectuosamente, le habló en estos o parecidos términos: «Mire, le doy un abrazo como a hermano sacerdote. Como cristianos y como sacerdotes, tenemos que querernos mutuamente, rezar uno por otro, más aún porque estamos los dos intentando ayudar al Vicario de Cristo en los trabajos del Concilio Vaticano II». Después, añadió: «Por cierto, estoy a su disposición, si alguna vez Usted quiere conocer qué es el Opus Dei. Soy el Secretario General y puedo también presentarle, si lo desea, al Fundador. Podrá conocer directamente, con todo detalle, cualquier aspecto que le interese del espíritu y de la labor apostólica que el Opus Dei realiza»[82]. Hans Küng no recogió la invitación.
El 21 de noviembre, veinticuatro horas después de entregar el proyecto de Decreto sobre los sacerdotes (De ministerio et vita presbyterorum), terminaba la tercera sesión del Concilio. Sin dejar transcurrir ni un solo día, san Josemaría quiso emprender un viaje de dos semanas en coche, que les llevó hasta Pamplona y Segovia, pasando por Turín y Lourdes. Era un viaje de trabajo: entre otros, les esperaban en la Universidad de Navarra para conferir unos doctorados honoris causa, y celebrar una asamblea de la Asociación de Amigos de aquella Universidad; pero, sobre todo, el Fundador quería hacer cambiar de aires a aquel hijo suyo, que estaba muy cansado.
Así lo reseñaba, un mes después, el propio don Álvaro en una carta a su amigo Giovanni Bisleti: «En cuanto terminó la 3ª Sesión del Concilio, salí de Roma, porque estaba agotado. He estado en Lourdes, donde he rezado especialmente por toda la queridísima familia de Nino. Desde hace diez días estoy de nuevo en Roma, pero todavía no he podido despachar los asuntos atrasados, e ir a veros. Pero mi pensamiento vuela tantas veces a la calle Valadier y, con el pensamiento, mi oración por todos vosotros»[83].
Última sesión del Concilio
El año 1965 se estrenó en Roma con una gran nevada. San Josemaría y don Álvaro hicieron su curso de retiro anual durante el mes de febrero, en Castelgandolfo. El 7 de marzo entraron en vigor las nuevas rúbricas de la Santa Misa, como un adelanto del Misal que promulgaría Pablo VI cuatro años más tarde. Don Álvaro, relatan los testigos, puso empeño en incorporar las novedades del rito desde el primer momento, como haría después con todos aquellos documentos emanados por la Santa Sede para concretar la reforma litúrgica propuesta por el Concilio[84].
En estos primeros meses del año continuaron las sesiones de las diversas comisiones conciliares de las que don Álvaro era perito, y muchas mañanas las dedicaba a esos quehaceres[85]. Se sumó, además, el comienzo de los trabajos para la revisión del Código de Derecho Canónico[86].
Por si fuera poco, a estas ocupaciones añadió el doctorado de Ingeniero de Caminos. Unos años antes, en 1957, la legislación universitaria española había introducido el grado de doctor también en las carreras técnicas, que previamente no existía[87]. No era posible, por tanto, haber hecho el doctorado en 1941, por la sencilla razón de que no se contemplaba esa posibilidad.
Como san Josemaría deseaba que sus hijos sacerdotes del Opus Dei alcanzaran el doble doctorado, civil y eclesiástico, don Álvaro —que ya era doctor en Historia, como sabemos— el 24 de marzo de 1965 presentó un estudio titulado “Proyecto de modernización de un puente metálico antiguo”[88]. El 22 de abril, el tribunal correspondiente le concedió el grado de Doctor-Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, señalando que la memoria está «magníficamente desarrollada (...), la descripción de la obra es completa, perfecta, clara y concisa. Los cálculos más exigentes son aplicados a todos y cada uno de los elementos que integran la construcción, y se presta igual cuidado al estudio de la estabilidad del puente antiguo y del nuevo, durante la construcción de este, toda vez que no puede interrumpirse la circulación del ferrocarril»[89].
El 14 de septiembre se inauguró la última sesión conciliar, que sería muy densa en documentos aprobados. También en este momento surgieron fuertes tensiones doctrinales. Concretamente, por lo que se refiere al trabajo de don Álvaro, hay que señalar el ataque que se perpetró contra el celibato sacerdotal, cuya múltiple conveniencia teológica y pastoral se había expuesto en el esquema del Decreto Presbyterorum Ordinis, y los Padres conciliares habían apoyado repetidas veces por escrito. «Sin embargo pocos días antes de iniciarse la discusión oral en el aula, don Álvaro y yo —cuenta el Cardenal Herranz— nos enteramos de que algunos medios de comunicación habían sido advertidos de que uno o dos padres iban a intervenir en contra del celibato sacerdotal»[90].
Ante ese anuncio, don Álvaro consideró su deber informar al Secretario general del Concilio, Mons. Pericle Felici, para que lo refiriese al Romano Pontífice. Al recibir la noticia, «Pablo VI escribió al Consejo de presidencia para que no se debatiera esa delicada cuestión, que exigía tanta prudencia. Y añadió que no solo deseaba conservar en la Iglesia latina esta antiquísima tradición, sino también reforzar la idea de que los sacerdotes se consagran a Cristo, su único amor, y se dedican plenamente al servicio de la Iglesia y de las almas. La carta se leyó en el Aula conciliar el 11 de octubre de 1965 y fue acogida con un fortísimo aplauso por la inmensa mayoría de los padres»[91].
La intervención de Pablo VI fue objeto de crítica en algunos ambientes eclesiales[92]. Por eso, dos años después, don Álvaro se sintió obligado a explicar —como persona especialmente sabedora de lo ocurrido— que esa carta «fue equivocadamente interpretada por algunos como una imposición mediante la cual este tema quedaba excluido del Concilio Vaticano II (...). Los hechos, sin embargo, desmintieron esta interpretación: la carta del Papa evitó ciertamente que, sobre tema tan delicado, trascendiesen al dominio público discusiones que, expuestas quizá sin la necesaria prudencia en algunos medios de comunicación social —con insistencia sobre los aspectos más llamativos y sensacionalistas—, hubieran creado confusión en muchos sectores de la opinión pública. Se trató, pues, de una medida encaminada a evitar posibles inconvenientes —que, por otra parte, no habrían aportado ninguna clarificación al estudio sereno de esta materia—, pero de ninguna manera supuso un límite a la libertad de los Padres Conciliares, que siguieron presentando por escrito sus observaciones al texto sobre el celibato contenido en el Decreto Presbyterorum Ordinis, como ya lo habían hecho anteriormente, en repetidas ocasiones. (...) Nunca hasta ahora un Concilio Ecuménico ha afrontado el tema del celibato sacerdotal de modo tan directo, en una asamblea tan numerosa y representativa y con tanta abundancia y variedad de datos»[93].
El 12 de noviembre empezó en el Aula el estudio del decreto sobre los sacerdotes. Nueve días después tuvo lugar un acontecimiento que llenó de gozo los corazones de san Josemaría y de don Álvaro[94]: Pablo VI inauguró el Centro ELIS, una obra social educativa para la juventud obrera, situada en el barrio Tiburtino de Roma, que Juan XXIII había encomendado al Opus Dei. El centro estaba compuesto de una residencia para estudiantes obreros, una escuela de enseñanza técnica profesional, una biblioteca, una escuela deportiva y una escuela para la formación de la mujer en el ramo de la hospitalidad. En el terreno colindante se había edificado, además, la iglesia de San Giovanni Battista al Collatino, una parroquia confiada a sacerdotes del Opus Dei[95]. Pablo VI había querido que la inauguración del ELIS se llevase a que los padres conciliares, si lo deseaban, pudieran asistir: de hecho, acudieron bastantes cardenales y obispos[96].
La visita del Papa fue más larga de lo esperado, porque no se ciñó al programa previsto, que era celebrar la Santa Misa y bendecir la imagen de Santa María Madre del Amor Hermoso —una escultura de mármol, realizada por el escultor italiano Sciancalepore y destinada a la Universidad de Navarra—, sino que quiso visitar con calma las aulas y dependencias del centro y saludar personalmente a profesores y alumnos.
El Romano Pontífice agradeció a quienes habían hecho realidad el proyecto, señalando que constituía «una verdadera prueba de amor a la Iglesia». Por su parte, al responder a las palabras del Papa, el Fundador trazó una breve historia del nacimiento del centro, describiendo a grandes rasgos su función de servicio a la juventud, que aprenderá «cómo el trabajo santificado y santificante es parte esencial de la vocación del cristiano»[97]. Pablo VI estaba hondamente conmovido y, antes de dejar el Centro ELIS, exclamó, mientras abrazaba a san Josemaría: «Qui tutto è Opus Dei»[98] (“Aquí todo es Opus Dei”).
Pero volvamos al Decreto Presbyterorum Ordinis. Los esfuerzos de don Álvaro y de los demás miembros de la Comisión alcanzaron feliz término el 7 de diciembre, última sesión plenaria, cuando el texto fue aprobado con 2.390 votos favorables, sobre un total de 2.394[99]. Veinticuatro horas más tarde, solemnidad de la Inmaculada Concepción, Pablo VI clausuró el Concilio Vaticano II, que había promulgado cuatro constituciones, ocho decretos y cuatro declaraciones. Se abría una etapa para la Iglesia, llena de expectativas e ilusiones.
El 14 de diciembre, el Cardenal Ciriaci, Presidente de la Comisión conciliar sobre el clero, escribía una sentida carta a don Álvaro para agradecerle sus esfuerzos en el seno de la Comisión Vale la pena transcribir algunos párrafos: «Reverendísimo y querido D. Álvaro, con la aprobación definitiva del pasado 7 de diciembre se ha concluido felizmente, gracias a Dios, el gran trabajo de nuestra Comisión, que ha podido de este modo conducir a puerto su decreto, que no es el último en importancia entre los decretos y constituciones conciliares. Basta considerar que la votación plebiscitaria del texto, tan atacado por motivos que son conocidos, pasará a la historia como una reconfirmación conciliar —con una casi unanimidad de sufragios— del celibato eclesiástico y de la alta misión del sacerdocio.
»Sé bien cuánta parte ha tenido en todo esto su trabajo sabio, tenaz y amable, que, respetando siempre la libertad de opinión de los demás, ha mantenido una línea de fidelidad a los grandes principios orientadores de la espiritualidad sacerdotal. Cuando informe al Santo Padre no dejaré de señalar todo esto. Mientras tanto, deseo que le llegue, con un cálido aplauso, mi agradecimiento más sincero»[100].
La respuesta de don Álvaro, a vuelta de correo, resulta igualmente interesante. Traduzco algunas frases del original italiano: «He recibido su venerada y cortés carta, fechada el pasado día 14, y me apresuro para agradecerle de todo corazón las palabras llenas de afecto hacia los miembros de la Comisión “De disciplina cleri et populi christiani”, y especialmente hacia don Julián Herranz y hacia mi persona: palabras que nos han resultado muy gratas y que nos han confortado, aunque somos conscientes de no merecerlas, porque no hemos hecho más que cumplir nuestro deber al servicio de la Iglesia, en la medida en que, con la gracia de Dios, lo han permitido nuestras pobres fuerzas.
»Convencido de que los resultados alcanzados producirán muchos beneficios en las almas, porque han recibido la solemne aprobación del Concilio que asegura su plena conformidad con los deseos del Señor, me resulta particularmente grato añadir, junto a los sentimientos de alegría por haber terminado felizmente el trabajo confiado a la Comisión de la que he tenido el honor de ser Secretario, mi agradecimiento más sincero a Vuestra Eminencia por el espíritu de amplia libertad con que ha sabido dirigir los trabajos y por las facilidades que ha concedido, para que cada uno de los miembros de la Comisión, en un clima de cristiana y responsable colaboración, pudiese aportar su propia contribución al cumplimiento del encargo que se nos había confiado.
»A la vez que aseguro a Vuestra Eminencia que transmitiré cuanto antes a todos los miembros de la Comisión las venerables palabras que nos ha dirigido, le renuevo mi incondicionada disponibilidad para concluir el trabajo que aún queda por realizar»[101].
Los méritos de don Álvaro eran innegables: así lo afirmaron todos los que, de un modo u otro, trabajaron a su lado. Pero no buscó ningún reconocimiento público o privado, porque no pensaba en su prestigio o en su carrera eclesiástica. Su único norte, lo acabamos de leer, era servir a la Iglesia y a las almas. Por eso, cuando terminó el Concilio Ecuménico, mientras la mayor parte de secretarios de Comisiones Conciliares fueron destinados a ocupar puestos de relieve en dicasterios vaticanos, don Álvaro no se preocupó mínimamente de pretender nada en esa dirección. En algún momento alguien le comentó que iba a quedar vacante un cargo importante en la Congregación del Clero, y que quizá podía recomendarlo o proponer su nombre para ocuparlo. La respuesta negativa fue inmediata: estaba plenamente convencido de que su misión, la que Dios le había encomendado, consistía en permanecer activamente junto a san Josemaría[102].
Terminado el Concilio, don Álvaro regresó a la vida corriente de trabajo junto al Fundador del Opus Dei, ocupación que no había abandonado durante los años precedentes, pero que ahora pudo retomar con más tranquilidad y similar empeño.
Javier Medina Bayo
Notas
[1] Son muy abundantes los estudios sobre la convocatoria, preparación y celebración del Concilio Vaticano II. Mons. Francisco Gil Hellín ha publicado una sinopsis de los principales documentos conciliares, en varios volúmenes, en la Ed. Eunsa y en la Lib. Ed. Vaticana, entre los años 1982 y 2008; para esta biografía tiene particular interés el tomo 3: Gil Hellín, F., Concilii Vaticani II Synopsis, Decretum de Presbyterum Ministerio et Vita Presbyterorum Ordinis, Librería Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1996, pp. XXVI+808. Señalamos también otras obras que pueden servir como marco muy amplio para encuadrar este capítulo. Fliche, A. - Martin, V. et al. (dir.), Storia della Chiesa. XXV/1 – La Chiesa del Vaticano II, San Paolo, Milano 1994; Martina, G., Storia della Chiesa, da Lutero ai nostri giorni, IV-L’età contemporanea, Morcelliana, Brescia 1995; Caprile, G., Il Concilio Vaticano II: Cronache del Concilio Vaticano II, La Civiltà Cattolica, Roma 1966; Jedin, H. - Repgen, K., Manual de Historia de la Iglesia. IX: La Iglesia mundial del siglo XX, Herder, Barcelona 1984; Pesch, O., Il Concilio Vaticano Secondo. Preistoria, svolgimento, risultati, storia post-conciliare, Queriniana, Brescia 2005; Quaglioni, D. - Aubert, R. - Fedalto, G., Storia dei concili. I concili a dimensione mondiale, San Paolo, Cinisello Balsamo 1995.
[2] «¡Venerables Hermanos y Amados Hijos nuestros! Pronunciamos ante vosotros, ciertamente con no poca emoción, pero a la vez con humilde resolución de propósito, el nombre y la propuesta de una doble celebración eclesial: un Sínodo diocesano para Roma y un Concilio Ecuménico para la Iglesia Universal. Vosotros, Venerables Hermanos y Amados Hijos nuestros, no necesitáis excesivas explicaciones sobre la importancia histórica y jurídica de estas dos propuestas. Nos llevarán felizmente a la deseada y esperada actualización del Código de Derecho Canónico, que coronará estas dos manifestaciones de aplicación práctica de disciplina eclesiástica, que el Espíritu del Señor nos irá sugiriendo a medida que se vayan desarrollando. La próxima promulgación del Código de Derecho Oriental es ya un preanuncio de estos acontecimientos venideros». El discurso completo, en italiano, se puede consultar en: AAS 51 (1959), pp. 65-69.
[3] El Cardenal Tardini, Secretario de Estado, informó a los Cardenales ausentes con una carta fechada el 29 de enero.
[4] Cfr. Juan XXIII, Homilía en la Solemnidad de Pentecostés, 17-V-1959, AAS 51 (1959), pp. 419-422.
[5] Juan XXIII, en el Motu proprio Superno Dei, se hizo eco de la respuesta a esta iniciativa: habían llegado al Vaticano más de dos mil propuestas que habían sido clasificadas: cfr. AAS 52 (1960), pp. 433-437.
[6] Cfr. Nombramiento de Consultor de la Sagrada Congregación del Concilio (Ciudad del Vaticano, 2-V-1959), AGP, APD D-16096. Pocos días después escribió dos cartas, agradeciendo el nombramiento: cfr. Del Portillo, Á., Cartas al Card. Pietro Ciriaci y al Card. Domenico Tardini, AGP, APD C-590521 y C-590615, respectivamente.
[7] Cfr. Testimonio de Mons. Javier Echevarría Rodríguez, AGP, APD T-19544, p. 162. El artículo de Tom Burns fue publicado en The Times, con el título Spanish founder of Opus Dei, el 20-VIII-1959.
[8] Cfr. Nombramiento de Presidente de la Comisión VIIª (laicado católico) de la Sagrada Congregación del Concilio, para la preparación del Concilio Ecuménico Vaticano II (Roma, 10-VIII-1959), AGP, APD D-10276.
[9] Cfr. Nombramiento de Miembro de la Comisión IIIª (medios modernos de apostolado) de la Sagrada Congregación del Concilio, para la preparación del Concilio Ecuménico Vaticano II (Roma, 12-VIII-1959), AGP, APD D-18961.
[10] Testimonio de Mons. Javier Echevarría Rodríguez, AGP, APD T-19544, p. 190. Como botón de muestra, Mons. Gutiérrez, que en esta época ayudó a don Álvaro como secretario, ha escrito: «Desde que comenzó la fase antepreparatoria del Concilio Vaticano II, colaboré con don Álvaro pasando a máquina los muchos escritos que él hubo de redactar. Por ej., en fecha 5-III-1960, como Presidente de la Comisión “De laicis”, redactó una relación de 69 páginas a máquina, a espacio simple, publicada en “Acta et Documenta Concilio (Ecumenico Vaticano Secundo Apparando”, series I, vol. III (proposita et monita SS. Congregationum Curiæ Romanæ), Typis Polyglottis Vaticanis 1960, Cap. VII, pp. 157-214» (Testimonio de José Luis Gutíerrez, AGP, APD T-15211, p. 6).
[11] Del Portillo, Á., Carta a María del Pilar Gandarillas, AGP, APD C-591122.
[12] Del Portillo, Á., Carta a Francisco José de Quevedo López, AGP, APD C-610128.
[13] Mons. Gil Hellín recuerda: «Años atrás, mientras hacía mi Tesis doctoral en Roma le había visto en la Sede Central del Opus Dei, pero entonces desaparecía para que toda la atención se centrara en el Fundador de la Obra. Me parece que estos recuerdos hablan por sí solos de la humildad de don Álvaro. Precisamente mi trabajo de investigación se centraba en el Concilio Vaticano II. Pude encontrar muchos textos que evidenciaban su importante trabajo en el Concilio. En cambio, él no se daba importancia» (Testimonio de Mons. Francisco Gil Hellín, AGP, APD T-1269, p. 1).
[14] Cfr. Testimonio de Francisco Ponz Piedrafita, AGP, APD T-0755, p. 38.
[15] Cfr. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, vol. III, op. cit., p. 283.
[16] Así lo explicaba el mismo don Álvaro en un artículo publicado en la revista italiana “Studi Cattolici”, en enero de 1958: «Los Institutos Seculares actualmente existentes en la Iglesia son 49. De estos, 12 son de derecho pontificio y 37 de derecho diocesano. (...) 13 son masculinos (de los cuales 7 sacerdotales y 6 laicales) y los 36 restantes femeninos. Las peticiones de Asociaciones de hecho o de Asociaciones jurídicas (Pías Uniones, Sociedades, Confraternidades, Terceras Órdenes), que han llegado a la Sagrada Congregación de Religiosos, que aspiran a llegar a ser Institutos Seculares suman 197. Estas cifras de 197 peticiones recibidas en la Santa Sede y de 49 Institutos aprobados se refieren a un lapso de tiempo de unos 11 años, que se extiende precisamente desde el 2 de febrero de 1947, fecha de la Promulgación de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, hasta finales de 1957» (Del Portillo, Á., Lo statuto attuale degli Istituti secolari, en Studi Cattolici, 4 (I-1958), pp. 48-54).
[17] Cfr. de Fuenmayor, A., Gómez-Iglesias, V., Illanes, J.L., El itinerario jurídico del Opus Dei, op. cit., pp. 323 y ss.
[18] Ibid., p. 456.
[19] Cfr. ibid., p. 149.
[20] Sobre esta nueva solicitud se puede consultar: ibid., pp. 332 y ss.
[21] Así lo explicaba en 1965 al Cardenal Antoniutti, al poco de ser este nombrado Prefecto de la Congregación, para que conociera su punto de vista sobre la materia: «He defendido siempre lo que retenía que era la figura genuina de los Institutos seculares (...) pero cuando me he dado cuenta de que eran inútiles todos mis esfuerzos en defensa de esa naturaleza, he preferido callar, especialmente después de haber escuchado personalmente a S.E. el Card. Larraona que era inútil mi insistencia, porque el Opus Dei constituía un fenómeno diverso de las otras Asociaciones que habían sido aprobadas después como Institutos seculares, y que presentaban características propias de Congregaciones religiosas o de simples Asociaciones de fieles» (Del Portillo, Á., Carta al Card. Ildebrando Antoniutti, AGP, APD C-650607: original en italiano).
[22] «La jurisprudencia de la Sagrada Congregación de Religiosos ha dado origen a una figura de Instituto secular muy distinta, en la sustancia, a la trazada por la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, que se había redactado teniendo præ oculis el Opus Dei» (Del Portillo, Á., Carta al Card. Ildebrando Antoniutti, AGP, APD C-650607).
[23] Cfr. ibid.
[24] Del Portillo, Á., Carta al Card. Ildebrando Antoniutti, AGP, APD C-650607.
[25] Cfr. Nombramientos en el Opus Dei (1943-1991), AGP, APD D-10336.
[26] Según el texto latino de ese documento, las comisiones eran las siguientes: «a) Commissio theologica, cuius erit quæstiones ad Scripturam Sanctam, Sacram Traditionem, fidem moresque spectantes perpendere et pervestigare; b) Commissio de Episcopis et de dioeceseon regimine; c) Commissio de disciplina cleri et populi christiani; d) Commissio de Religiosis; e) Commissio de disciplina Sacramentorum; f) Commissio de Sacra Liturgia; g) Commissio de Studiis et Seminariis; h) Commissio de Ecclesiis orientalibus; i) Commissio de Missionibus; l) Commissio de apostolatu laicorum in omnibus quæ ad actionem catholicam, religiosam atque socialem, spectant» (Motu Proprio Superno Dei nutu, AAS 52 (1960), pp. 433-437).
[27] Entre 1960 y 1962, las Comisiones y Secretariados elaboraron 75 esquemas o guiones, que constituirían el punto de partida para los trabajos del Concilio. Como muchos de estos proyectos necesitaban correcciones, el Papa creó dos Subcomisiones para este fin: de Enmiendas y de Materias mixtas. El día 20 de junio de 1962, Juan XXIII dirigió la sesión de clausura de esta fase previa al Concilio. En el mes de julio, algunos esquemas fueron enviados a los obispos, para que los examinaran y enviaran observaciones.
[28] Cfr. Nombramiento de Miembro de la Pontificia Comisión de los Religiosos para la preparación del Concilio Vaticano II (Ciudad del Vaticano, 13-VIII-1960), AGP, APD D-17011.
[29] Cfr. Nombramiento de Calificador de la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio (Ciudad del Vaticano, 26-X-1960), AGP, APD D-16097. El día 8 de noviembre envió dos cartas a los Cardenales Ottaviani —Pro-Secretario de la S. Congregación del Santo Oficio— y Tardini —Secretario de Estado— agradeciendo este nuevo nombramiento: cfr. Del Portillo, Á., Cartas, AGP, APD C-601108-01 y C-601108-02, respectivamente.
[30] Diario del centro del Consejo General, anotación del 18-XII-1961, AGP, serie M.2.2, D 430-09.
[31] Ibid., anotación del 15-XII-1961.
[32] Cfr. Motu proprio Cum inde, 17-V 1959. Cfr. Pontificia Università Lateranense, Profilo della sua storia, dei suoi maestri e dei suoi discepoli, Libreria Editrice della Pontificia Università Lateranense, Roma, 1963.
[33] Cfr. Del Portillo, Á., Carta a Mons. Antonio Piolanti, AGP, APD C-620123.
[34] Juan XXIII, Motu Proprio Consilium, 2-II-1962: AAS 54 (1962), pp. 65-66.
[35] Diario del centro del Consejo General, anotación del 21-IV-1962, AGP, serie M.2.2, D 430-09.
[36] Cfr. Testimonio de Joaquín Alonso Pacheco, AGP, APD T-19548, p. 33.
[37] Cfr. Diario del centro del Consejo General, anotación del 3-V-1962, AGP, serie M.2.2, D 430-09.
[38] Cfr. Nombramiento de Perito del Concilio Ecuménico Vaticano II (Ciudad del Vaticano, 4-X-1962), AGP, APD D-17012.
[39] Cfr. Nombramiento de Perito Conciliar de la Comisión sobre la disciplina del clero y del pueblo cristiano (Roma, 4-XI-1962), AGP, APD D-17015.
[40] Cfr. Nombramiento de Perito Conciliar de la Comisión sobre los Obispos y el régimen de las Diócesis (Roma, 15-XI-1962), AGP, APD D-17016.
[41] Cfr. Nombramiento de Perito Conciliar de la Comisión sobre los religiosos (Roma, 10-XII-1962), AGP, APD D-17017.
[42] Cfr. Nombramiento de Secretario de la Comisión Conciliar sobre la disciplina del clero y del pueblo cristiano (Roma, 8-XI-1962), AGP, APD D-17014.
[43] Herranz, J., En las afueras de Jericó, Rialp, Madrid 2007, p. 83.
[44] Ibid.
[45] El Discurso del Papa se encuentra en: AAS 54 (1962), pp. 785-795.
[46] Testimonio de Mons. Justo Mullor, AGP, APD T-19282, p. 4.
[47] El párrafo está tomado de Fliche, A. - Martin, V., Storia della Chiesa. XXV/1, op. cit., pp. 180-181.
[48] Testimonio del Card. Julián Herranz, AGP, APD T-19522, p. 6.
[49] Testimonio de Francisco Vives Unzué.
[50] Cfr. Pioppi, C., Alcuni incontri di san Josemaría Escrivá con personalità ecclesiastiche durante gli anni del Concilio Vaticano II, Studia et Documenta 5 (2011), pp. 165-228.
[51] Mons. Cosme do Amaral, que le conoció durante la III sesión, ha escrito que «la laboriosidad de don Álvaro durante el Concilio era impresionante. No se limitaba a cumplir primorosamente los numerosos encargos de responsabilidad confiados por la autoridad superior, sino que, además, desarrolló una eficaz actividad apostólica en el Aula Conciliar. Nunca lo encontré solo. Estableció contactos, forjó amistades, dio aclaraciones» (Testimonio de Mons. Cosme do Amaral, AGP, APD T-15609, p. 2). El mismo testigo declara que, a la vez, don Álvaro sabía estar en los detalles: «Muy pronto descubrí cómo valoraba las “cosas pequeñas”. (...) Una vez me dijo: —Alberto, tu roquete está un poco roto (...). La verdad es que tuve dificultad para encontrar los agujeros, porque la parte inferior estaba hecha de encaje muy fino. Nunca me había dado cuenta de que el roquete estaba roto» (ibid., p. 1).
[52] El episodio lo cuenta él mismo, en Del Portillo, Á., Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, op. cit., pp. 230-231.
[53] Del Portillo, Á., Palabras pronunciadas en una reunión familiar, Castello di Urio, 21-I-1981: AGP, Biblioteca, P02, 1981, 208-210.
[54] Del Portillo, Á., Palabras pronunciadas en una reunión familiar, 17-XI-1985: AGP, Biblioteca, P01, 1986, 38.
[55] Diario del centro del Consejo General, anotación del 21-VI-1963, AGP, serie M.2.2, D 430-11.
[56] Del Portillo, Á., Carta a Carmen del Portillo Pardo, AGP, APD C-630714.
[57] Cfr. CIC (1917), can. 229, y Const. Vacantis Apostolicæ Sedis, 8-XII-1945, art. 33, AAS 38 (1946), pp. 75-76. Al morir Juan XXIII, todas las comisiones conciliares cesaron sus actividades. La continuación del Concilio estaba en manos del futuro Papa.
[58] Carta Horum temporum signa, 15-IX-1963. Con la Carta Quod apostolici muneris, 12-IX-1963, enviada al Card. Tisserant, el Papa Pablo VI indicaba algunas modificaciones al Reglamento del Concilio.
[59] San Josemaría, Carta a Ignacio de Orbegozo, 5-II-1964, cit. en Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, vol. III, op. cit., pp. 487-488.
[60] Cfr. Nombramiento de Consultor de la Comisión Pontificia para la revisión del Código de Derecho Canónico (Ciudad del Vaticano, 17-IV-1964), AGP, APD D-17006. Con una carta dirigida al Card. Cicognani, don Álvaro manifiesta su agradecimiento por esta nueva muestra de confianza: «Al mismo tiempo, me permito rogar a V.E. que haga presente a su Santidad, junto con mi agradecimiento más filial y devoto, la manifestación de mi más vivo deseo de servir fielmente, y con todas mis capacidades personales, a la Santa Sede, en el encargo de estudio que ha querido confiarme la benignidad del Romano Pontífice» (Del Portillo, Á., Carta al Card. Amleto Giovanni Cicognani, AGP, APD C-640427).
[61] Diario del centro del Consejo General, anotación del 2-IV-1964, AGP, serie M.2.2, D 430-12.
[62] Del Portillo, Á., Carta a Eduardo Ortiz de Landázuri, AGP, APD C-640120
[63] Cfr. Illanes, J. L., Obra escrita y predicación oral de san Josemaría Escrivá de Balaguer, en Studia et Documenta, 3 (2009), pp. 246-257.
[64] Cfr. Historia clínica redactada por los Dres. Diego Martínez Caro y Jesús Prieto Valtueña, AGP, APD D-10291, p. 3.
[65] Cfr. De distributione cleri; De clericorum vita et sanctitate; De officiis et beneficiis ecclesiasticis deque bonorum ecclesiasticorum, Acta Synodalia, Schema decreti de clericis, vol. I, pars I, p. 92.
[66] Cfr. Acta Synodalia, vol. III, pars IV, pp. 852-881 y Herranz, J., En las afueras de Jericó, op. cit., p. 84.
[67] Cfr. Gil Hellín, F., Concilii Vaticani II Synopsis, Decretum de Presbyterum Ministerio et Vita Presbyterorum Ordinis, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1996, p. X.
[68] Herranz, J., En las afueras de Jericó, op. cit., pp. 84-85.
[69] Para un estudio exhaustivo de las distintas redacciones por las que pasó el decreto sobre los sacerdotes hasta su aprobación definitiva, cfr. Gil Hellín, F., Concilii Vaticani II Synopsis, op. cit.
[70] Así lo manifestaron, entre otros muchos, el Cardenal Albert Gregory Meyer, Arzobispo de Chicago, que solicitó un decreto extenso, y Mons. Pierre-Marie Théas, obispo de Tarbes-Lourdes, que repetía, a modo de explicación, “nihil sine presbyteris!” (cfr. Kloppenburg, B., O.F.M., Concílio Vaticano II, Ed. Vozes, Petrópolis 1966).
[71] Herranz, J., En las afueras de Jericó, op. cit., p. 84.
[72] Ibid., p. 85. La carta de Mons. Gabriel Auguste François Marty tiene fecha del 20 de octubre. La contestación de la Comisión está fechada el 27 del mismo mes, cfr. Herranz, J., Mons. Álvaro del Portillo, protagonista del Concilio, en AA.VV., a cura di Bosch, V., Servo buono e fedele. Scritti sulla figura di Mons. Álvaro del Portillo, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2001, p. 76.
[73] Herranz, J., En las afueras de Jericó, op. cit., p. 85. También manifestó en otro escrito que el Card. Pericle Felici «quasi gridava al “miracolo”» (Herranz, J., Mons. Álvaro del Portillo, protagonista del Concilio, op. cit., p. 77).
[74] Testimonio del Card. Julián Herranz Casado, AGP, APD T-19522, p. 11.
[75] Diario del centro del Consejo General, anotación del 26-XI-1965, AGP, serie M.2.2, D 430-13.
[76] Herranz, J., En las afueras de Jericó, op. cit., pp. 86-87.
[77] Cfr. ibid., p. 84.
[78] Cfr. ibid.
[79] Testimonio del Card. Julián Herranz Casado, AGP, APD T-19522, p. 13.
[80] Testimonio del Card. Paul Augustin Mayer, O.S.B., AGP, APD T-18695, p. 1.
[81] Lo relata el Cardenal Herranz en su testimonio: cfr. AGP, APD T-19522, pp. 11-12.
[82] Cfr. ibid.
[83] Del Portillo, Á., Carta a Giovanni Bisleti, AGP, APD C-641223 (el texto original está en italiano).
[84] «Secundó fielmente todas las indicaciones de la Santa Sede sobre los Sacramentos, la Liturgia, dando orientaciones a todos los centros del Opus Dei en los distintos países para que se viviesen con toda fidelidad, piedad y solemnidad en los actos litúrgicos, procesiones del Corpus, etc.» (Testimonio de Carmen Ramos, AGP, APD T-18498, p. 24).
[85] En el mes de abril, Commissio examinar denuo textum schematis iuxta animadversiones Parum in scriptis factas. El 12 de junio se envió el esquema del Decreto De ministerio et vita presbyterorum, Gil Hellín, F., Concilii Vaticani II Synopsis, op. cit., p. XXVI.
[86] Cfr. Testimonio de José Luis Gutiérrez, AGP, APD T-15211, p. 7. En una carta del 26 de abril, don Álvaro contesta al Padre Bidagor, Secretario de la Comisión Pontificia para la revisión del Código, exponiendo las materias de las que preferiría ocuparse: «He apreciado vivamente la pregunta que Vuestra Paternidad Ilma. y Revma. me ha gentilmente dirigido con su Escrito N. 162/659, del 9 de este mes. Para responder, señalo que las materias del Codex a las que preferiría dedicarme de manera particular son las siguientes: a) Libro II, Parte III (De laicis); b) Libro II, Parte I (De clericis), Sec. I, Tít. I, II, III; Sec. II, Tít. VII (Cap. IV, VII, IX y X) y Tít. VIII (Cap. I, V y VI). De las Asociaciones de fieles, en particular, me he ocupado desde la fase preparatoria del Concilio Ecuménico, en la que presidí la comisión correspondiente en seno a la Congregación del Concilio. Después, cuando en marzo de 1962 la Comisión Coordinadora decidió reducir el esquema “De fidelium associationibus” (de carácter fundamentalmente jurídico) a una breve mención dentro del esquema “De apostolatu laicorum”, tomé parte en los trabajos de la comisión mixta creada con este fin entre las dos Comisiones conciliares “De disciplina cleri et populi christiani” y “De apostolatu laicorum”. Respecto al “De clericis” creo que se deba limitar mi modesta contribución únicamente a las cuestiones que he mencionado antes» (Del Portillo, Á., Carta a Raimondo Bidagor, AGP, APD C-650426).
[87] Ley de Ordenación de Enseñanzas Técnicas, 20-VII-1957, publicada en el Boletín Oficial del Estado el 22-VII-1957.
[88] La memoria presentada para la solicitud del título de doctor-ingeniero describe el proyecto como «de un puente recto para F.C. de ancho normal y vía doble sobre el río Lor, con rasante de carriles en rampa de 0,0165. Consta de un arco principal de 43.00 ms. de luz y 22 ms. de flecha, arco que salva el cauce principal del río y que va empotrado en las dos pilas existentes» (Expediente para la obtención del Título de Doctor Ingeniero, Ponencia, Madrid, 22-IV-1965, copia en AGP, APD D-6151-03).
[89] Cfr. ibid. Algunos días después escribió a Vicente Mortes, también ingeniero de caminos, para agradecerle las gestiones que había realizado para tramitar el título: «me acaban de llegar tus cariñosas letras, con las que me comunicabas que la Junta Calificadora para la obtención del título de Doctor Ingeniero ha aprobado mi solicitud: y veo que lo ha hecho con grandísima solicitud. Detrás de todo veo tu mano, y te lo agradezco muy de veras (...). Puedes estar seguro de que, para mí, es motivo de honor: y que la primitiva profesión de Ingeniero de Caminos la tengo muy dentro del alma. Te ruego que hagas presente a Don Luis Martín de Vidales mi agradecimiento» (Del Portillo, Á., Carta a Vicente Mortes Alfonso, AGP, APD C-650429).
[90] Herranz, J., En las afueras de Jericó, op. cit., p. 79.
[91] Ibid., pp. 73-74. La carta que escribió el Santo Padre Pablo VI al Consejo de Presidencia, se puede ver en: Sacrosanctum OEcumenicum Concilium Vaticanum II, Constitutiones, Decreta, Declarationes, vol. II, Ed. typica 1967, pp. 919-920.
[92] El Papa Pablo VI trató del celibato sacerdotal año y medio después, en su Encíclica Sacerdotalis cælibatus, de 24 de junio de 1967. En el documento se encuentra un eco de la oposición manifestada en esos ambientes: vid. nn. 1 y 2 (AAS 59 (1967), p. 657).
[93] Del Portillo, Á., Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, 6ª ed., Madrid 1991, p. 70. El texto citado pertenece a un artículo escrito para la Revista Seminarium en 1967, publicado también en el núm. 32 (abril 1968) de la Revista Palabra.
[94] «Recuerdo la gran alegría de don Álvaro cuando, en el mes de octubre de 1965, el Cardenal Dell’Acqua informó a san Josemaría que el Santo Padre Pablo VI deseaba dedicar la Parroquia de San Giovanni Battista al Collatino (...) y presenciar la inauguración del anejo centro de formación profesional ELIS dirigido por fieles de la Obra. Efectivamente, el 21 de noviembre el Papa Pablo VI celebró la Santa Misa allí, dedicó la iglesia parroquial e inauguró el ELIS. Estuve presente en la Misa y en esos actos. El Fundador y don Álvaro estaban contentísimos teniendo allí al Santo Padre, a un buen número de cardenales y obispos que participaban en el Concilio, y al Prior de la Comunidad de Taizé» (Testimonio de Joaquín Alonso Pacheco, AGP, APD T-19548, pp. 26-27).
[95] Cfr. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, vol. III, op. cit., p. 495, nota 96.
[96] Cfr. Testimonio de Joaquín Alonso Pacheco, AGP, APD T-19548, pp. 26-27.
[97] L’Osservatore Romano, 22/23-XI-1965.
[98] Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, vol. III, op. cit., p. 496.
[99] Gil Hellín, F., Concilii Vaticani II Synopsis, op. cit., p. IX.
[100] Carta del Cardenal Ciriaci, Presidente de la Comisión Conciliar sobre la disciplina del clero y del pueblo cristiano, a don Álvaro del Portillo, Roma, 14-XII-1965: AGP, APD D-17105 (original en italiano).
[101] Del Portillo, Á., Carta al Card. Pietro Ciriaci, AGP, APD C-651217.
[102] Cfr. Testimonio del Card. Julián Herranz Casado, AGP, APD T-19522, p. 13.
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