El efecto “vengo a hablar de mi libro” suele ser recurrente en algunas homilías de domingo. Vale la pena hacer examen de conciencia y creernos de veras que la Palabra de Dios está viva y es locuaz
En aquel tiempo… aprovechemos el tiempo. Con estas palabras resumíamos el otro día un grupo de sacerdotes esa tentación que tenemos algunos de hacer decir al Evangelio lo que a mí me parece. Y cuando digo “lo que me parece” me refiero a un desahogo por un problema personal, a un tema en el que me siento cómodo sin pensar más, a un artículo que leí́ en el despacho, a un folleto que compré en Paulinas, o a cualquier otra cosa.
El efecto “vengo a hablar de mi libro” se verifica una y otra vez cuando tengo mi tema −generalmente mi mono-tema− y da igual lo que digan las lecturas, la liturgia, la gente o la momia de Tutankamón, que no me salgo de ahí y empujo, estrujo y zarandeo la Palabra de Dios lo que haga falta para que termine apoyando mis movidas.
En estos casos se nos podrían aplicar con toda propiedad las palabras del Evangelio: “¿Con quién voy a comparar esta generación? Se parece a unos niños que se sientan en las plazas y les reprochan a sus compañeros: ‘Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis hecho duelo’. Porque ha venido Juan, que no come ni bebe, y dicen: ‘Tiene un demonio’. Ha venido el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: ‘Mirad un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores’” (Mt 11, 16-19).
El problema que tiene el Evangelio es que no se queja. Lo puedes utilizar como pisapapeles, o puedes manipularlo para golpear −literal o figuradamente− al personal. De todos modos el problema no sería, en cualquier caso, del Evangelio, sino de quien lo manipula ya que, como dice el Apocalipsis: “Si alguien añade algo a ellas, Dios enviará sobre él las plagas descritas en este libro. Y si alguien quita alguna de las palabras de este libro profético, Dios le quitará su parte en el árbol de la vida y en la ciudad santa que se han descrito en este libro” (Ap 22, 18-19).
Lo que viene a recalcar esta última advertencia contenida en la Biblia es que nosotros somos servidores de la Palabra de Dios y no propietarios y, por lo tanto, se nos pide una actitud de desprendimiento de las propias ideas, neuras, y argumentarios que, con el paso de los años, inevitablemente vamos acumulando para, en cambio, arrodillarnos ante Dios que nos habla para entregarnos una verdad eterna, íntima, necesaria para conocerle a Él y a nosotros mismos.
El requisito previo es, claro está, un acto de fe: creernos de veras que es la Palabra de Dios la que es “viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo” (Hb 4, 12-13) y no es nuestra palabra, ni nuestra elocuencia, la que convence y transforma al personal. Creída de veras esta afirmación, lo que resta es que el predicador se ponga él mismo a la escucha para poder transmitir lo que ha contemplado. En palabras de Santo Tomás: “Contemplata aliis tradere”, brillar para iluminar, contemplar para comunicar (STh, II-II, q.188, a.6, c), ser, en definitiva, transparentes para que −como le gustaba decir a san Josemaría− solo Él se luzca.
Por eso aquí tenemos, hermano predicador, un punto para nuestro examen de conciencia. Cuánto de mí hay en mis predicaciones y cuánto de Cristo y cómo hacer para que “Él crezca y yo disminuya” (Jn 3, 30), para que mi sermón de las siete palabras no se conviertan en siete mil, de las cuales seis mil novecientas noventa y tres son mías.
Que sí, que Bartimeo era ciego y Cristo le curó, pero no sé yo si el mensaje es que por eso hay que comprar más lotería de la ONCE…; y Lázaro salió del sepulcro después de varios días, pero de ahí́ a hacer una defensa a machete de la necesidad de cuidar el cementerio parroquial… Tú me entiendes.
Se trata de dejar a un lado −de momento− nuestras ideas, nuestra sensibilidad, nuestros gustos y sumergirse en lo eterno de la Palabra de Dios, cribando en ella lo coyuntural y anecdótico hasta encontrar, cual pepita de oro en la batea, el mensaje que el Señor quiere comunicarnos en la predicación de cada día.
Creo que un buen mecanismo −el más antiguo de todos− para este bateo de la Palabra de Dios es la Lectio Divina, aunque de ella hablaremos en la próxima publicación.
¡Feliz Pascua!
Javier Sánchez Cervera
Sacerdote. Párroco de San Sebastián Mártir, de San Sebastián de los Reyes (Madrid)
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Fuente: omnesmag.com
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