Tras la Semana Santa el Papa ha explicado, en su catequesis semanal durante la Audiencia general de hoy la “comunión de los santos”
Catequesis del Santo Padre en español
Hoy quería detenerme en la relación entre la oración y la comunión de los santos. De hecho, cuando rezamos, nunca lo hacemos solos: aunque no lo pensemos, estamos inmersos en un majestuoso río de invocaciones que nos precede y continúa después de nosotros.
En las oraciones que encontramos en la Biblia, y que a menudo resuenan en la liturgia, vemos la huella de historias antiguas, liberaciones prodigiosas, deportaciones y tristes exilios, regresos emotivos, alabanzas derramadas ante las maravillas de la creación... Y esas voces pasan de generación en generación, en un entrelazarse continuo entre la experiencia personal y la del pueblo y la humanidad a la que pertenecemos. Nadie puede desprenderse de su historia, de la historia de su pueblo, siempre llevamos esa herencia en nuestras costumbres y también en la oración. En la oración de alabanza, especialmente la que brota del corazón de los pequeños y humildes, resuena algo del cántico del Magníficat que María elevó a Dios ante su parienta Isabel; o de la exclamación del anciano Simeón que, tomando al Niño Jesús en sus brazos, dijo así: «Ahora Señor, según tu palabra, puedes dejar a tu siervo ir en paz» (Lc 2,29).
Las oraciones −las buenas− son “difusivas”, se propagan continuamente, con o sin mensajes en las redes sociales: desde las salas del hospital, desde las reuniones festivas e incluso desde los momentos en que se sufre en silencio... El dolor de cada uno es el dolor de todos, y la felicidad de uno se derrama en el alma de los demás. El dolor y la felicidad son parte de la única historia: son historias que se convierten en historia en la propia vida. Se revive la historia con palabras propias, pero la experiencia es la misma.
Las oraciones siempre renacen: cada vez que juntamos las manos y abrimos nuestro corazón a Dios, nos encontramos en compañía de santos anónimos y de santos conocidos que rezan con nosotros e interceden por nosotros, como hermanos y hermanas mayores que han pasado por nuestra misma aventura humana. En la Iglesia no hay duelo solitario, no hay lágrima que caiga en el olvido, porque todo respira y participa de una gracia común. No es casualidad que en las iglesias antiguas las sepulturas estuvieran en el jardín alrededor del edificio sagrado, como diciendo que la multitud de los que nos precedieron participa de alguna manera en cada Eucaristía. Están nuestros padres y abuelos, nuestros padrinos y madrinas, los catequistas y otros educadores… Esa fe transmitida, transferida, que hemos recibido: con la fe se ha transmitido también la forma de orar, la oración.
Los santos todavía están aquí, no lejos de nosotros; y sus representaciones en las iglesias evocan esa “nube de testigos” que siempre nos rodea (cfr. Hb 12,1). Hemos escuchado al principio la lectura del pasaje de la Carta a los Hebreos. Son testigos que no adoramos −entendedlo bien: no adoramos a los santos−, pero que veneramos y de mil maneras diferentes nos remiten a Jesucristo, único Señor y Mediador entre Dios y el hombre. Un santo que no remite a Jesucristo no es un santo, ni siquiera cristiano. El Santo recuerda a Jesucristo porque recorrió el camino de la vida como cristiano. Los santos nos recuerdan que también en nuestra vida, aunque débil y marcada por el pecado, puede florecer la santidad. Leemos en los Evangelios que el primer santo “canonizado” fue un ladrón, y “canonizado” no por un Papa, sino por el mismo Jesús. La santidad es un camino de vida, de encuentro con Jesús, ya sea largo, corto, o un instante, pero siempre es un testimonio. Un santo es el testimonio de un hombre o una mujer que han encontrado a Jesús y han seguido a Jesús. Nunca es tarde para convertirse al Señor, que es bueno y grande en el amor (cfr. Sal 102,8).
El Catecismo explica que los santos «contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. […] Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero» (CCE, 2683). En Cristo hay una solidaridad misteriosa entre los que han pasado a la otra vida y nosotros, peregrinos en esta: nuestros queridos difuntos siguen cuidándonos desde el Cielo. Rezan por nosotros y nosotros rezamos por ellos y rezamos con ellos.
Ese vínculo de oración entre nosotros y los santos, es decir, entre nosotros y los que han alcanzado la plenitud de la vida, ese vínculo de oración lo experimentamos ya aquí en la vida terrena: rezamos los unos por los otros, pedimos y ofrecemos oraciones... La primera forma de rezar por alguien es hablar con Dios de él o de ella. Si lo hacemos con frecuencia, cada día, nuestro corazón no se cierra, permanece abierto a los hermanos. Rezar por los demás es el primer modo de amarlos y nos empuja a una cercanía concreta. Incluso en los momentos de conflicto, una forma de resolver el conflicto, de suavizarlo, es rezar por la persona con la que estoy en conflicto. Y algo cambia con la oración. Lo primero que cambia es mi corazón, es mi actitud. El Señor lo cambia para hacer posible un encuentro, un nuevo encuentro y para evitar que el conflicto se convierta en una guerra sin fin.
El primer modo de afrontar un momento de angustia es pedir a los hermanos, a los santos sobre todo, que recen por nosotros. ¡El nombre que nos dieron en el Bautismo no es una etiqueta ni un adorno! Suele ser el nombre de la Virgen, de un santo o de una santa, que no desean más que “echarnos una mano” en la vida, echarnos una mano para obtener de Dios las gracias que más necesitamos. Si en nuestra vida las pruebas no han llegado al colmo, si aún somos capaces de perseverar, si a pesar de todo seguimos adelante con confianza, quizás todo eso, más que a nuestros méritos, se lo debemos a la intercesión de tantos santos, unos en el Cielo, otros peregrinos como nosotros en la tierra, que nos han protegido y acompañado porque todos sabemos que aquí en la tierra hay gente santa, hombres y mujeres santos que viven en santidad. Ellos no lo saben, nosotros tampoco lo sabemos, pero hay santos, santos de todos los días, santos escondidos o, como me gusta decir, los “santos de la puerta de al lado”, los que viven con nosotros, trabajan con nosotros y llevan una vida de santidad.
Sea, pues, bendito Jesucristo, único Salvador del mundo, junto con ese inmenso florecer de santos y santas, que pueblan la tierra y que han hecho de su vida una alabanza a Dios. Porque −como afirmaba san Basilio− «el santo es para el Espíritu un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado templo suyo» (Liber de Spiritu Sancto, 26,62: PG 32, 184A; cf. CCE, 2684).
Saludo cordialmente a los fieles de lengua francesa. En las pruebas de este mundo, que Cristo Resucitado, único Señor y Mediador entre Dios y el hombre, sea siempre vuestra alegría y os dé su fuerza para anunciarlo a vuestro alrededor. ¡Dios os bendiga!
Saludo cordialmente a los fieles de lengua inglesa. En la alegría de Cristo Resucitado, invoco sobre vosotros y vuestras familias el amor misericordioso de Dios nuestro Padre. ¡El Señor os bendiga!
Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua alemana. La oración por los demás es una ayuda esencial para la vida comunitaria. No olvidemos de rezar especialmente por nuestras familias. Que el Señor Resucitado nos dé su Espíritu y su paz pascual.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En esta octava de Pascua pedimos a Cristo resucitado, por intercesión de todos los santos y santas del Señor, que nos conceda las gracias que más necesitamos para superar los momentos difíciles y hacer de nuestra vida, en comunión con toda la Iglesia, una alabanza agradable a Él. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.
Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua portuguesa. Queridos hermanos, ¡gozad y exultad porque el Señor Jesús ha resucitado! Tras las huellas de los santos, dejaos iluminar y transformar por la fuerza de la Resurrección de Cristo, para que vuestras existencias sean un testimonio de la vida que es más fuerte que el pecado y que la muerte. Dios os bendiga.
Saludo a los fieles de lengua árabe. Los Santos nos recuerdan que también en nuestra vida, aun débil y marcada por el pecado, puede florecer la santidad. Por eso, pongámonos en el camino de la santidad, porque nunca es demasiado tarde para convertirse al Señor, que es bueno y grande en el amor. ¡El Señor os bendiga a todos y os proteja siempre de todo mal!
Saludo cordialmente a todos los polacos. Queridos hermanos y hermanas, el domingo celebraremos la Fiesta de la Divina Misericordia. Al instituirla, San Juan Pablo II nos recordó que “la liturgia de ese domingo parece diseñar el camino de la misericordia que, mientras reconstruye el trato de cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de fraterna solidaridad. Cristo nos enseñó que «el hombre no solo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que también está llamado a ‘usar misericordia’ con los demás: Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia (Mt 5,7)»”. Dirijámonos confiados a Cristo misericordioso y pidamos la gracia del perdón y del amor operativo con el prójimo. Os bendigo de corazón.
Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua italiana. El mensaje que surge de la Resurrección de Cristo, sea para vosotros un compromiso de testimonio: reconoced que en el evento de Cristo resucitado se anuncia la más profunda verdad sobre el hombre.
Mi pensamiento va finalmente, como de costumbre, a los ancianos, jóvenes, enfermos y recién casados. La alegría y la paz, dones del Resucitado, sean para cada uno de vosotros motivo de consuelo y de segura esperanza. ¡A todos mi bendición!
Deseo asegurar mi recuerdo en la oración por las víctimas de las inundaciones que azotaron Indonesia y Timor Oriental en los últimos días. Que el Señor reciba a los muertos, consuele a sus familias y sostenga a quienes han perdido sus hogares.
Ayer fue el Día Internacional del Deporte para el Desarrollo y la Paz, proclamado por las Naciones Unidas. Espero que pueda relanzar la experiencia del deporte como un evento de equipo, para fomentar el diálogo solidario entre diferentes culturas y pueblos. En esa perspectiva, me complace animar a la Athletica Vaticana a continuar su compromiso de difundir la cultura de la fraternidad en el deporte, prestando mucha atención a las personas más frágiles, convirtiéndose así en testigos de paz.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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