San José no estuvo allí; no. Pero, ¿Quién sabe? Su sombra de padre es tan alargada… y su presencia es tan discreta…
Tal vez no estuvo. Pero no resulta difícil descubrirle en medio de ese diálogo ininterrumpido entre Jesús y María que fue la Pasión.
¿Cómo no iba a estar contemplando aquel final tan público quien fuera elegido para contemplar el escondido inicio de aquella historia?
Esta vez ha llegado tarde. Ya apenas puede verle, por más que se ponga de puntillas, pues hay un gentío que llena el enlosado. Debe quedarse atrás, junto a María, y evitar que le hagan daño. “He llegado tarde, cuando más me necesitaba”, piensa.
Además, Jesús ya es mayor; y él, demasiado mayor. Ya no puede tomarle en brazos, ponerle en el regazo de su madre y, subidos ambos en un borriquillo, alejarlos del peligro de Herodes en dirección a Egipto.
El espectro de aquel Herodes parece que le persigue sin descanso. Ahora Herodes es una muchedumbre que acusa y otra que calla. Y aquellos soldados que entraron en Belén a filo de espada han encontrado finalmente al Niño que ya es un hombre: “el Hombre”.
José siente el abrazo y el consuelo de María que le descarga así de lo que −piensa él− es su culpa: “No he llegado a tiempo”. “No, José, has llegado a tiempo siempre. Siempre has sido un buen padre y siempre estuviste cuando te necesitó. Ahora sólo necesita que le acompañes y que me consueles”, le susurra Ella.
José nos enseña a llegar siempre a tiempo. A veces podremos evitar a Jesús tanto dolor. Otras veces tan sólo podremos compartir sus sufrimientos y dejar que sea Él quien mida los tiempos.
Y si sentimos el lógico desconcierto, consolar a María será a su vez nuestro mayor consuelo.
José fue el único carpintero de la zona que se había negado a hacer cruces para crucificar a los condenados. Jamás pudo aceptar tal grado de crueldad de unos hombres con otros.
La primera cruz que iba a ver en su vida sería el patíbulo de su hijo. Aunque la impresión que tuvo fue la de quien ya la había visto antes. Sí, había soñado muchas veces con ella y nunca lo había comprendido. Ahora parece comprender aquellos sueños ¡Siempre los sueños por delante de su realidad!
Él, que había mandado a Jesús a llevar y traer tantos tablones, de un sitio a otro. Que había visto como su hijo se iba haciendo fuerte trabajando duramente, y cada vez era más capaz de llevar más y más peso… Pero aquello le parecía demasiado. Jesús no está en condiciones de llevarse él mismo… y le cargan aquel enorme travesaño.
Ahora serán otros los que reconocerán a su Hijo por su disposición a obedecer en aquel último traslado de un madero. Nadie le ve dudar a la hora de agarrarlo. Como cuando él le hacía aquellos mandados. “Apenas se lo empezaba a sugerir y ya lo llevaba encima”. A veces incluso tenía que regañarle, porque ni siquiera sabía a dónde tenía que llevarlo y ya estaba en la puerta con la carga.
Hoy se repite la escena. Pero Jesús sí que parece saber bien dónde tiene que ir. Y va decidido. Obedece.
José nos enseñará, como enseñó a Jesús, a ser resolutivos a la hora de llevar a veces un peso que parece superarnos. Será señal de que ya estamos preparados para ello.
Ante la primera caída de Jesús con la Cruz, instintivamente, María y José se sueltan y se lanzan a ayudarle. Pero no lo logran. Ni los curiosos le dejan paso, ni las miradas de los soldados parecen estar de acuerdo con que nadie eche una mano a ese condenado.
José no puede comprender tanta crueldad. “¿Es que nadie se ha dado cuenta de que aquella Cruz pesa demasiado? ¡Y aún le queda tanto para llegar!”
Por segunda vez lo vuelve a intentar, y por segunda vez se lo impide el gentío. Y así comienza un recorrido en el que José mantendrá constantemente esa tensión hacia su Hijo.
Ahora es cuando comprende mejor que nunca que aunque su único deseo ha sido sostener a Jesús y allanarle el camino, en realidad siempre fue Él quien le sostuvo. Desde que aquel ángel le anunciara la concepción virginal de María y el papel que le correspondía, Jesús no ha hecho otra cosa que mostrarse necesitado de José. Y Jesús siempre se conformó con el ademán de ayudar, con el impulso de servir, con el deseo del corazón.
Una vez más, ve cómo Cristo se levanta con enorme dignidad con sus pocas fuerzas y se abraza a la Cruz.
José nos muestra cómo vivir con esa tensión buena de servir a Dios, con esa ilusión de facilitarle el camino pensando que podemos ayudarle tanto en su labor. Y también nos hará comprender que ese es el modo que tiene Dios de sostener nuestra fidelidad: sacándonos de nuestros egoísmos y conformándose siempre con nuestro impulso de servirle siempre.
Por más que lo habían intentado, no habían conseguido acercarse a Jesús lo que ellos deseaban. Poder mirarle a los ojos, siquiera. Poder decirle: “Hijo, estamos aquí, tu Madre y yo, contigo; te acompañamos”. Aunque bien sabía Él que así era.
Por eso se quedan desconcertados cuando, justo a la salida de ese callejón, se encontraron en primera fila y a pocos metros de Jesús que se acercaba lentamente y zigzagueante.
¿Y dónde estaba la gente? ¡No había nadie!
Jesús no quiso dejarles sin ese pequeño consuelo de poder estar un momento a solas con Él. No buscaba ser consolado, sino consolar.
A José se le olvidaron las pocas palabras que había ensayado para la ocasión. Y María, además, se le adelantó para poder apenas acariciar el rostro de su Hijo, como temiendo que pudiera añadirle algún dolor más, por pequeño que fuera.
¡Cuánto es capaz de decir el corazón en un instante así!
Tras mirarla a Ella, Jesús volvió sus ojos a José; ojos de complicidad y cariño. A José le pareció escuchar que su Hijo le decía: “¡Gracias, gracias, quédate tranquilo José… Lo has hecho tan bien!”
Al reaccionar, no se explicaba cómo Jesús ya iba varios metros delante. Y le siguió en silencio. Le siguió, porque era lo que siempre había hecho. Porque no sabía hacer otra cosa. Porque tras un encuentro con Cristo, nunca hay nada más que hacer.
Aquel oficial romano en voz alta pregunta por fin si hay alguien dispuesto a ayudar a aquel hombre a transportar esa Cruz. A José se le abre el Cielo por un instante; levanta sus brazos y se abre paso entre las filas de curiosos.
Pero con enorme displicencia y burlona sonrisa aquel soldado lo rechaza; necesita alguien más joven y fuerte. En la misma dirección de su mirada ve a uno que podría servir, y lo llama. Se le ve robusto y sano. Y con ropas de trabajo.
José no se ha sentido despreciado por el rechazo. Ha sentido más bien cierta envidia por aquel hombre que, por más que mire hacia otro lado y ponga pegas, ha sido elegido para esa tarea inesperada.
Pasado el tiempo, pensando a solas en la escena, sentirá vergüenza de aquel sentimiento de envidia. “¿Que le han elegido a él mejor que a mí? ¡Pero si a mí me eligió directamente Dios, y a este un soldado romano!… ¿O es que quiero ser yo siempre el centro de todo lo que acaece en el mundo?”
Y cuando José comprueba la fuerza de ese tal Simón, no puede sino admitir que aquel oficial tenía razón en su elección. Su Hijo tendría en él un buen apoyo en adelante. Es la fuerza que da ser elegido antes que elegir cuando se trata de cooperar con una misión divina. Dios acierta siempre.
José no logra comprender el motivo de tanto insulto, de tanta blasfemia, de tanto escarnio.
Le parece reconocer a algunos de los que gritan, porque son del pueblo. A algunos de ellos les ha hecho encargos con sus propias manos, y siempre le trataron con respeto, tanto a él como a Jesús. “Aquel estuvo en casa, comió muchas veces con nosotros… ¿qué le ha pasado? Y aquel otro… ¿Aquel no es…? Sí, sí…”
Le duelen los gritos. Pero más le duele la pasividad cómplice.
Por eso se conmueve ante la audacia de aquella muchacha (“¿La conozco? ¿Tú la conoces, María?”) que se acerca a Jesús y, decidida, limpia con un paño el rostro sagrado y sangrante de Cristo.
Jesús se lo agradece con la mirada. Pero es ella la que le dice “Gracias”.
Inmediatamente, reconociendo a sus padres, la joven se acerca y ofrece a María aquel paño. Ella la mira con inmenso cariño y le agradece su valentía. María besa esa reliquia y se lo acerca a José para que también lo bese. No sabe qué hacer y, a un gesto de su esposa, se lo devuelve a la joven. “Algún día lo necesitará”.
No hay valentía por Dios que no sea siempre recompensada. En un solo instante aquella mujer limpió el rostro de Cristo y recuperó para la Humanidad su verdadero rostro.
Debemos conservar siempre ese paño y mirarlo muchas veces, tantas como perdamos la esperanza en el ser humano o en nosotros mismos. Ahí quedó grabada para siempre nuestra verdadera imagen. En ese paño y en ese gesto.
Jesús vuelve a caer a plomo. En realidad, no se sabe cómo no ha caído antes numerosas veces; cómo ha sido capaz de llegar hasta aquí.
Y de nuevo todos hacen ademán de apartarse, mientras que aquel matrimonio −“deben ser sus padres, sin duda”, se dicen unos a otros− reaccionan al contrario que todos: lanzando sus brazos instintivamente como para contener el golpe.
De muy malas formas los soldados le obligan a levantarse y vuelven a colocarle la Cruz en sus hombros.
A José le sale del corazón el gesto de abrazar más fuerte a María, como si aquello pudiera transmitir a Jesús la fuerza que necesita en esos momentos, como si fuera Ella el único canal de transmisión que le queda para llegar a su Hijo. Y aquel gesto es eficaz, pues parece calmarle.
José va aprendiendo a no interferir en los planes de su Hijo. Siempre lo hizo, cuando Él les proponía algún plan que ellos no lograban comprender: “¿Tanto tiempo rezando Jesús? ¡Tienes que dormir!”; “Jesús, no puedes juntarte con ese tipo de personas… ¡hablarán mal de Ti!”… ¿Y aquellos tres días que estuvo perdido siendo apenas un niño? Si no hubiera sido porque María estaba junto a él…
Hemos de aprender de José a no interferir los planes de Dios, a transitar la paciencia, a compadecer sin interrupciones, a someternos a los tiempos y modos que Dios tiene dispuestos.
Aquel grupo de mujeres destacan de entre la masa. Sus llantos son desgarradores y no casan bien con el comportamiento del resto del gentío. ¿Plañideras? ¿Por qué lloran en realidad? ¿Lloran por los condenados? ¿Los conocen? ¿O lloran porque es necesario equilibrar tanta crueldad? Ni ellas lo saben.
Jesús no pasa de largo ante esa manifestación de dolor. Porque no sabe pasar de largo cuando ve a alguien que sufre, por más que sea Él siempre el que más sufre y sea Él también la causa de aquellas lágrimas y gritos.
José, que está cerca, contempla la escena de nuevo con desconcierto. Su Hijo se ha parado y parece dirigirse a ellas que −entonces sí− se atreven a levantar la vista hacia aquel condenado. “¿Qué les habrá dicho que han parado de repente de llorar?”, comenta a María.
Ni él ni su esposa han sido nunca de mucho llorar. Y siempre que lo han hecho ha sido por otras personas; nunca por ellos. Al menos que él recuerde. Pero en esas ocasiones siempre habían notado a su Hijo mucho más cerca de ellos. Como si las lágrimas fueran para Jesús un reclamo.
Sólo cuando veía que sus padres recuperaban el semblante y la paz, se alejaba de nuevo para dejarles su necesario espacio y protagonismo.
Como a José no le importaba ser consolado por su propio Hijo, tampoco nosotros hemos de tener pudor a la hora de mostrar nuestro dolor y pedir de Él el consuelo que necesitemos. ¿No ha llorado Jesús también tantas veces? ¿No lo sigue haciendo en tantas personas?
Como la primera, o la segunda... Y aunque fueran constantes aquellas caídas, María y José no lograrían nunca acostumbrarse a aquel ruido seco y sordo del golpe en el pavimento: ¡Es el cuerpo de Jesús!
Ha ocurrido esta vez tan cerca que José ha podido confirmar esta vez algo que le había parecido comprobar en su anterior caída. Mientras cae Jesús al suelo, lejos de desprenderse de la Cruz para poder defender su propio cuerpo, parece no desear separarse de ella. Si caen caerán juntos. Es como si tuviera temor a que se la quitaran, como si le doliera alejarse de la Cruz.
Cristo no consiente que nadie pueda mirarle a Él sin tener que mirar también a la Cruz que lleva prendida en su cuerpo y en su alma.
Así se entiende que su modo de llevar la Cruz no sea como el de los otros condenados, que parece que buscan constantemente el alivio de ese peso. Jesús parece que lleva no algo, sino a alguien.
Tampoco comprende −ni José ni nadie− que tras cada caída la reacción de su Hijo haya sido más rápida que la anterior; no más lenta. Sí, sus pies parece que se arrastran más; pero su andar es también más decidido. Su corazón se acelera y crece al tiempo que decrece el vigor de su cuerpo.
José va comprendiendo, en definitiva, el lenguaje de la Cruz y de la entrega, siempre tan paradójico. Él mismo había comprobado que tras cada dolor venía un gozo que lo transubstanciaba todo. Pero este octavo inmenso dolor de José, ¿qué podrá traer consigo para poder llenarlo de sentido? ¿Cómo será entonces ese último y definitivo gozo?
Al llegar al Calvario José echa una mirada rápida y encuentra un lugar adecuado para poder estar lo más cerca posible de Jesús. Allí lleva a María, porque sabe bien cuál es su deseo: cuanto más cerca, mejor.
Juntos contemplan la escena: el mando que dirige aquella operación ordena a uno de los soldados despojar a Jesús de su túnica. María apenas puede reconocer aquella prenda que Ella misma había confeccionado con tanto amor. José también la conocía: ¡con qué orgullo filial se la había enseñado a su padre el día de su estreno para valorar la buena mano de María! “Hijo, es una túnica casi de rey…” “Casi no, padre; es una túnica de un rey verdadero, elaborado por las mismas manos de una reina”.
Pero a Jesús no debe quedarle nada, ni siquiera aquel manto.
Al quitarle aquella túnica quedan al descubierto todas las heridas, moratones, rasguños… Apenas hay una parte del cuerpo que no haya sido dañada. Tal es la impresión de ese momento que el pobre José vuelve la mirada ante el espectáculo. Esta vez no puede mandar inmediatamente a su Hijo a que su madre le cure de la herida, ni llevarle al curandero de la comarca para que le aplique el último ungüento que haya confeccionado para la ocasión… No puede hacer nada.
Ante tantas heridas que vemos a nuestro alrededor, ante tantas heridas que cada vez más vemos a nuestro alrededor… cada vez podemos hacer menos. Al principio tal vez sí, pero poco a poco parece que sobreabunda el mal en el mundo al tiempo que se hace pequeña nuestra capacidad de curar.
Pero no se trata sólo de cuidar, sino de aliviar, de acompañar… Y esto sí que podremos hacerlo siempre, cada vez con más motivo y con más sentido.
Ojalá sepamos reaccionar así ante todas las heridas de todos los hombres de la Tierra. Al menos, estar con José junto al cuerpo −mapamundi de dolores− de Jesús.
Mientras María no deja de mirar constantemente a Jesús, José no pierde detalle de todos los movimientos de aquellos hombres que están ejecutando la condena con enorme indiferencia y que siguen rigurosamente su vergonzoso protocolo.
Él, que había enseñado a Jesús a trabajar y tratar la madera con dignidad y delicadeza, que daba la impresión de estar haciendo una obra de arte incluso cuando se trataba tan sólo de arreglar un jergón o enderezar unos tablones… ¿Qué tipo de trabajo es ese de clavar, fijar, un cuerpo a dos maderos? ¿No se trataba de evitar en lo posible que se haga daño el hombre que trabaja la madera? ¿Cuántas veces él mismo le había dicho a su Hijo que debía ser muy prudente a la hora de martillar, de golpear, con esos materiales tan toscos y afilados?
Bien sabía él trabajar la madera. Pero aquello era ridículo. Aquellos hombres no reparaban en lo que hacían. ¿Carne? ¿Madera? ¿Sangre? ¿Virutas? ¿Heridas? Todo da igual con tal de que aquel cuerpo quede bien fijo y no pueda moverse apenas, y que pueda aguantar el peso de su propio cuerpo.
Aquellos instrumentos (martillos y clavos, cuñas y sierras, escuadras y cinceles…) que habían sido en su taller medios para dar gloria a Dios −¡Dios trabajando con sus propias manos!− eran ahora empleados para acabar con Él. ¿Hasta qué punto un mismo instrumento puede ser de salvación o de condena?
A trabajar dando gloria a Dios nos enseñó san José. A hacerlo con tal delicadeza como si estuviera en juego en cada golpe la salvación de un alma y el consuelo de Dios.
Recordando más tarde aquellas horas, José no recordaba que en ningún momento María se hubiera ni tan siquiera apoyado para descansar. Tenía grabada en sus pupilas la figura de María de pie junto a la Cruz de la que pendía Jesús. Tan erguida como la propia Cruz estaba Ella. Como si fuese Ella y no Cristo quien tuviera clavadas sus miembros al madero.
Los largos y pausados movimientos del cuerpo que Jesús hacía, contorsionando todo su cuerpo completamente cada vez para poder tomar algo de oxígeno, se iban espaciando más y más. Y de vez en cuando pronunciaba alguna frase en voz alta: dirigida al Padre (“Padre, perdónales…”); dirigida a aquel ladrón con cara de bueno (“En verdad te digo que hoy mismo…”); o dirigida al mundo: “Tengo sed”.
Su “Todo está cumplido” es respondido por María con un sencillo y nuevo “Fiat”. Uno más, tan lejano y tan similar a aquel del que María le había hablado tantísimas veces a su esposo con todos los detalles de la escena: la luz, ángel, el Espíritu Santo… Y aquel fuego interior que la consumía por dentro desde entonces.
El grupo enorme de personas que habían seguido toda la comitiva se había ido marchando poco a poco. Tras romperles las piernas a los otros dos condenados, un soldado atravesó con su lanza el costado de Jesús. Ya había muerto hacía rato.
La tarde va cayendo y deben darse prisa. Mandan bajar los cuerpos; tarea poco agradable para aquellos soldados. Y es cuando facilitan a otros de los presentes esas tareas. Es la hora de José quien, acompañado de otros dos hombres (José también se llamaba uno de ellos) no duda en acercarse para ayudar a bajar el cuerpo de Jesús.
La escena se repite una vez más. ¡Cuántas veces había cogido José el cuerpo de Jesús para dejarlo en brazos de María!
Con la mayor delicadeza posible −como si estuviera tan vivo como lo estuvo siempre− José ayuda a desclavar el cuerpo, pone toda su pericia en que nada ni nadie le roce ya más, sostiene con fuerza y equilibrio aquel peso con enorme piedad y dolor, y lo deja en manos de su esposa.
Así, en brazos de José, comienza y termina la vida de Jesucristo. Sólo las manos de María tenían tanta fortaleza y ternura como las de José. Sólo ellos supieron medir exactamente la fuerza y la delicadeza necesaria para sostener a Dios y las obras de Dios.
Llega el momento de enterrar del cadáver de Cristo. José no se conforma con acompañar la comitiva, sino que desea ser él mismo quien lo lleve y lo deje dentro del sepulcro. Y es verdad: tiene todo el derecho del mundo de realizar esa tarea. Más que nadie.
María también entra porque quiere saber si su Hijo quedará bien situado; por retener la imagen que conservará −como todas− en su corazón. Y también −por qué no decirlo− con esa esperanza de que reviva, de que haga el más mínimo gesto de vida.
Si el clima de oración nunca se rompió en el alma de José y María, es en estos momentos cuando la oración se hace más intensa. Nada de pedir explicaciones, nada de llantos ni gritos. Oración recogida y silenciosa de quien entra en un templo para dejar encerrado otro Templo.
José y María han perdido el rictus dramático que habían tenido en todas estas horas. Dolor, sí, pero serenidad, todo serenidad, que se derrama en oración.
Sellado el sepulcro, José acompaña a casa a María. Encabezan la pequeña comitiva en la que están también Juan (¡qué impresionante el abrazo de José a aquel adolescente que se encuentra roto!), y María Magdalena, y otras mujeres.
¡Pero si parecen casi sonreir! ¿Vuelven de verdad de un entierro? ¿No parece que estuvieran a tres días de llegar a Belén, con la angustia del inminente nacimiento de Jesús? “Solo que ahora la familia ha crecido…”, le dice José a su esposa haciéndole partícipe de su pensamiento. “Y lo que crecerá, José…, lo que crecerá. ¡Ve preparándote!”.
Antonio Schlatter Navarro
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