Entrevista a don Luis Argüello, portavoz de la Conferencia Episcopal Española
Don Luis Argüello, portavoz de la Conferencia Episcopal, asume críticas, comparte reflexiones y plantea una renovación educativa basada en «una referencia de fe que ilumina el entendimiento; de esperanza que invita a arriesgar y a proponer proyectos a largo plazo; y de caridad que ayude a proponer la profesión en clave vocacional y de servicio del bien común».
Habla con una mezcla tan balanceada de aplomo, matices y dinámica de negociación que resulta natural. No elude compromisos, no se arredra, ni suele expresarse a la defensiva, sino sabiendo avanzar posiciones estratégicas, pero sin atacar. Recuerda al Nicolás Redondo Terreros más institucional y moderado, aquel que tenía tan buena relación con Jaime Mayor. Convicciones, diálogo y acuerdo. Difícil encaje. Por otro lado, ni su vocación sacerdotal es temprana, ni tardía: se ordenó a los 33 años. Y, desde el momento en que comenzó a vestir sotana o clergyman, le encomendaron una tarea de formación en el seminario diocesano durante una década (1986-1997), tras la cual fue nombrado rector, cargo que ejerció a lo largo de casi tres lustros (1997-2011).
Estas responsabilidades las ha compatibilizado con vicarías, delegaciones y otros cometidos eclesiales. Desde 2016 es obispo auxiliar de Valladolid y, desde 2018, portavoz y secretario general de la Conferencia Episcopal. Este palentino (Meneses de Campos, 1953) ha aportado una manera de expresarse que no renuncia a la claridad, ni a la solvencia, ni tampoco asume que exista una dicotomía entre lo humano y lo cristiano. Y sabe que humano no implica ser mundano.
Mirando el escenario fuera de su cometido institucional, ¿percibe usted un arrinconamiento del pensamiento católico en el mundo cultural general? Hablamos desde el discurso político hasta la mentalidad empresarial, el tono y modelo antropológico de las series, películas, contenidos televisivos.
Creo que, antes del arrinconamiento, se ha producido un repliegue por parte de los católicos. Quizá es el resultado de una inercia en la manera de vivir la fe, ya en el rincón de la privatización confortable o en la plaza del testimonio de unos valores, compartidos con nuestros conciudadanos, pero sin presentar su fuente o bien renunciando a una propuesta cristiana al pensar que la fe ofrece «motivación» o sentido para vivir, pero no un pensamiento y formas de vida propias.
En la ‘Carta a Diogneto’, se afirma, precisamente, que los cristianos viven en medio de las ciudades participando en ellas de manera activa, pero trascendiéndolas. Si estamos en ruta hacia una sociedad muy secularizada, pagana o directamente anticristiana, ¿de qué manera se puede vivir como cristianos hoy?
El Concilio Vaticano II, verdadero Pentecostés para la travesía del final de la Modernidad, ya nos propone volver a las fuentes, Palabra y Sacramento; recuperar la iniciación cristiana, Palabra, Liturgia y Vida Nueva; vivir el seguimiento de Cristo como vocación y en comunidad y ser Iglesia en el mundo sembrando «gérmenes y diseños del Reino de Dios» hasta que el Señor vuelva.
Hablado de Palabra, ¿cree usted que la Iglesia, desde la catequesis, desde la parroquia, supone un complemento al mundo, un mero aderezo? Porque en muchas ocasiones da esa impresión.
Sí, es verdad que muchas veces ofrece «un suplemento de alma», lo cual no es malo en un mundo desalmado, pero no basta. Menos aún, ser una especie de «descorche de la botella de champán» para la fiesta de la vida. Esta coartada, en «bodas, bautizos y comuniones» o en las fiestas de los pueblos, cada vez se reclama menos. Por ello, es un verdadero desafío para nuestra renovación sacar de nuevo brillo a la catequesis, la liturgia y la caridad de la Iglesia para que resplandezca en la novedad que puede ofrecer a nuestro mundo.
Ese resplandor recuerda a algo que también se lee en la ‘Carta a Diogneto’: «Lo que el alma es en un cuerpo, esto son los cristianos en el Mundo». ¿Cómo volver a ser el alma en el mundo? ¿Dónde está el equilibrio entre no ser mundano, pero ser, al mismo tiempo, la sal del mundo?
Estamos llamados a «estar en el mundo, sin ser del mundo para transformar el mundo». La mundanidad está en el corazón herido por el pecado y en poner la esperanza de la evangelización en «el poder» y no en la gracia. Es imprescindible cultivar la vida de gracia y ofrecer, en gratuidad, un testimonio encarnado de vida evangélica y de la doctrina social de la Iglesia en ambientes e instituciones. Quizá lo más decisivo, para ser hoy alma del mundo, sea ofrecer el testimonio visible de familias abiertas a la vida que se agrupan en «familia de familias», comprometidas con el bien común desde las relaciones naturales que se dan en la vecindad y en los ambientes que se frecuentan.
Decía Julián Marías que en la Edad Media el pensamiento cristiano lo define, determina e impregna todo en la cultura y la sensibilidad social, lo cual es palpable incluso en poesía o arquitectura secular o sin ninguna referencia a lo religioso.
Es hoy inevitable aprender a vivir sabiendo que somos un pueblo entre los pueblos y además minoritario desde el punto de vista de la incidencia cultural. Por eso, nuestra referencia para evangelizar es la primera navegación de la Iglesia: una minoría martirial en permanente salida. Además, recoger algunas intuiciones de la última etapa teocéntrica, la Edad Media, pues la Modernidad antropocéntrica es incapaz de superarse a sí misma sin renunciar al humanismo en propuestas «transhumanistas».
Sin embargo, desde hace más de una generación, el arte religioso no se expresa desde la propia teología. Muchas veces, desde la propia estética del edificio, parece que se ha renunciado a profetizar, a declarar ante el Siglo lo que Siglo es incapaz de conocer.
El arte expresa, de alguna manera, el espíritu de la época, ausencia de misterio y funcionalismo, además de la prisa por realizar algo en el menor tiempo. De todas formas, algunas de las nuevas realidades eclesiales sí están siendo capaces de diseñar espacios, componer música y crear iconos que ayudan al encuentro con la belleza, vía privilegiada para la relación con Dios.
En muchos países, como España, la Iglesia, de una manera o de otra, dispone de una amplia red de organismos de índole cultural: desde universidades hasta televisiones, radios, colegios… ¿Qué balance le merece el uso de estos medios?
Seguramente hemos pecado de dispersión y de ofrecer un cristianismo de valores sin rostro, reducido tantas veces a alguna habitación de nuestro edificio, sin ser capaces de impregnar toda la propuesta académica o de la programación en los medios. Creo que hoy somos muy conscientes de esta carencia y se está produciendo un giro. Este se da con lentitud, pues estas instituciones, algunas muy grandes, han generado inercias e intereses empresariales que dificultan una renovación más ágil.
¿Comprende usted a los laicos que, en este tipo de materias, son críticos con la jerarquía? No hablamos de católicos que desafíen al Catecismo, al Dogma, sino que critican la gestión episcopal.
Creo que, al menos, hay dos tipos de críticas, las que se hacen desde lejos a través de medios de comunicación, sobre todo las redes sociales, y las que se hacen más de cerca en el camino compartido en el día a día. El papa Francisco nos empuja a un camino sinodal que reclama un crecimiento en la escucha, en el discernimiento compartido y la acción apostólica.
Algunas de las principales instituciones formativas en el ámbito empresarial o financiero son, en cierto modo, confesionales, o lo fueron en sus inicios, o se inspiran abiertamente en el humanismo cristiano. O eso dicen. Y su reconocimiento internacional es de primera magnitud. Pero ¿qué efecto real tienen en el modelo económico, en la manera como se gestionan las empresas, el trato con clientes, con los empleados?
El humanismo cristiano no basta, aunque hoy lo echemos de menos. Si la propuesta cristiana de esas instituciones formativas ha sido solo de una leve pátina de valores cristianos, muchas veces dirigida solo al sujeto y no a los conocimientos científicos, es muy fácil que el ritmo de vida y las reglas del juego de la economía y de las finanzas hagan desaparecer pronto esa cubierta humanista. Es preciso una visión católica de la economía o de la empresa. No es suficiente formar personas, si se acepta de manera acrítica el entramado institucional del «capitalismo neoliberal». Este sistema genera y precisa una antropología y una propuesta de vida que arrasa los valores de las personas, si no están sostenidas por la gracia y por la comunidad cristiana que discierne la vida desde la iluminación de la Palabra y la Doctrina Social de la Iglesia.
En su momento, la Iglesia incluso fundó y dirigió, de manera ejemplar, grandes instituciones financieras. Cajas de ahorro que funcionaban bien en lo social y en lo corporativo.
Sí y también cooperativas y periódicos, mutualidades… La clave de ese espléndido capitalismo social era el humus comunitario que lo hacía posible y el impulso de la incipiente doctrina social en una época en la que todavía no se había implantado el estado del bienestar. Giró muy pronto a ser un catolicismo social de «obras» y se fue perdiendo la importancia de formar personas. Sin cooperativistas no hay cooperativas.
¿No sería esto un indicio de que de la Iglesia ha perdido la batalla de las ideas? ¿Ahora la Iglesia tiene iniciativa o es reactiva, incluso emulando las «campañas» y modas del mundo secular?
Creo que ha perdido la batalla de la vida que se hace cultura, es decir, estilo y formas de vida reconocibles, por tanto, también pensamiento e ideas. Pero, si nos planteamos una batalla cultural solo de ideas, y las formas de vida de los «ideólogos» no ofrecen una novedad, la guerra está perdida de antemano. Las campañas reactivas pueden justificarnos y tranquilizar nuestras conciencias, pero es evidente que no sirven.
La universidad fue un invento de la Iglesia. Más en concreto, su germen son las escuelas de los obispados. ¿Qué ha sucedido para que la centralidad de lo teológico se haya desleído?
Ya me he referido antes a que el primer paso se da cuando el diálogo fecundo entre la razón y la fe es abandonado en la gran mayoría de las disciplinas. Se comprende de manera insuficiente el significado de la autonomía de las realidades temporales y se produce así una censura entre la teología y el resto de los saberes. En realidad, el proceso hace juego con la tendencia a la doble vida que se produce también en el pueblo católico que desemboca en la apostasía silenciosa de la que hablaba san Juan Pablo II.
En la Edad Media, se entendía que todas las ciencias eran ancilares de la Teología. ¿Es así ahora en las universidades católicas? ¿Cuánto sabe de Cristo, o de los Padres de la Iglesia, el alumno que obtiene un grado, máster, doctorado en una universidad católica?
La propuesta que encierra la pregunta pide un gran esfuerzo al profesorado de las universidades y escuelas católicas para elaborar propuestas y programaciones educativas que incorporen este coloquio. Respetamos los diseños curriculares que ofrece la Administración pública sin enriquecerlos con nuestra propuesta. Seguimos pensando en un cristianismo transcendental que ofrece motivación y cierto sentido, y nos cuesta acoger una propuesta categorial que ensanche la razón y ofrezca paradigmas y contenidos a la búsqueda de la verdad y del saber.
¿Y en los seminarios? ¿Se habla más de Kierkegaard, de ecologismo, de Simone de Beauvoir y Heidegger que de los Padres, del Demonio y las Postrimerías?
Creo que esto que dices es ya más un tópico de los seminarios de los años 70 u 80. La Escritura, los Padres, el Magisterio de la Iglesia están muy presentes en un estudio con las características científicas que tiene la Teología.
He visto clases de Religión en un colegio católico donde se hablaba de medio ambiente y se usaba como «texto» un vídeo de Shakira. Existe la crítica generalizada de que los alumnos, tras muchos años recibiendo esta asignatura, no conocen lo básico del Catecismo, del Credo, ni los Sacramentos. Por no hablar de los Padres Griegos o Latinos.
Los profesores de Religión realizan, en líneas generales, un gran esfuerzo en la escuela. Tienen que ganarse los alumnos cada año. Esto lleva consigo el riesgo de rebajar exigencias u ofrecer «atractivos» para mantener o incrementar el alumnado. La labor de la Enseñanza Religiosa Escolar es complementaria con la catequesis parroquial y no la suple. Precisamos una mayor colaboración entre la escuela y la parroquia con la familia como catalizador de esa relación.
¿En qué tendría que ser la escuela o la universidad católica un referente social y mundial de forma inequívoca? ¿Cómo habría que completar la frase «hay que estudiar en una escuela o universidad católica, porque son las mejores en…», dicha por cualquier persona?
R.: Una referencia de fe que ilumina el entendimiento; de esperanza que invita a arriesgar y a proponer proyectos a largo plazo; y de caridad que ayude a proponer la profesión en clave vocacional y de servicio del bien común. Todo ello desde una perspectiva católica que se manifiesta en la constitutiva interrelación entre todas las disciplinas y saberes, pues el hombre ha de estar en el centro de todas ellas.
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