No resulta imprescindible invocar la fe en Jesucristo para defender la vida humana frágil o terminal. Hay una ética y una buena praxis médica inspiradas en razones de simple humanidad
Al seguir el debate sobre la ley de eutanasia que se tramita en el Congreso, he recordado unas palabras de Heinrich Böll, pronunciadas en 1957: "Prefiero el peor de los mundos cristianos al mejor mundo pagano. En un mundo cristiano hay sitio para los que se verían desplazados en cualquier mundo pagano: lisiados y enfermos, viejos y débiles. Los que el mundo pagano considera inútiles y sin valor encuentran en el mundo cristiano algo más que espacio físico: experimentan amor. Recomiendo a mis contemporáneos imaginar cómo sería un mundo sin Cristo". ¿Quién fue Heinrich Böll? Nacido en 1917 en Colonia, pasa por ser uno de los máximos exponentes de la narrativa alemana de posguerra. Su familia −padre trabajador con mujer y ocho hijos− se arruinó durante la gran depresión de los años veinte y treinta, lo que marcó su niñez y adolescencia. A esa experiencia inicial sobre la dureza de la vida se sumarían la Segunda Guerra Mundial y los años que la siguieron: fue soldado y prisionero de campo de concentración.
Böll se volvió autorizado portavoz de las víctimas del desastre: las convirtió en protagonistas de su obra narrativa y les ayudó como activista social. Así encarnó como pocos el tipo de intelectual de izquierda, comprometido con los más vulnerables y desfavorecidos. Esa opción por la denuncia crítica se plasma de modo eminente en su novela Retrato de grupo con señora (1971), decisiva para que se le concediera el premio Nobel de literatura en 1972.
Con el paso del tiempo, fue ampliando el radio de su activismo, tanto por lo comprometido de sus temas (energía nuclear, medio ambiente, subdesarrollo del tercer mundo) como por el ámbito geográfico en que actuó (viajó a países como Bolivia y Ecuador, para ayudar sobre el terreno). No es casualidad que presidiera en los años setenta el Pen Club Internacional.
Su obra literaria disfrutó de éxito popular. De su novela más difundida, El honor perdido de Katharina Blum (1974), se han vendido cerca de tres millones de ejemplares. Sin embargo, su fama declinó: Böll no cuenta hoy con muchos lectores, se nota que su literatura estaba muy anclada en un determinado ambiente social y que el mundo ha cambiado mucho desde entonces, pero su memoria permanece viva a través de instituciones diversas. Por ejemplo, da nombre a la fundación política vinculada al partido de los verdes en Alemania. La ciudad de Colonia creó en 1985 el premio literario Heinrich Böll y numerosos colegios, calles y edificios públicos llevan su nombre.
A Böll lo educaron en el catolicismo, pero su talante fustigador y denunciador también se dirigió contra la Iglesia, que abandonó oficialmente en los setenta (en Alemania existe un impuesto religioso específico: dejar de pagarlo implica el abandono expreso de la institución, registrado de modo oficial). Ese rechazo no le impidió ponderar la relevancia de la fe cristiana en la sociedad, como se refleja en las palabras que he citado al principio.
No resulta imprescindible invocar la fe en Jesucristo para defender la vida humana frágil o terminal. Hay una ética y una buena praxis médica inspiradas en razones de simple humanidad. Pero a la vez está claro que la común pertenencia a la especie homo sapiens no basta para excluir cálculos utilitaristas. ¿Qué nos impedirá eliminar a ancianos improductivos o a jóvenes y niños discapaces? La fraternidad humana universal tiene sentido si se basa en una filiación compartida. La dignidad humana solo puede aspirar a un valor absoluto si el hombre es imagen o reflejo del Absoluto, hijo de Dios.
En nuestro mundo se observan tendencias contradictorias, auténticas paradojas. La conciencia de la dignidad humana y del carácter único de la persona convive con la reaparición de la ley del más fuerte. Los poderosos se imponen sin misericordia y eliminan a los débiles. Y, de paso, se hace negocio con la operación: una de las dos empresas suizas que ofrecen el "servicio" de la eutanasia arrojaba los cadáveres al lago de Zurich, para ahorrarse los gastos de incineración.
A la vez que en nuestro país se extiende la alarma por el abandono y la mortalidad de los mayores a manos de la Covid-19, el Gobierno tramita por la vía de urgencia −sin debate social− la ley de eutanasia. Estaba llamada a ser la primera ley del Gobierno Sánchez (¿cómo se explica esa prisa?). La pandemia trastocó esos planes y parece que ahora el Gobierno quiere recuperar a toda costa el tiempo perdido. El neopaganismo convive con (¿los últimos?) rastros de cultura cristiana, en una sorprendente mezcla. ¿Queremos ir realmente en esa dirección? Sería bueno escuchar el consejo de Heinrich Böll e intentar imaginar cómo acabaría siendo el mundo sin Dios.