La soberbia humana ofusca a veces la razón, y repite el conocido episodio de la torre de Babel: los hombres que desafían al mismo Dios y pretenden conquistar el Cielo con sus solas fuerzas…
Se ha cumplido un año del inicio de la pandemia y de la conmoción suscitada en tantos ámbitos de la vida social y de sus instituciones. Apenas decretado el estado de alarma publiqué un artículo titulado Con el mazo dando y… Acorté a propósito ese dicho popular, suprimí el A Dios rogando y realcé la parte del hombre −Con el mazo dando−, porque quería huir de espiritualismos y hacer hincapié en los medios humanos para resolver los problemas: en aquellos momentos, afrontar la perturbación que se nos venía encima. Con todo, mi intención era suscitar la suma de empeños −humanos y divinos− sin olvidar y menos aún contraponer fuerzas como, por desgracia, ha sucedido.
La soberbia humana ofusca a veces la razón, y repite el conocido episodio de la torre de Babel: los hombres que desafían al mismo Dios y pretenden conquistar el Cielo con sus solas fuerzas; es decir, invadir el terreno de Dios desde y con el poder del César. Mi intención, entonces, era esa: una llamada a no prescindir del sumando divino. A medida que transcurría el tiempo parecía desvanecerse el recurso a la ayuda de Dios y, peor aún, algunos −ignorantes sin duda de lo que hacían y bajo el paraguas de la pandemia−, prescindir por completo de Él: no directamente −cosa de suyo imposible−, sino como de rebote, por así decir. Me refiero a proyectos de leyes con gravísimas repercusiones sociales, que lejos de estar promovidas por el bien común −principio rector de todo poder político−, han terminado por no contar para nada con Dios en la preservación de la convivencia social y de la misma vida.
Preciso: en diciembre pasado el Congreso español aprobó una ley de eutanasia, excluyendo un serio debate. Los razonables aspectos médicos, antropológicos y éticos que muchos deseaban exponer, quedaron arrinconados. Eran argumentos sólidos que defendían una cuidadosa atención sanitaria para suprimir dolores y sufrimientos en esa fase terminal de la vida; y para ofrecer a la vez, acompañamiento humano de cercanía y cariño a la persona afectada y a sus allegados. Estas razones no se tuvieron en cuenta y prevaleció el camino fácil de legislar adelantando la muerte.
De ese modo, se ha ido demasiado lejos: quienes votaron a favor de esta ley −conscientes o no de ello− han ignorado por completo al Autor de la vida. Y tal exclusión, ¿no implica atribuirse un poder que no les correspondía?
Hoy, ese Proyecto de Ley aprobado también en el Senado, está en la calle. Después de un engañoso debate, las palabras y frases manipuladas y ambivalentes, han ganado la partida frente a sólidas razones médicas, antropológicas y éticas que, en tantas instancias, ya se habían levantado. Al fin, la fuerza de los planteamientos ideológicos −más que la fuerza de una razón serena y desapasionada− ha llevado las de ganar. Ignoro si al conocerse el resultado de la votación, a alguno le habrá venido a la cabeza, tristemente, el gesto del dedo pulgar hacia abajo de los espectadores en la antigua Roma, para sentenciar al gladiador derrotado. Tampoco sé, obviamente, si muchos de los 155 senadores favorables a la ley se plantearon seriamente votar en conciencia. Lo cierto es que el dicho A Dios rogando y con el mazo dando, quedó reducido tan sólo al Con el mazo dando, y ¡cómo ha golpeado!
Más allá de los mencionados razonamientos médicos, humanitarios, etc., en favor de una esmerada atención a la vida en su fase final, como ya se ha dicho, ha brillado por su ausencia lo más nuclear de la realidad en cuestión: se escamoteó que la vida es un don recibido del que no somos dueños absolutos. Comprendo que en una sociedad post-cristiana como la actual, a muchos −aún suponiendo que crean en Dios−, ni se les pasa por la cabeza que Él haya de estar presente en sus conductas diarias y en nuevas leyes que se estudien. Pero, siendo tan central esta que atañe a la realidad de la vida y de nuestra muerte, vale la pena recordar la intervención que un tal Pablo de Tarso tuvo en el areópago de Atenas. Ante una multitud de oyentes que tampoco eran cristianos, como tantos del siglo XX, pero sí tenían como los ciudadanos de hoy una cabeza pensante, Pablo les habló con palabras dirigidas a interrogarse y estimular su inteligencia. Tomó ocasión de la estatua erigida por ellos mismos Al Dios desconocido, para animarles a descubrir ese Dios que, y cito textualmente sus palabras, no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos movemos y existimos (Hechos 17, 28): ¡nada menos! Por eso, para defender la ley de eutanasia se tendría que haber podido afirmar con rotundidad: yo soy dueño absoluto de mi vida porque a nadie se la debo. ¿Alguien se atrevería a suscribirlo? ¿No protestarían, al menos, nuestros padres? Ojalá las palabras de san Pablo sonaran hoy en algunos foros −ya se llamen Congreso, Senado, televisión, prensa...−, y llegasen a la cabeza y al corazón de todos.
El tiempo de pandemia ha dado para otra ley que deja abierta una herida similar aunque, en este caso, la exclusión de la huella de Dios en lo legislado sea menos evidente. En noviembre pasado y sin el consenso que requiere toda ley que afecte al derecho fundamental de la educación, reconocido en precisos artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea y en el art. 27 de la Constitución Española, el Congreso aprobó el Proyecto de Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación (LOMLOE).
En esta Ley se obstaculizan derechos que, en su origen y raíz última, sólo a Dios corresponden: concretamente, el de los padres respecto a sus hijos para educarlos según sus convicciones morales y religiosas. Un año antes de aprobarse esta Ley, las palabras de la Ministra de Educación, dejaron estupefactos a los participantes en el Congreso de Escuelas Católicas, al afirmar que el ejercicio del mencionado derecho no estaba garantizado por el artículo 27 de la Constitución Española. Debilitada así la figura de los padres, desaparecía por completo la del Padre común, fuente última de esos derechos.
Quizá no haya sido casualidad que el Papa Francisco publicase, en pleno ecuador de la pandemia, la Encíclica Todos hermanos. Ha sido una nueva llamada a mirar a lo alto, a no excluir a Dios de la vida social. Francisco hace suyas estas palabras de Juan Pablo II: la raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado (Encíclica, n. 273).
A las dos semanas de publicarse, el Papa recibía al Presidente del Gobierno español. En el encuentro con él y su séquito, les habló de lo sucedido en Alemania con la caída de la República de Weimar. Se refirió al peligro de las ideologías que hacen sectarios y deconstruyen, en lugar de construir. Y concluía su Discurso: Con estas palabras simplemente quiero recordar a los políticos que la misión de ellos es una forma muy alta de la caridad y del amor. Pienso que Santo Tomás Moro, patrón de los políticos, habrá aplaudido desde el cielo ese elogio de tan alta misión; él la vivió a fondo, jugándose la vida por la verdad y por el honor de Dios. Buen ejemplo para los políticos y para todos.
Miramos al Cielo y Caminamos por la tierra: han sido dos ideas desarrolladas por el Papa en su reciente viaje a Irak. Figuran a modo de epígrafes en el texto del Discurso, pronunciado en Ur. De nuevo señalaba la senda: Caminemos en la tierra, trabajando y conviviendo como hermanos, sin socavar −en las leyes o en el trato social− los cimientos divinos de la persona y de la fraternidad. Y Miremos al Cielo, al Padre común de todos. Es otro modo de decirnos que la sabiduría del A Dios rogando y con el mazo dando sigue vigente y vale la pena no excluirla de las leyes, ni de la convivencia social. No la arrojemos alocadamente por la borda.