El genio femenino, la sensibilidad por el ser humano, la ternura, la capacidad de entrega o la enorme riqueza que aporta la mujer allá dónde va han venido cambiando, sosteniendo y enriqueciendo el mundo desde siempre
Hoy ya nadie pone en duda la igualdad ontológica, en dignidad, valor y derechos, entre hombre y mujer. Sin embargo, la igualdad en ser y valor no quiere decir que seamos idénticos, ni que queramos serlo. Hombres y mujeres no somos clones. Tenemos respuestas diferentes, personalidades distintas, dones y cualidades diversos y a la vez complementarios, que se ponen de manifiesto en la familia, en la educación, en el trabajo, en las relaciones sociales, en la cultura y en el arte, etc.
En este escenario de igualdad real mencionado, aparece hoy un feminismo radicalizado, alejado de las preocupaciones diarias de las mujeres. Es un feminismo desdibujado, mal digerido y comprendido, que concibe la relación hombre-mujer en lucha, en competición, que demoniza a todo hombre por el mero hecho de serlo. Precisamente por ello, ese feminismo cada vez es más irrelevante, inútil y absurdo. Las mujeres reales, las que desde el albor han construido familias, pueblos y naciones, no se sienten representadas en el discurso estridente, ordinario y engreído que se grita cada 8 de marzo. Hacen algo de ruido, se visten de morado, pero apenas representan a una moda, más que a personas concretas. La palabra feminismo es ya una palabra manida, casi hueca, inconsistente. Incluso el feminismo encarnado en voces como la de Lidia Falcón se pregunta con sensatez: si ya no hay mujer, ¿por quién es entonces nuestra lucha?
Como mujer, prefiero hablar de feminidad, prefiero hablar de paternidad y maternidad, de que hombres y mujeres nos necesitamos para continuar en la tarea de la vida, sé y no necesito que me lo cuenten, que los hijos necesitan las figuras materna y paterna para su estabilidad, y que si además sus padres se quieren y se respetan su felicidad es mayor.
En 2020 hemos conmemorado el XXV aniversario de la carta de Juan Pablo II a las mujeres. En esa extraordinaria y delicada carta, el papa Wojtyla reconocía que la sociedad es en gran parte deudora del «genio femenino». En ella hacía un agradecimiento explícito a la mujer: «Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano. Te doy gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un hombre. Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia. Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política. Te doy gracias, mujer-consagrada. Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu feminidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas».
Y es que el genio femenino, la sensibilidad por el ser humano, la ternura, la capacidad de entrega o la enorme riqueza que aporta la mujer allá dónde va, ya sea familia, trabajo, educación, ha venido cambiando, sosteniendo y enriqueciendo el mundo desde siempre y con cualidades inconmensurables como la imaginación, la elegancia, la intuición o la creatividad. Cualidades que no es necesario reivindicar, puesto que ya se dan por supuestas, y que son totalmente contrarias a lo que se vocifera en las manifestaciones moradas.
Mujeres que enriquecen el mundo
El enriquecimiento del mundo y su aportación a la familia, a la sociedad, al trabajo o a la cultura son frutos que no logra la mujer masculinizándose o imitando al varón, sino viviendo plenamente su peculiar originalidad femenina justamente en comunión con el hombre.
Lo verdaderamente revolucionario hoy es reconocer y reivindicar la insustituible alteridad sexual, cada día más negada por el inmenso poder de la ideología, pese a que la experiencia humana y la biología se empeñan tercamente en desmentir su final, puesto que, como ya advirtieron los clásicos: «La naturaleza siempre vuelve…» (Horacio).