La gran potencia transformadora de ese argentino octogenario que viste de blanco y al que llamamos sumo pontífice radica en lo más profundo de su alma, donde escucha, en silencio, el susurro del espíritu de Dios
Desde casi todo punto de vista, el viaje de Francisco a Iraq era una locura. El país está devastado por la guerra y todavía sigue azotado por la pandemia de covid-19. Por lo demás, la seguridad del papa no estaba del todo garantizada. Los recientes atentados suicidas, los ataques con cohetes a las fuerzas de la coalición liderada ahora por el gobierno de Biden y las consiguientes represalias aéreas mostraban un panorama desolador. Violencia, odio, destrucción, fanatismo e intolerancia, son palabras que las personas asociamos a la vida insufrible de este viejo país, bañado por los ríos Tigris y Éufrates, conocido antiguamente como Mesopotamia.
Pero la intuición espiritual del papa pudo más que los argumentos intelectuales de sus expertos consejeros. El papa de las periferias era muy consciente de que Iraq es, en nuestros días, un ejemplo de la periferia sufriente, y, por tanto, estar allí era su deber de pastor. Su decisión de viajar fue valiente, no imprudente. Puso en manos del César (las autoridades sanitarias y diplomáticas) lo que es del César y en las manos del amor de Dios todo lo demás, que era mucho. El saldo final ha sido un viaje calificado de histórico.
Como Francisco recordó en la tradicional rueda de prensa durante el vuelo de regreso a Roma, él había rezado mucho por esta visita, y esperó a que la idea madurara en su corazón y cuajara. No tuvo prisa. Sabía que estaba cumpliendo un deseo de Juan Pablo II, quien sus biógrafos cuentan que lloró cuando le prohibieron viajar a Iraq. También lo había intentado Benedicto XVI, pero la guerra abortó el viaje.
Francisco ha enfocado con acierto la visita, a modo de peregrinación de la fe, como un gesto de amor a la cuna de las religiones monoteístas, a un pueblo doliente y a unos cristianos amenazados, perseguidos y discriminados. El papa fue a Iraq a darse sin reservas, a consolar, a dialogar, a rezar, a dejarse sorprender. En el encuentro interreligioso en la llanura de Ur, el papa se emocionó cuando supo que Najy, de la comunidad sabea mandea, había perdido su vida al intentar salvar a la familia de su vecino musulmán.
Francisco se conmovió también en la catedral de Bagdad al escuchar el testimonio de una cristiana perdonando de corazón a quienes habían matado a su hijo. Cuando el papa narró este hecho en la rueda de prensa, comentó a los periodistas: “Esto es Evangelio puro”. En realidad, todo este viaje de Francisco ha sido Evangelio puro.
Francisco ha tratado de encarnar en Iraq el mensaje de su última encíclica “Fratelli tutti”, que ha citado profusamente. Una frase que pronunció en su discurso a las autoridades y cuerpo diplomático lo condensa perfectamente: “Una sociedad que lleva la impronta de la unidad fraterna es una sociedad cuyos miembros viven entre ellos solidariamente”.
Sí, a la humanidad como tal corresponde tomar la importante decisión de vivir en el planeta Tierra como enemigos, como competidores o como hermanos. Cuando vivimos como enemigos, generamos un mundo de violencia, guerra y fanatismo, como ha sucedido en Iraq en los últimos tiempos. Cuando vivimos como competidores, construimos un mundo de graves desigualdades sociales y fuertes tensiones en el que fácilmente cae en la discriminación, la corrupción y el abuso de poder. Cuando vivimos como hermanos, como dignos hijos de un mismo Dios, que se hacen “responsables de la fragilidad de los demás” (“Fratelli tutti”, 115), la humanidad vive en la armonía de la paz y la solidaridad.
Alcanzar este estilo de vida solidaria no es fácil, pero tampoco constituye una utopía irrealizable. El papa insiste en que “la coexistencia fraterna necesita del diálogo paciente y sincero, salvaguardado por la justicia y el respeto del derecho”. Un buen ejemplo de diálogo nos dio Francisco en su visita de cortesía al gran ayatolá Ali Al-Sistani, líder espiritual del islamismo chiita. Y es que todas las religiones deben servir a la causa de la solidaridad y la paz universal, ha repetido una y otra vez el papa Francisco.
La visita de Francisco a Iraq ha marcado el rumbo de la regeneración del país, del diálogo interreligioso, de la resolución del conflicto de Medio Oriente y de la transformación de un derecho internacional de estados soberanos en un derecho global de una humanidad solidaria. Pero el viaje ha servido también para mostrar al mundo que la gran potencia transformadora de ese argentino octogenario que viste de blanco y al que llamamos sumo pontífice radica en lo más profundo de su alma, donde escucha, en silencio, el susurro del espíritu de Dios.
Rafael Domingo Oslé es profesor investigador del Centro de Derecho y Religión de la Universidad Emory y catedrático de Derecho de la Universidad de Navarra