El Concilio Vaticano II supuso un fuerte empujón para los trabajos ecuménicos, tan queridos por el hoy beato Juan XXIII
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Cincuenta años después, los grandes objetivos siguen en pie, aunque hayan cambiado planteamientos y terminología
Me alegró la noticia de la presencia en Roma el pasado 11 de octubre del Patriarca Bartolomé I de Constantinopla y del arzobispo de Canterbury y primado de la Comunión Anglicana Rowan Williams.
El papa Benedicto XVI inauguró el Año de la Fe, en el 50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II que, entre tantas facetas, supuso un fuerte empujón para los trabajos ecuménicos, tan queridos por el hoy beato Juan XXIII.
Al cabo, como recordó el Papa en su homilía, el gran sentido de aquella magna asamblea «ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia».
Lo hicieron suyo de modo patente Pablo VI y Juan Pablo II, quienes, en palabras de Benedicto XVI, «convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo».
El arzobispo anglicano Rowan Douglas Williams, en su intervención en una de las sesiones del actual Sínodo sobre la evangelización, señalaba que el Concilio Vaticano II, que tanto hizo por la salud de la Iglesia, «ha contribuido a que recuperase gran parte de la energía necesaria para proclamar eficazmente la Buena Nueva de Jesucristo al mundo de hoy». Desde el espíritu contemplativo, es preciso mostrar que «estamos dispuestos a embarcarnos en un viaje sin fin para encontrar el camino que nos lleva más profundamente al corazón de la vida trinitaria». Con claridad paladina, afirmó que la contemplación representa la respuesta definitiva «al mundo irreal y enloquecido al que nos llevan nuestros sistemas financieros, nuestra cultura publicitaria y nuestras emociones caóticas y sin control».
Por su parte, Bartolomé I —en un italiano cuyo acento recordaba el de Juan Pablo II— evocó durante la celebración en la plaza de San Pedro la eficacia del Concilio Vaticano II en las últimas cinco décadas. Desde entonces, «hemos asistido a la renovación del espíritu y al “regreso a las fuentes” a través del estudio de la liturgia, la investigación bíblica y las enseñanzas patrísticas. Hemos apreciado el esfuerzo por liberarse gradualmente de la limitación del rígido escolasticismo para llegar a la apertura del encuentro ecuménico que ha desembocado en la revocación recíproca de las excomuniones del año 1054, el intercambio de saludos, la restitución de las reliquias, el inicio de diálogos importantes y las visitas recíprocas a las sedes respectivas». No han faltado dificultades. Pero el patriarca de Constantinopla se une a Roma «en la espera de que, derrocado todo muro que separa la Iglesia occidental y la oriental, se hará una sola morada, cuya piedra angular es Cristo Jesús, que hará de las dos una sola cosa».
Aunque llega el momento de no darlo por sabido, hace cincuenta años la palabra más repetida fue aggiornamento. Juan XXIII estaba empeñado en profundizar en los contenidos esenciales de la doctrina cristiana, para hacerlos llegar con máxima eficacia a un mundo que mostraba signos de cansancio y de crisis, aunque la herida mortal que acechaba al comunismo era sólo conocida entonces por no muchos expertos.
Cincuenta años después, los grandes objetivos siguen en pie, aunque hayan cambiado planteamientos y terminología. Se trata sobre todo de recomenzar con energía la tarea evangelizadora, para que la persona de Cristo sea luz y camino de esperanza para la humanidad. Si entonces el marxismo podía parecer para algunos ideología dominante, hoy se detecta más bien la invasión de un espíritu individualista, más débil en las formas, pero más impenetrable quizá para la realidad de la vida y del mensaje cristianos. Y el absolutismo del islamismo radical hace estragos y provoca conflictos en medio mundo. Estas dificultades contribuirán a unir a los creyentes para dar a conocer a Jesús y propagar una doctrina de paz, de solidaridad y de esperanza.