En un mundo tan rápido, que está acelerado y convulso, necesitamos parar y pensar
Durante la pandemia han crecido de modo vertiginoso las búsquedas en Google de cómo meditar en casa y la palabra meditación se ha convertido en tendencia. La Organización Mundial de la Salud alertaba hace un tiempo de que, con el confinamiento, la gente estaba echando mano de todas las herramientas disponibles en la red para encontrar solución al agobio, el estrés o la claustrofobia que estaban sintiendo. Incluso están creciendo mucho las aplicaciones que enseñan a meditar. Se estima que este asunto mueve muchos millones de dólares. La meditación está de moda.
En un mundo tan rápido, acelerado y convulso necesitamos parar y pensar, sobre todo cuando las cosas se desencajan, cuando perdemos las seguridades.
“La meditación es clave para el deporte de élite”, reza un titular de un periódico deportivo. Y comenta Paula Butragueño, apasionada del deporte, “noté que me faltaba algo porque no acababa de complacerme el camino. Así es como llegué a la meditación y me ha ido tan bien que quiero compartirlo. ¿Por qué? Porque he descubierto que parar, centrarte y poner una atención plena en ti te mejora, te potencia, disfrutas de tus triunfos y, cuando las cosas van mal, no padeces tanto”.
Llama la atención que en una sociedad secularizada, liberada, adulta, esté de vuelta de aquello que dejó. La oración, la confesión y la dirección espiritual son clásicos de la vida cristiana. Los hemos olvidado y ahora pagamos por lo que era gratuito. Acudimos al psiquiatra, al “coach”, a los cursos de meditación.
Hoy consideramos el episodio de la Transfiguración. Pedro, Santiago y Juan están felices en el Tabor contemplando la grandeza de Dios. Están tan a gusto que dice Pedro: “Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
La oración, la meditación cristiana no es una mera introspección, tampoco es un grito de auxilio. Es algo mucho más grande, una búsqueda. El intento de entender lo que me pasa ante los ojos de Dios. Es un diálogo que enriquece, que da respuesta a los interrogantes, que lleva al regazo de Dios, a su sabiduría y seguridad. Me hace sentirme bien, saberme amado.
Hay muchos modos de meditar. Pararse, concentrarse, fijar la atención, autorregular la mente siempre son beneficiosos, ayudan. La tan valorada meditación oriental, con su posición de loto, puede relajar y dar estabilidad física. Pero la meditación cristiana es otra cosa, es encuentro con el Otro, con el Amado. Es una relación. Te señala que no estás solo, te ayuda a salir del ensimismamiento. Ves que hay un Acompañante, un Amigo que nunca te abandona. Un Maestro, un Médico. Todo un Dios a tu lado. Para valorar este modo tan estupendo de meditación se requiere humildad, sencillez: la alegría de saberse criatura −criado− y, por lo tanto, de no ser Dios.
Hay varios modos de oración. La oración vocal que consiste en repetir oraciones ya hechas, como el Padre nuestro o el Ave María. La mental, dialogando con el Padre, el Hijo o el Espíritu Santo. La propia meditación que trata de comprender el porqué y el cómo de la vida cristiana para acercarse a la voluntad de Dios. La contemplación que busca al “amado del alma”. Siempre es diálogo, cosa de dos: hablo y escucho. De lo contrario se puede convertir en un monólogo recurrente empobrecedor. No se encuentra más luz que la propia, de por sí escasa.
Recuerdo unos esposos jóvenes que lo estaban pasando mal. Comenzaron a asistir a la Adoración perpetua, dedicaban una hora semanal a estar con al Santísimo expuesto en la custodia. A los pocos meses superaron sus desavenencias. Estaban convencidos de que esas largas conversaciones con Jesús en la eucaristía les habían abierto los ojos y fortalecido. La meditación como oración enriquece. No es una búsqueda en solitario. Hay quien da las respuestas. Basta con preguntar y escuchar pacientemente.
La luz puede venir de meditar las palabras de las sagradas Escrituras, los escritos de los santos, las obras de espiritualidad, de los sucesos de la vida vistos con los ojos de la fe… Es la respuesta del Verbo de Dios que acude en nuestra ayuda. Dice Camino: “Me has escrito: orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué? −¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: “¡tratarse!”
Podemos dedicar todos los días un rato a meditar, siempre con el ánimo abierto a Dios, con ganas de escuchar. Es el consejo que reciben los apóstoles en el monte Tabor: “Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle”.