Hay unas personas que viven con dolor la existencia, como si no se sintieran queridas
Hace unos días, desde el confesionario, vi a una señora deambulando. Se sentía su presencia por sus pasos cansinos y también por el olfato. Era una mujer sin techo, muy abandonada. Le pregunté si quería algo y me pidió un crucifijo. Le ofrecí uno pequeño que llevo siempre conmigo. Lo agarró con alegría y comenzó a besarlo diciendo: “me encuentro mal, me encuentro mal”. Al momento me preguntó si podía quedarse un rato. Le contesté que estaba en su casa. Se sentó en un rincón y al poco estaba plácidamente dormida. Me impresionaron los besos que le daba a la cruz. No pidió nada más, ni dinero, ni alimentos… solo el crucifijo.
Estamos entrando en la Cuaresma, más singular, si cabe, que la pasada. Sin el bullicio de los Carnavales ha llegado sin enterarnos. Tampoco dará paso a los desfiles de Semana Santa, una vez más la procesión irá por dentro. Escuchamos la llamada del Señor: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Hoy podemos preguntarnos cómo andamos de fe, en quién creemos, cómo afectan nuestras creencias en nuestra vida.
Los conductores tenemos la experiencia de cómo se llevan las incidencias del tráfico. Hay una especie de automovilistas justicieros, van con el claxon por delante, con gestos desosegados, con palabros. Ayer mismo me llenaron de bocinazos y me hicieron “la peseta”, no sé por qué. De algún modo se sienten con la misión divina de ordenar el tráfico.
Hay unas personas que viven con dolor la existencia, como si no se sintieran queridas, parece que su vida no tiene sentido. Al no creer en nada, o en muy poco, transmiten su desasosiego a los demás. Negar la transcendencia, la cercanía de Dios, narcotiza, priva a los hombres de su dignidad, afecta muy profundamente a su personalidad.
El modo de situarnos ante la vida nos marca. Es muy duro pensar que somos un animal evolucionado, fruto de la casualidad, que no hay un sentido, un orden, un buen Dios que vela por nosotros, que nuestro destino es efímero. Si todo acaba, si nada tiene sentido, falta confianza, hay recelo. Ante las deficiencias, incertidumbres, injusticias solo hay rebeldía. Hay falta de libertad y acabamos a merced del poder de turno. Esto favorece una personalidad desconfiada, suspicaz, insegura ya que todo depende de los logros del ahora, que nunca llenan el corazón. Genera un modo de ser “consumista” pues la felicidad se basa en lo que tenemos y no en lo que somos.
En cambio, la fe, el convencimiento de la existencia del Dios del amor, el saber de un Buen Padre que vela por todo, que habrá justicia, lo hace todo diferente. Descanso en Dios, no todo está en mis manos, tengo sosiego y paz. Es muy duro tener que estar dirigiendo el mundo, llevarlo sobre los hombros. Nuestra vida no tiene nada que ver con la de Sísifo, condenado a empujar sin cesar una roca hasta la cima de la montaña, desde donde vuelve a caer por su propio peso.
También los creyentes estamos llamados a repensar cómo es nuestra imagen de Dios. Puede suceder que seamos muy perfeccionistas o cumplidores, que juzguemos y condenemos a los demás y a nosotros mismos, que no estemos cómodos en la vida. El motivo estaría en pensar en un Dios lejano, justiciero y frío. Una especie de guardián controlador del universo, más que un Padre bueno y amoroso. En este caso sería un dios falso, una quimera nuestra que nada tiene que ver con la realidad. Esta imagen tampoco ayudaría a tener una buena personalidad.
Dice Benedicto XVI: “Dios es amor y sólo cuando nos abrimos, completamente y con confianza total, a este amor y dejamos que sea la única guía de nuestra vida, todo queda transfigurado, encontramos la verdadera paz y la verdadera alegría y somos capaces de difundirlas a nuestro alrededor”. Saber que somos queridos de un modo incondicional y para siempre nos da seguridad; saber que el bien acaba imponiéndose nos tranquiliza. Creer en la justicia eterna nos estimula a ser justos y a hacer el bien.
Se podría afirmar que somos un reflejo de lo que creemos. El Papa Francisco nos dice: “En este tiempo de Cuaresma, acoger y vivir la Verdad que se manifestó en Cristo significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de Dios, que la Iglesia nos transmite de generación en generación… Esta Verdad es Cristo mismo que, asumiendo plenamente nuestra humanidad, se hizo Camino −exigente pero abierto a todos− que lleva a la plenitud de la Vida”. Revisemos cómo es el Dios en que creemos.