El poeta, observador, padre de familia, con mente cristiana, es consciente, se da más cuenta que el resto de los mortales de la debilidad de la sociedad en la que malvivimos
Me ha sorprendido el último libro de Montiel por su perspicacia para entender los problemas de fondo de nuestra sociedad, que no son ni la pandemia, ni las dificultades económicas. Lo explica así: “Un insecto metálico sobrevuela tu casa. Medio centenar de vidas a una altura superior a la del monte Fuji mientras las nubes rezan debajo de sus asientos, perplejas ante la prisa del aparato. Imagina a los antiguos cartógrafos, la cara que pondrían si pudiesen abrir sus tumbas y contemplar desde arriba las fronteras del mar. Su sorpresa al conocer el dibujo de las islas. Ver un mundo tan señalizado con tantos hombres perdidos. Porque, si bien sabemos construir aparatos capaces de la velocidad, pantallas táctiles y robots qué simplifican nuestras vidas, hemos descuidado el alma. Velados por una soberbia que ha cebado nuestros hallazgos, se nos ha olvidado el corazón”(p. 33).
Me parece que es bastante acertada la opinión del escritor, “se nos ha olvidado el corazón”. Tenemos muchas cosas, pero escasea el auténtico amor. No deja de ser curioso −y, desde luego, preocupante− lo que les cuesta a los jóvenes contraer matrimonio y lo poco que duran los que llegaron a ser. Es todo un síntoma. Si hay algo importante en la vida de las personas es su capacidad de amar, pero el ambiente consumista produce egoísmos. Cada uno a los suyo. Como una peste, mucho más preocupante que el coronavirus. Es una epidemia corrosiva, muy dañina, sobre todo porque pocos son conscientes de su extensión y su gravedad.
“La velocidad pasa las páginas deprisa, sin retener nada; el amor subraya, y para el subrayado es necesaria una dosis de atención. Mientras la velocidad lo emborrona todo, El amor perfila, crea rasgos en el lienzo del caos. El detalle es hijo del amor, nace de la poca urgencia. La velocidad nos ha empequeñecido”(p. 33).
El poeta, observador, padre de familia, con mente cristiana, es consciente, se da más cuenta que el resto de los mortales de la debilidad de la sociedad en la que malvivimos. Hay mucha velocidad, mucho correr, poco pararse y observar. Poca capacidad de meditar, de dar dos vueltas a las cosas, especialmente útiles en la presencia de Dios. “El amor subraya”, hace falta parar, hace falta atención, para valorar, para aprender, para ser conscientes de las necesidades de los demás.
También, en la misma línea, dice Montiel: “Una ventana encendida se parece mucho a la misericordia” (p. 13). Hace falta esa luz de la esperanza. Necesitamos notar que nos ven, que nos quieren. Hay muchas personas solas. “Lo que verdaderamente transmite la fe es una entrega particular, un determinado abrazo o palabra de aliento. Regazos, rodillas, palabras susurradas en la orilla de la cama donde duerme un niño con miedo a la oscuridad. Vidas concretas y no abstracciones teológicas ni homilías. Un Dios que vive en el ejemplo. Desapercibido. Hospedado en el establo de una caricia, en la carpintería de una sonrisa, en el pesebre de unas manos amorosas (p. 23).
Eso es vida cristiana, y eso es lo que nuestra sociedad precisa. Y lo agradece mucho más que la riqueza, quizá porque de eso ya tenemos, pero los detalles de cariño escasean. No podemos olvidar que es lo más típicamente cristiano: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Y si eso falla, nuestra sociedad, nacida en el cristianismo, se destruye.