En el camino de la argumentación, es bueno que nos preguntemos cuáles son los motivos que hacen que las humanidades sean necesarias, vitales e iluminadoras
Irene Vallejo es escritora y doctora en Clásicas. Es la autora de 'El infinito en un junco', Premio Nacional de Ensayo de 2020: un texto-revelación que cuenta, entre la academia, la didáctica y la divulgación, los treinta siglos de historia de los libros.
Habla con cadencia musical. Introduce sus respuestas con una sonrisa. Y sus contestaciones son oratoria lista para transcribir y ponerle un lazo. Irene Vallejo es columna y columnista, Premio Nacional de Ensayo 2020 por “El infinito en un junco” o porqué los clásicos son inmortales. Su infancia son noches de Odisea: Ulises, las sirenas, y un padre al pie de la cama contando a Homero. Aquellas aventuras engendraron una vocación cristalina por la Filología Clásica. Doctora. Escritora desde hace diez años. Ensayista revelación de la gran pandemia. Un puente entre culturas. Una conversación sin trampa. Una claraboya de luz que flota en las librerías. Pluma y oído. Teclas y páginas. Grecolatina y contemporánea. Humana y humanista. Sensible. Primorosa. Lo ha dicho Vargas Llosa: el libro de esta maña “se seguirá leyendo cuando sus lectores de ahora estén ya en la otra vida”. En un mundo conquistado por la profilaxis, ha nacido un clásico entre los juncos del Ebro.
Mientras se ponían de moda los fondos de cartón con libros para los directos de Instagram y las reuniones por Zoom, El infinito en un junco (Siruela, 2019) se salía de madre hasta convertirse en el ensayo más leído del confinamiento. Todavía las olas de esa marea llegan a las playas: más de 150.000 ejemplares vendidos. Unas 26 ediciones. En 30 lenguas. Un ensayo de 472 páginas sobre la historia de los libros.
¿Olas? Esto es un tsunami inesperado, sobre todo para Irene Vallejo, que salió de la crisis de los 40 por la puerta grande con un hijo liberador que le permitirá ya navegar las letras con techo. Porque ella −filóloga, doctora, escritora y audaz−, acampó en las imprentas en 2011 y su primera obra acaba de cumplir diez eneros: una novela de suspense. Después vinieron textos de aventuras, de amor, infantiles, juveniles, hasta que la madurez cayó sobre su propio peso con este trávelin por los treinta siglos de la historia de los libros contado con el amor de una lectora, la pasión de una académica, la ilusión de una divulgadora, la pluma de una revelación y el alud arrollador de una discreción creíble y contagiosa.
Premio Nacional de Ensayo 2020 y otros seis galardones para este viaje apasionante narrado por una cuentista con bagaje y argumentos. Erudición y asfalto. Sensibilidad y criterio. Toga y pantalón vaquero. Mario Vargas Llosa ha puesto este infinito en la estantería de los clásicos recién hechos. Luis Landero habla de prosa brillante y Luis Alberto de Cuenca dice que está escrito por ángeles.
Una mañana de la España de la tercera ola. Allá, en su tierra, Irene, que significa paz, está a punto de ir a por su hijo al colegio. La mitología matiza que su nombre significa “aquella que trae la paz". Una de las tres Horas, hijas de Zeus y Temis. El arte la exhibe como una bella joven que porta cornucopia, cetro y antorcha. Al otro lado de la línea aparece Vallejo: discreta, con el cuerno de la abundancia de un éxito sereno, el cetro de un liderazgo sorpresivo y la antorcha de una luz amablemente nueva.
Pasemos páginas.
Gracias por poner los libros en prime time.
No esperaba en absoluto esta acogida. Suponía que el tema no tenía un gran atractivo para el gran público, y ha sido una sorpresa. Son los lectores quienes han colocado los libros en primera plana.
El éxito de su ensayo demuestra que las humanidades importan a pie de calle.
Supongo que cuando sucede un fenómeno de este estilo es porque había un público huérfano con inquietudes no canalizadas. Lo escribí sin aspiraciones de éxito. Por una parte, el ensayo siempre ha sido hermano menor de la literatura, sobre todo frente a la narrativa. Por otra, el tema no era ni de actualidad, ni político. Pensaba en un interés para un público determinado, pero no me imaginaba esta acogida, y todo esto me ha hecho reflexionar. Hay más sed de humanidades en el debate público de lo que pensábamos. Si se arrincona un tema es difícil que su ausencia sea motivo de conversación.
Estas páginas compradas, leídas y premiadas son, también, una manera elegante de ir a contracorriente de una corriente que no habla de libros, sino de Netflix; ni de humanidades, sino de eficiencia…
Estudié Filología Clásica que, dentro de las Letras, ya parece una opción particularmente insensata, y me pasé muchos años de carrera y doctorado teniendo que explicarle a mucha gente por qué es bueno que existan estos estudios y estas materias. Quienes las elegimos estamos sometidos a un asedio constante. Si algo me ha enseñado la experiencia es que, cuando se defienden las humanidades o la importancia de los clásicos del mundo antiguo, nada se puede dar por hecho. Merece la pena razonar las explicaciones trascendiendo los argumentos de autoridad. Esta batalla hay que librarla e intentar argumentarla bien, porque demasiada gente no entiende la pervivencia de las humanidades, o quizás las sientan tan lejanas y distantes que crean que no tienen nada que ver con el mundo contemporáneo.
En el camino de la argumentación, es bueno que nos preguntemos cuáles son los motivos que hacen que las humanidades sean necesarias, vitales e iluminadoras. La obligación de los humanistas es ser capaces de mostrar el atractivo del mundo clásico y divulgar con acierto las razones de su vigencia, porque allí está el contrapunto que nos explica quiénes somos. La experiencia acumulada de la historia está directamente ligada a las proyecciones del futuro.
Parece que si al pueblo le ofreces caviar, el pueblo no es tonto.
Siempre he pensado que hay que escribir confiando en la inteligencia de los lectores, y no bajando el listón de entrada. Las cuestiones que aborda El infinito en un junco yo las había trabajado como investigadora, y había publicado una tesis con el lenguaje académico habitual. Pero tenía la sensación de que podía suscitar interés más allá del círculo de los especialistas y me plantee escribirlo. Mi reto era contar la historia de una forma que fuera atractiva y, hasta cierto punto, adictiva. Que se pudiera leer con el placer con el que se lee una novela. Hice una renovación de la forma del ensayo histórico o humanístico, como queramos llamarlo, inspirándome en modelos anglosajones y en ensayos españoles que en los últimos años han revolucionado el panorama, como Librerías, de Jorge Carrión, o La España vacía: viaje por un país que nunca fue, de Sergio del Molino.
Habla usted de una relación estrecha entre humanidades, lectura, diálogo y democracia. ¿Dónde ve usted el quid de la crisis de la democracia?
Parto de la idea de que la democracia es un sistema que reposa en equilibrios frágiles, porque no lo somete todo al poder y al control autoritario. Un modelo de gobierno basado en el consenso es mucho más difícil que el que pivota en el uso de la fuerza. La democracia es un gran diálogo sometido a muchas amenazas, por eso es importante que la palabra fluya con libertad y atienda a los argumentos. El ejemplo de la fragilidad de la democracia es el nacimiento de este sistema en la antigua Grecia, donde fue un experimento breve, porque tuvo muchos adversarios y muchos problemas. Esa fragilidad la convierte en un intento humano asombroso, por eso es necesario alertar constantemente de que no es un sistema que se sostenga por inercia y requiere nuestra protección. La ciudadanía de una democracia debe ser más activa.
El infinito en un junco habla de los libros, pero también de las ideas de las que esos libros han sido portadores, que se habrían perdido si no hubiese existido la forma de plasmarlas y hacerlas perdurar. La crisis de la democracia está muy asociada a la crisis de la palabra y del discurso. Por eso reivindico la importancia de las humanidades y del pensamiento, que son la base del diálogo. Si entre todos tomamos decisiones que nos afectan como sociedad, es muy importante que desarrollemos la capacidad de ponernos en el lugar del otro, y el teatro, la literatura o la filosofía nos dan las herramientas para acertar en esas decisiones. La suerte de la palabra, el lenguaje, el debate, el diálogo y la democracia están muy unidas. Cuando se hiere de muerte a las humanidades y a las normas que rigen las humanidades, se fragmenta la confianza, se extienden los bulos… Si fallan los cimientos esenciales, todo se tambalea.
¿Qué libros recomienda para ser ciudadanos abiertos al diálogo con quien piensa diferente en este país y en este tiempo?
Hay un momento importante en la historia de la Filosofía: cuando se exponen las ideas en forma de diálogo, con Platón. En el contexto democrático, el pensamiento ya no se expresa con un discurso de convicciones y concepciones, sino en una conversación de distintas ideas inaugurando una tradición. Cuando la democracia se afianza, la filosofía se convierte en diálogo. Me parece muy interesante comprobar cómo se van construyendo las ideas a través de la conversación, porque es una manera de contemplar la realidad desde muchos puntos de vista. Por eso creo que un libro solo nunca garantiza una visión completa del mundo. El concepto de biblioteca y la pluralidad de sus voces que hablan simultáneamente nos asegura que no habrá ángulos ciegos, ni ningún argumento que no se pueda debatir, ni ninguna voz acallada. Si confiamos en un solo libro corremos muchos riesgos. La biblioteca, sus voces, sus lenguas, sus geografías, sus épocas, construyen un canto abierto al diálogo integrador.
Habla de las bibliotecas activas como punto medio, como focos de virtud y de verdadero conocimiento.
Sí, es un concepto muy aristotélico, pero sí. Precisamente parece que Aristóteles fue uno de los pioneros de las bibliotecas personales. Fue un hombre de letras que construyó su pensamiento gracias a una amplia colección de libros. Su influjo estaba muy presente en la Biblioteca de Alejandría. Necesitamos muchos puntos de vista para construir nuestra propia visión y desafiar nuestros egos, nuestras parcialidades y nuestras ideologías. El diálogo con los libros nos ofrece la posibilidad de salir de ese inmovilismo que llevamos dentro sin ser muy conscientes. Pensamos que nuestra manera de ver el mundo es la normal, la sensata, la razonable, el puro sentido común, y los libros nos pueden ayudar a cuestionarnos precisamente todo lo que nos parece incuestionable.
Igual en esa orquesta de voces y oídos sin prejuicios que ofrecen las bibliotecas está el futuro de los medios de comunicación…
El futuro de los medios es una gran incógnita en estos tiempos tan difíciles… En un momento en el que existe tantísima información y tan pocas certezas, es muy importante valorar su trabajo profesional. No es lo mismo cualquier contenido de cualquier fuente que una información avalada por un nombre, que asume la responsabilidad que emana de sus afirmaciones. En las democracias antiguas de Grecia y Roma no había nada parecido a los medios de comunicación, a la transmisión fiable de noticias, y eso perjudicó enormemente a aquella democracia. Los investigadores avanzamos sabiendo de qué testimonios podemos fiarnos, y de cuáles no. En estos momentos es importante que todo el mundo tenga sus fuentes fiables.
Los filósofos que despertaban conciencias están fuera de las aulas y del ágora pública. ¿A dónde miramos ahora para resolver los dilemas contemporáneos?
El contrapunto de la antigüedad nos permite ir con las luces largas y ver con más perspectiva los conflictos del presente. Pero tampoco es bueno idealizar la antigüedad, porque aquella era una sociedad esclavista, e incluso la democracia ateniense era minoritaria y dejó fuera a muchas voces: las mujeres, los extranjeros, los esclavos… Siendo conscientes de eso y de que los clásicos tampoco merecen ser adorados y erigidos en modelos absolutos, como sucedió en el siglo XIX y también en el XX, no se trata de considerarlos superfluos o prescindibles. Todas las épocas pasadas nos dan oportunidades de pensamientos, paralelismos, comparaciones, y nos sirven de experiencia.
Es lógico. Muchos siglos después, seguimos buscando un ancla, sobre todo en estos tiempos de incertidumbre.
Lo que está pasando con El infinito en el junco y otros muchos libros que recuperan a los clásicos −es curioso que durante la pandemia uno de los libros más leídos en Europa ha sido las Meditaciones de Marco Aurelio− nos cuenta que muchas personas, en circunstancias particularmente difíciles, han vuelto espontáneamente a los clásicos, cuando no había ni obligación, ni instrucciones de nadie. Estamos tan sometidos a las modas pasajeras que no duran y al poderío de la última novedad, que en un momento de zozobra hemos regresado a quienes nos ofrecen una garantía de estabilidad y certidumbre.
Ese interés ciudadano no encuentra eco en las decisiones políticas.
En 2020 se otorgó el Premio Nobel de Literatura a Louise Glück, una mujer que dialoga constantemente con los mitos antiguos en el terreno de la literatura contemporánea, y también se concedió el Princesa de Asturias de las Letras a Anne Carson, filóloga clásica. Mientras parece haber un aval público y un interés por las inquietudes que nos relacionan con el mundo antiguo, los planes de estudio de una nueva reforma educativa arrinconan ese universo todavía más… Es una paradoja. Tengo la esperanza de que todos, como sociedad, seamos más conscientes de la importancia de estos conocimientos y reivindiquemos lo que realmente es sustancia y sabiduría.
En un país como el nuestro, y con estas paradojas educativas sobre el pupitre, ¿la familia tiene ahora un reto añadido al tener que asumir la batuta de la formación humanística?
La familia es la potencia educadora fundamental. No podemos pensar que la educación solo sucede en la escuela. La formación en valores humanísticos es una responsabilidad familiar y un goce. Me parece maravillosa esa faceta de la maternidad que consiste en ir redescubriendo el mundo a través de mi hijo de seis años. Hablamos, nos planteamos y replanteamos cosas, le descubro cuentos, relatos, mitos, libros, historias que fueron importantes para mí, y redescubro otras novedades con él. La familia tiene una importante potestad en este asunto, pero es crucial que las humanidades estén en la escuela: al menos, una introducción que sirva para poner a los alumnos en contacto con la filosofía, la cultura clásica… Lo que no se aprende en la escuela se convierte en algo lejano. Si nadie da la oportunidad de que todo este mundo fascine, se considerará algo extraño, distante y difícil, y es posible que haya gente que jamás se atreva a adentrarse por su cuenta.
No entiendo bien este concepto utilitarista de la educación. Parece que ahora solo cuenta aquello que revertirá en una ganancia económica rápida, y hay otras inquietudes que deben incentivarse en la escuela que nos animan a leer, a seguir formándonos, a confrontar experiencias humanas que, si no se enseñan en la escuela, quizás no se aprendan nunca.
¿Cuál es su ecuación entre libros y futuro?
Los seres humanos somos la única especie que puede conocer su pasado, y todo eso, que está cifrado en los libros, nos permite imaginar el futuro. Necesitamos esa rica densidad de lo que fuimos para pensar lo que seremos. Los libros son los responsables de una gran revolución de progreso, de ideas, de ciencia, porque permiten que no estemos constantemente empezando de nuevo. Con los libros podemos proseguir con el conocimiento donde lo dejaron nuestros predecesores, y seguirán cumpliendo esa misión en el futuro modelando la forma de ver el mundo de nuestros nietos, bisnietos y todos los habitantes de mañana.
Defiende que leer es una experiencia trascendente. En una época materialista e individualista, va a usted con el junco a contracorriente, pero con el aplauso de la crítica y de los lectores.
Hablo de una trascendencia sin ninguna pomposidad… Hablo solo de la trascendencia que supone salir por unos momentos de nosotros mismos para aproximarnos a otras mentes. Como especie curiosa que busca entender, esa trascendencia nos seduce: queremos saber cómo piensan otras personas, cambiar coyunturalmente el punto de vista… En un mundo tan zarandeado por la inmediatez y el narcicismo de las redes, los libros ofrecen otra realidad y otra temporalidad donde se puede existir simultáneamente. Nos hemos acostumbrado, pero la lectura tiene algo asombroso: la posibilidad de abandonar un presente y saltar a otro lugar, a otro ritmo, a otro tiempo… Por eso ha sido clave en esta pandemia: los libros nos han ayudado a trascender el confinamiento y se han convertido en nuestro mundo exterior. Los neurólogos confirman que leer es vivir otra vida y que nuestro cerebro interpreta lo que lee como si fuera real.
¿La cultura actual es conocimiento? ¿Corremos el riesgo de que las atalayas se perviertan de ideología y oportunismo desenganchando a quienes buscan en ella la verdad?
Ese riesgo siempre existe. Incluso los filósofos de la antigüedad, que intentaban pensar con la mayor honradez, también estaban condicionados por sus ideologías. En general, creo que en los libros podemos encontrar una honradez de partida. Alguien que se sienta a escribir consigo mismo está intentando construir una experiencia que explore el mundo y ofrezca cierta luz sobre los acontecimientos.
Hoy, la cultura no es protagonista entre las masas y los escritores y artistas no cuentan con la influencia social que sí tuvieron en otros tiempos, pero confío −no sé si con ingenuidad− en que el arte sigue siendo un territorio donde podemos sentirnos acogidos. En cualquier caso, la respuesta nunca puede ser censurar o prohibir, sino desarrollar el sentido crítico frente a una película o un libro, ante los que no podemos ser sujetos pasivos. Se trata de aprender también a establecer ciertas distancias y cuestionar lo que se nos ofrece. El libro facilita esa posibilidad de interrumpir, pararse a pensar, volver atrás… El ritmo lo marcamos nosotros y eso es una gran ventaja. El libro juega menos con la sugestión y el poder de las imágenes y deja más espacio al lector para la reflexión. Por eso, ante muchos que anuncian fechas de caducidad y extienden certificados de defunción para los libros, la pandemia nos ha demostrado que hay lectores muy fieles que ponen de realce que, aunque los libros llevan siglos en peligro de extinción, siempre han conseguido sobrevivir.
¿Cómo explica qué es un clásico de la literatura a la generación Z, nacida entre los trending topic y la burbujeante instantaneidad?
Ellos son quienes mejor pueden entender lo duro que es durar. Hay muchos fenómenos efímeros, y pensar en un clásico es pensar en una obra, un relato, una imagen que ha sido tan poderosa generación tras generación que se han hecho enormes esfuerzos para que no desaparecieran o no fueran destruidos. En esencia, eso es un clásico: un libro o una obra artística que trasciende la generación en la que fue creada, que desafía los cambios de siglos, de ideologías, de historia… Han afrontado el paso del tiempo y han seguido siendo importantes para las personas de cada época. Y eso ha sucedido porque son obras que pertenecen al legado de las mejores historias que ha pensado la humanidad. Eso es muy poderoso. Sobre ellas se siguen asentando muchas creaciones posteriores, porque, aunque pasan los siglos, siguen siendo valiosas y emocionantes. Es más difícil durar que llegar.
Écheme un ojo a las librerías españolas y dígame qué ve: qué porcentaje de árboles talados en balde y qué porcentaje de aciertos necesarios.
En nuestro país se publican muchas novedades, probablemente más de las que somos capaces de absorber. Todos los años se destruyen muchos libros, porque eso es más barato que almacenarlos. Es curioso que hablemos del fin de los libros a la vez que los producimos a una escala desaforada. Cada año salen a la luz más títulos de los que un buen lector podrá leer en toda su vida.
En ese contexto, ponga en su sitio la presunta pugna entre libros de papel y libros electrónicos.
La convivencia de formatos es positiva. La existencia de los libros electrónicos nos ayuda a reducir la reproducción de libros de papel, que tienen un coste ecológico. Hay muchas obras que no hace falta tener impresas. Podemos tener en papel los libros que son más importantes para nosotros −los que tienen un significado emocional, los que leemos por placer, los que queremos regalar−, y después iremos migrando al formato electrónico para libros de consulta, por ejemplo. La versatilidad de los formatos es un enriquecimiento de los contextos de lectura, y no una competición o una batalla. Veremos si la pandemia sirve para reorganizar la industria del libro y acomodar mejor la oferta y la demanda.
Se habla poco del librero como protagonista de una resistencia…
En estos últimos meses la gente se ha concienciado, en general, con el pequeño comercio, y, en particular, con las librerías del barrio. Los libreros me dicen que han recibido mucho apoyo en esta temporada, que han palpado un interés muy real para mantener con vida esos comercios. La pandemia nos ha hecho revalorar su servicio.
Se han adaptado a las circunstancias con éxito.
Se han visto obligados a digitalizarse aceleradamente, y han mantenido las esencias artesanales de su oficio. Es maravilloso poder hablar de libros con alguien que te recomienda, que te guía, con quien incluso llegas a tener afinidad de intereses, que te da consejos, que te descubre libros o tú se los descubres a él, intercambiar opiniones, generar tertulias y clubs de lectura… Esa faceta humana de la librería se ha vuelto hoy más importante. Ahora hay más conciencia social de lo que aporta. Ojalá tenga continuidad, porque las librerías forman parte de ese tejido del libro.
Los libreros ejercen una profesión muy antigua y muy amenazada en todas las épocas, pero que ha sabido mantenerse viva y evolucionar muy bien. A lo largo de esta pandemia, su tarea ha sido una compañía muy valiosa para mucha gente. Hablar de libros, en muchos casos, ha sido una derivada en donde se olvidaban la crispación y la tristeza de la realidad. Estas experiencias estéticas son muy importantes cuando todo va bien, pero son incluso más oportunas cuando nos asfixian los acontecimientos.
En su ensayo habla de aquel primer texto firmado de la historia y rubricado por una mujer. ¿La literatura femenina aporta diferencia?
Hay un gran debate con opiniones de todo tipo sobre si existe la literatura femenina, o solo existe la literatura escrita por mujeres. En la antigüedad, las mujeres tenían una experiencia vital sometida a tantos límites −no podían viajar, no participaban en la política, ni en la guerra…− que no tenía la posibilidad de escribir sobre muchos temas de los que escribían los hombres. Carecían de vida pública, porque estaban recluidas en el hogar dedicadas a la crianza de los hijos y a sus casas. No había ocasión para la aventura. Todo eso tenía su reflejo en la literatura, y no porque tuviesen menos calidad, sino porque se les habían cerrado casi todas las puertas y las ventanas.
En las primeras manifestaciones literarias de la época las mujeres escribían, sobre todo, poemas, y sus libros tenían que ver con lo sentimental y lo emocional, también porque estaban excluidas de cualquier horizonte educativo. Con experiencias tan distintas, la literatura también es distinta. Igualmente, la maternidad o la relación con los hijos eran temas ausentes en la literatura masculina. El condicionamiento social y la diferencia de oportunidades era evidente.
Aun así, hay algunas excepciones, como es el caso de Enheduanna, la primera persona de la historia que firma un texto, también porque pudo gozar de posibilidades que otras mujeres no tuvieron. Aspasia, la mujer de Pericles, tenía mucho talento para la oratoria política, escribía los discursos de su marido, y fue una escritora en un terreno generalmente vedado a las mujeres. También hubo mujeres filósofas que fueron capaces de superar las dificultades. Es interesante rescatar a esas mujeres y reparar la injusticia de que hayan quedado apartadas de los libros de texto y de los relatos, ninguneando su aportación.
Hoy, las mujeres escribimos muchos tipos de libros, de muchos géneros diferentes, con muchos puntos de vista, y diversos estilos. No creo que actualmente exista una literatura femenina con unas características reconocibles. Por suerte, hoy escribimos o dirigimos películas con las mismas aspiraciones y ambiciones que las de cualquier hombre. Es un logro histórico. Quizás el ensayo sea el género en el que escriben más hombres y por eso a mí me interesó intentarlo, por adentrarme en un territorio un poco vedado.
¿Observa ideas nuevas y vivas en los libros contemporáneos o atisba más corrientes que liderazgos?
El ensayo español vive un buen momento. Durante mucho tiempo había tenido una ruta dominantemente académica y ahora se suma otro tipo de ensayo literario que tiene la posibilidad de llegar a un público no especializado. Ambos modelos son muy necesarios, porque es importante que las ideas entren en la conversación pública y no se queden en el debate erudito. Estamos en un contexto en el que ya no solo nos planteamos el contenido de las ideas, sino también la forma de comunicarlas para hacerlas llegar a la sociedad subiendo el nivel del debate. No podemos pensar el mundo en tuits. Necesitamos lugares donde formarnos e informarnos que no estén limitados por la brevísima argumentación exprés de las redes sociales, y lo digo como usuaria de esas redes. Comunicar y debatir con calma y reflexión sí nos hará mejores.
Precisamente su libro ha puesto sobre la mesa la necesidad de buenos ensayos. De reflexiones serenas y constructivas. De aparcar al sectario en Twitter. Pensar, dialogar, avanzar. ¿La tercera España es la que lee?
La tercera España la construimos todos los días y es una cuestión de madurez democrática. Sin idealizar a las personas que leen, porque ha habido grandes dictadores muy lectores que demuestran que los libros no son tampoco una vacuna contra los totalitarismos y el sectarismo, sí creo que la persona lectora tiene más posibilidades de fomentar la comprensión hacia los puntos de vista ajenos y asumir una suerte de cortesía en la conversación que facilita el entendimiento, porque si se debate atacando, cada cual se arrincona en sus posiciones. También es interesante practicar esa cortesía en las redes sociales para no ver en la discrepancia una mala intención y aceptar la legítima pluralidad. Los libros facilitan esa higiene básica para la conversación social. En estos tiempos de enorme crispación y recurrentes espirales de ira, nos jugamos mucho enfatizando la capacidad de entendernos. Lo contrario nos hace mucho daño como sociedad y, además, nos vuelve menos eficientes, porque la polarización complica el camino para encontrar las soluciones conjuntas.
¿La gente que lee tiene más esperanza y cree más en las personas?
Me resisto a idealizar la lectura, también porque hay gente que dice que los lectores tenemos un cierto aire de superioridad que les resulta irritante… Es posible que a veces caigamos en eso. Cuando hago esta alabanza de los libros intento que quien no lee no se sienta atacado ni acusado, sino impelido. Los libros son una gran oportunidad, pero me parece estupendo que haya quien decida ejercitarse con otras aficiones. Si decimos que la lectura nos hace más empáticos, entramos en contradicción al sentimos superiores a los demás. La lectura ofrece un horizonte para acrecentar el pensamiento, el conocimiento o la esperanza, pero también hay libros maravillosos que son profundamente pesimistas. Lo que sí que me parece una razón para la esperanza es la historia de los libros que cuento en El infinito en un junco. Allí cuento que los libros y su contenido empezaron siendo el privilegio de unos pocos, y su historia es la de una expansión del acceso al conocimiento. Las posibilidades de saber que tenemos hoy no habían existido nunca, y eso es un gran logro colectivo. En una sociedad como la nuestra, quien quiere saber, puede. Quien quiere aprender, tiene los medios a su disposición.
¿Qué idea moverá el cotarro?
Si el siglo pasado elogió la fortaleza y el individuo autosuficiente, quizás haya llegado el tiempo de la fragilidad y los cuidados. Eso significa cuidar a las personas que nos rodean, cuidar el planeta que nos alberga, cuidar las historias que constituyen nuestra imaginación.
¿Qué idea agitará la cultura?
Nuestra nerviosa sociedad, que no necesita más agitación, ganaría calma si asumiera que la cultura no es adorno sino ancla. En tiempos de tensión y sobresalto, la literatura, las ficciones, el arte, la música, nos han acompañado y nos han ofrecido herramientas para sobrellevar la angustia.
¿Un libro para entender lo que viene?
Me vienen a la cabeza las obras de Martha Nussbaum sobre el cosmopolitismo y las humanidades, o Twilight of Democracy, de Anne Applebaum, sobre los peligros políticos que nos acechan. Próximamente se traducirá al español Huellas, de David Farrier, que conjuga geología y poesía para aprender a mirar el mundo con otros ojos.
¿Cuál es el puente más seguro para unirnos?
El debate sereno y humilde, el sentido comunitario, la convicción sincera de que todo lo sabemos −lo construimos− entre todos. Como escribió Séneca: “Las manos han de estar dispuestas a ayudar. La sociedad se parece a una bóveda, que se desplomaría si unas piedras no sujetaran a otras, y solo se sostiene por el apoyo mutuo”.
¿Qué vacuna nos ayudará a ser más humanos?
La palabra es, tal vez, la invención más asombrosa de nuestra especie. Es preciso recuperar la confianza en el diálogo honesto, sin arrogancia, sin agresividad. La conversación y la lectura −que es otra forma de dialogar− son nuestro mejor antídoto contra la barbarie, el aprendizaje más valioso en el oficio de ser humanos.
¿La mejor manera de salir adelante después de la pandemia?
El gran reto del conocimiento hoy está en la colaboración entre las ciencias y las humanidades. Cuando la ciencia y la filosofía, la investigación médica y la creación cultural, han caminado de la mano, la humanidad ha alcanzado cotas asombrosas de progreso y bienestar. Ambas nacen de nuestra imaginación, y juntas deben explorar la cartografía del futuro.
Cuentan las crónicas que Irene Vallejo estaba a punto de tirar la toalla justo antes de alumbrar este fenómeno editorial. Muchos humanistas en la cuneta en la sociedad de la eficiencia. La que traslucen las ventanas encendidas de nuestros chatos rascacielos cuando cae la tarde, y la noche, y los hijos se acuestan sin ver a papá o a mamá. Y cuentan también que El infinito en un junco cuajó en las vigilias de hospital de una madre en carne viva. Joven, tenaz, capaz, audaz, vivaz, veraz, sagaz, pertinaz, perspicaz.
La historia sagrada de los libros se escribe con la boca abierta. Con esa ingenuidad sana que es pura madurez de no acostumbrarse a la grandeza de los milagros ordinarios. Y, a la vez, con especias de cotidianidad. Sin idolatrías. Contextualizando. Entre el lógico respeto, el máximo agradecimiento y la atractiva pasión. Ensayando en el medio del campo con un toque envidiable de balón.
Cuando Irene Vallejo cumplía 14 años, Ítalo Calvino publicó un ensayo que, en parte, se ha convertido en su propio complemento directo: Por qué leer los clásicos. Hablaba allí de los libros que releemos, los que suponen una riqueza, los que nos influyen, los redescubrimientos, las obras abiertas, las huellas de las lecturas de nuestros antepasados, de los universos y los talismanes, de la imposible indiferencia, y de la actualidad como ruido de fondo.
Más de 25 años después, Vallejo -sin pretensiones, se nota- ha actualizado aquella esencia en el mood de nuestra época poniéndose a veces en la tarima universitaria y otras, a este lado de la barra del bar. El infinito en un junco es una clase magistral en el vagón del metro. Un cuento dialogado narrado al oído como un logro de la humanidad. Una historia épica y lírica que es su odisea, la cartografía de sus viajes, sus aprendizajes, sus lecturas, sus reflexiones, sus descubrimientos, sus asombros, sus conversaciones, sus búsquedas, sus puntos de encuentro.
La labor social de este ensayo ya está hecha. La potencia de su discurso en son de paz irá tomando las calles conscientes, aunque los despachos ministeriales hablen de las humanidades en pasado perfecto. Otro harakiri para la socialdemocracia. Pero más allá del contenido, el otro éxito de Vallejo está en el tono: el libro del año es un ensayo realista sin cinismo y eso ya es un boom en estas circunstancias en las que mirar al futuro sin retintín es tan difícil como evitar la seducción de las sirenas.
El infinito en un junco también es un ejemplo gráfico de que la conversación es posible. Con fundamentos. Sin dogmas. Con razones. Sin prejuicios. Con talento. Sin oportunismo. Con acierto. Sin miedo a desarrollar ideas en 472 páginas frente a un mundo que habla a trompicones por Twitter.
Entrevista de Álvaro Sánchez León, en elconfidencialdigital.com
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