Suelo preguntarles por su estado de ánimo. El miedo, la soledad y el dolor han vuelto a invadir el ambiente
El hospital lleno, plantas enteras con el doble de camas de lo habitual, UCI en quirófanos, doblaje de turnos, EPI, desánimo, cansancio… La tercera ola de la COVID-19 ha llegado, aunque más que una ola es un tsunami.
Entro en la habitación, soy prácticamente la única persona que los visitará hoy. Me presento, les pregunto síntomas, exploro, les comento la evolución de la enfermedad, etcétera. Suelo preguntarles por su estado de ánimo. El miedo, la soledad y el dolor han vuelto a invadir el ambiente.
Entro en la siguiente habitación que tengo asignada, hace días que la visito. En ella hay un varón de unos 50 años, ingresado por neumonía grave por COVID-19, que me recibe con una pregunta: «¿Me voy a salvar?». Me sorprende, y no por la pregunta, totalmente normal y humana, sino por la reflexión que vino a continuación. Durante su estancia hospitalaria había estado reflexionando mucho sobre su vida, sobre cómo ante la enfermedad, un hombre valiente y decidido como él para los negocios y la vida, era pequeño, frágil y vulnerable como cualquier otro. Su orgullo, decía, se había quedado aparcado junto a su coche en la puerta del hospital. Allí dentro no quedaba nada de esa coraza de la que nos revestimos a diario, únicamente un pijama azul de hospital público y una conexión al oxígeno que le mejoraba su situación clínica. Y regresó al hábito de la oración, abandonado por los trajines de la vida. Había iniciado una novena a san Sebastián, patrón de su pueblo y que, tal y como me contó, es el protector contra la peste y las enfermedades contagiosas.
La peste del siglo XXI se llama coronavirus (y vendrán otras). Él se encomendaba a este mártir. Más aún, nos encomendaba a todos los sanitarios que cuidábamos de él; decía que la única forma de acabar con esta pesadilla es que estuviéramos sanos para poder cuidar de los enfermos. Me estremeció que nos antepusiera en su oración; cuántas veces nos ponemos a rezar y parece que hacemos una lista de deseos.
Se sinceró conmigo porque le interrogaba mi alegría. Yo pensé que era imposible, ya que tapado con el EPI, las dos mascarillas, la pantalla facial, no me ve más que los ojos. Y recordé una frase de sor Verónica (fundadora de Iesu Communio): estamos llamados a ser casa de la sonrisa de Dios. La sonrisa es la puerta de entrada, es lo primero que ven de nosotros y en mí encontró la puerta al Padre. Yo también me sinceré y le conté cómo cada mañana, antes de ir al trabajo, siempre que la pereza me lo permite, rezo por mis pacientes. Sus lágrimas volvieron a asomar.