Incluir no es mezclar a los niños por decreto de forma indiscriminada, no es igualar, tampoco elimina la discapacidad, ni debe entrañar el rechazo de los centros especiales
La futura ley de educación, conocida como ley Celaá, en su apuesta por la inclusión escolar de los alumnos con discapacidad en centros ordinarios, conlleva el riesgo de vaciar los centros de educación especial en los próximos años, con su consiguiente desaparición. Esto puede traer consigo una discriminación que choca frontalmente con el derecho a la educación y la libertad de elección de centro, así como con el principio de equidad que no es ni más ni menos que ofrecer a cada alumno lo que mejor se adapte a sus necesidades, en condiciones de gratuidad.
Tanto la educación ordinaria como la especial forman parte de un mismo sistema educativo, no son excluyentes, sino que se ofrecen dentro de un conjunto de servicios con el fin de llegar a todos los alumnos. La educación especial es una forma enriquecida de educación por lo que acabar con ella sería, además, sinónimo de empobrecimiento.
Que la educación inclusiva es un derecho de todos los alumnos (incluidos aquellos con discapacidad intelectual) no tiene discusión. Los desencuentros surgen al tratar de hacer efectivo este derecho.
Cuando la educación inclusiva se guía por ideologías partidistas, por modas, por paternalismo o benevolencia, cuando no va acompañada de una reflexión profesional profunda, corre el grave riesgo de impedir que el alumno reciba una enseñanza adaptada a sus características. Junto a esto, la exclusión de los alumnos con discapacidad en los centros ordinarios se da también cuando se limita la implicación del profesorado, cuando no hay suficientes recursos y, sobre todo, cuando el alumno con discapacidad no es reconocido por los otros como igual, siendo el diferente y sin amigos para jugar, interactuar o relacionarse. En el otro extremo tenemos los riesgos de una educación excluyente, de una educación selectiva, que rechaza de entrada al alumno con discapacidad por comodidad, por intransigencia y prejuicio, por desconocimiento y miedo, privándole así de derechos esenciales.
En la década de los 60, el principio de normalización sentó las bases para poner al alcance de las personas con discapacidad intelectual unas condiciones de vida lo más parecidas posible a las del resto de personas sin discapacidad. Sin embargo, los propios teóricos de dicho principio comprendieron pronto que la solución no estaba en dar a todos lo mismo.
No debemos caer en el reduccionismo de ver la inclusión como esa meta en donde las personas con discapacidad, para alcanzarla o tener en ella un espacio, deban minimizar su diferencia. No se trata de lograr que el alumno con discapacidad encaje en alguno de los centros educativos fijados desde la administración, por mínimo que sea ese encaje.
La inclusión no debe ser considerada una moda, un eslogan o una panacea. No se trata de una receta, ni de un programa prefabricado, es un derecho de la persona y un principio regulador de la actividad educativa. Incluir no es mezclar a los niños por decreto de forma indiscriminada, no es igualar, tampoco elimina la discapacidad, no puede ser para todos, ni debe entrañar el rechazo de los centros especiales.
Desde que en 1985 se pusiera en marcha el proyecto experimental de integración escolar, hemos avanzado hacia la inclusión con paso firme por un largo camino, nunca exento de dificultades, del que todavía nos resta mucho trayecto por recorrer. En este camino los centros de educación especial han jugado un papel esencial ofreciendo, sin caer en contradicciones, una educación especial e inclusiva.
Los padres deseamos para nuestros hijos, tengan o no discapacidad, un entorno escolar en el que reciban la mejor educación posible, contando con el máximo de servicios y, lo más importante, añadiendo como ingrediente esencial la felicidad. Pues bien, son muchas las familias que encuentran en los centros de educación especial esta ansiada respuesta educativa.
Para el logro de la verdadera inclusión es imprescindible que la sociedad aporte recursos eficaces y brinde apoyo a los padres, de modo que puedan afrontar las dificultades específicas que plantea la presencia de la discapacidad. Es necesaria una respuesta y atención integral a estas familias que necesitan ser escuchadas, mediante la reflexión y el análisis de sus demandas. Lo que en ningún caso se merecen es una ley que añada más obstáculos, incertidumbre e intranquilidad a sus vidas.
Olga Lizasoáin Rumeu, Profesora de la Facultad de Educación y Psicología en la Universidad de Navarra