Ser padre o madre es una respuesta, que solo puede ser libre y compartida con otro/a, a una llamada originaria. Y que transforma toda la existencia. Pero es la única respuesta coherente al don de la vida que hemos recibido
Estos días he leído una serie de artículos (de Esperanza Ruiz, María Palmero o el último de Diego Garrocho) que ponían al aire las heridas de la cultura posmoderna, la esterilidad −casi literal− de la propuesta del individualismo expresivo sobre cómo afrontar la vida, y en concreto las relaciones de pareja, la formación de una familia. La pelota ha quedado botando para chutar en medio del área, como esperando «no a Godot sino a otro −si bien muy diferente− San Benito» (Alasdair MacIntyre). Así que me lanzo en plancha a rematar de cabeza con una propuesta sustantiva.
En este ensayo me enfrento a tres dificultades obvias. En primer lugar: no soy san Benito, ni pretendo ponerme de ejemplo. Tampoco tengo hijos. Segundo: no escondo que voy a ser prescriptivo. Es decir, afirmaré que hay modos de vida mejores que otros, no solo como opciones individuales, sino como normalidades socialmente vigentes. En todo caso, conste que no me voy a meter muy en detalle a decir cómo hay que vivir, sino que me centraré en un punto de apoyo decisivo, sobre el cual cabe desplegar formas de vida muy diversas entre sí. Mi propuesta no es un molde. Y conste también que no voy a entrar aquí a delimitar qué extremos de mi visión conviene que se vean reflejados en las leyes o en las políticas públicas, cuestión no menor, pero muy circunstancial. La tercera dificultad es que la familia tradicional guarda muchos muertos en el armario (violencia, hipocresía… todo eso). Es cierto, pero tampoco exageremos. Como diría Gregorio Luri: una familia razonablemente imperfecta es un chollo psicológico. No pretendo traer el cielo a la tierra.
Mi planteamiento es −etimológicamente− muy radical. El problema no está en esta o aquella norma moral, social o jurídica. En este o aquel incentivo fiscal. No se trata de dibujar un modelo de vida y de familia, comparándolo con otros, dentro de un eje de coordenadas pacíficamente aceptado. El problema es el eje de coordenadas mismo en el que nos situamos. Ahí se centra mi propuesta. Ahí debería estar el debate. Aunque en sentido estricto, el debate solo tiene lugar cuando el eje de coordenadas es compartido. Por lo que esta es una conversación de otro género, lo cual no obsta para que no deba ser amistosa y razonable.
Los modelos de familia contemporáneos no hacen sino reflejar un punto de partida −un eje de coordenadas− que es una concepción de la identidad individual en términos principalmente proyectivos y expresivos. Yo construyo mi vida como modo de expresar mis preferencias subjetivas, mi idea de felicidad, mis valores. La sociedad debe configurarse de modo que se minimicen las resistencias y fricciones en el despliegue de ese proyecto, permitiendo cualquier experimento que no haga demasiado daño a nadie.
Suena bien. Pero lo que los artículos antes aludidos nos revelan es un doble fracaso: ni somos capaces de darnos un norte a nosotros mismos que nos oriente, ni la precariedad en la que vivimos nos permite planear lo que prometían los anuncios. La foto resultante es una caricatura de la brillante idea original. Y −parafraseando a los anglos− nos hace añorar el bebé del orden que tiramos por el vertedero con el agua de la bañera de la familia tradicional, con sus códigos de emparejamiento, crianza y convivencia.
¿Qué significa orden? Que hay algo bueno y dado, que sirve de guía y límite a mis decisiones, y que a la vez está por hacer. Significa concebir la identidad personal no principalmente como proyecto, sino como respuesta a una llamada; no como expresión, sino como búsqueda inquisitiva y dialogada de una verdad que está ahí fuera; no como construcción de cero, sino como cultivo de un jardín heredado que no podemos diseñar del todo.
Esto se traduce, de modo más concreto, en tres afirmaciones que interpelan a nuestra razón y a nuestra libertad.
Primera: somos hijos. Nos pongamos como nos pongamos. Todos los seres humanos son hijos genéticos de un padre y de una madre. Obviamente esa relación inicial puede verse truncada, sustituida, complementada, etc., pero no podemos hacer que desaparezca. De hecho, pocos son capaces de ignorarla. Quizá debemos dejarnos interpelar por esa verdad originaria.
Segunda: que la vida que he recibido es fundamentalmente buena, deseable, positiva, a pesar de los pesares. Que es un don al que hay que estar agradecido, al que hay que corresponder, que hay que compartir. Y esto, aunque yo no alcance a satisfacer mis deseos y proyectos.
Y de aquí surge la tercera afirmación: todos estamos llamados a ser padres o madres. Que es lo mismo que dar vida, amar incondicionalmente, cuidar, mostrar lo bueno y poner límites, decir no. Esta llamada rige incluso si a uno -los padres, o la vida en general- no lo han tratado particularmente bien, o no lo han entrenado para serlo. Para eso están también los hermanos, la familia, los amigos, las comunidades de todo género.
No todo el mundo puede −y seguramente muchos otros tampoco deben− ser padre biológico. Pero esa no es la única forma de ser hijos que maduran hasta ser padres, incluso para sus propios padres sobre todo cuando ya son dependientes. A estas alturas del artículo debería ser obvio también que ser padre o madre no debe concebirse como un proyecto, como una expresión, como una experiencia personal. Que no es por tanto un derecho. Ni siquiera es una opción. Pero tampoco secamente un deber. Es una respuesta, que solo puede ser libre y compartida con otro/a, a una llamada originaria. Y que transforma toda la existencia. Pero es la única respuesta coherente al don de la vida que hemos recibido. Porque si la vida no fuera buena, lo único lógico sería matar al padre, y abortar cualquier hijo. Y hacer mutis en cuanto se nos acabara la fiesta.
Decía que iba a ser radical. Efectivamente, esto que he expuesto constituye un eje de coordenadas tan distinto del que define nuestras existencias posmodernas que creo que no hay mucho debate posible al respecto. Aunque no falta quien ofrece razones en favor de la familia así concebida, su capacidad de convicción no estriba en la argumentación filosófica. El nihilismo está siempre al alcance de la mano, como escapatoria ante cualquier afirmación del bien y del sentido. Tampoco se puede apoyar en «evidencias empíricas», pues son meramente descriptivas. La selección de los datos relevantes depende precisamente del punto de partida normativo, del eje de coordenadas.
Lo decisivo −me atrevo a decir− ni siquiera está en la luminosidad del ejemplo de quienes saben ser padres y madres, y dan lugar a familias florecientes (que serán necesariamente imperfectas y hasta conviene que lo parezcan). Lo que cambia el eje de coordenadas de una persona es reconocer, experimentar, la paternidad, la maternidad, por parte de otro. Solo así se percibe que, por encima de todo, la vida es un bien, un don. Descubrir que alguien te quiere incondicionalmente, que te cuida, que te impulsa, que te frena. Y −entonces− comenzar uno mismo a ser padre, a ser madre y, en su caso, a buscar con quien serlo. Aunque sea a trompicones.
Ricardo Calleja, en eldebatedehoy.es
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