Uno mismo empieza a tener la sensación de formar parte de una cuenta atrás de incierta duración, pero cuyo final ya no queda tan lejos como para pasar desapercibido…
En enero de este año a punto de terminar, entre sesión y sesión de un curso a jóvenes de todo el país, un colega me comentaba que le invadía una sensación enorme de caducidad. Escuché calladamente porque me interesaba lo que él dijera y porque hace un tiempo que ese mismo sentimiento me asalta inesperadamente.
Aquel comentario se vino conmigo y reaparecía devolviéndome la presencia y los gestos de mi brillante colega y amigo, que me adentraban de nuevo en la meditación sobre el poco rastro que los hombres dejamos y el casi seguro destino de cuanto hacemos. Hasta hace poco nunca había visitado una ciudad y pensado al partir que seguramente no volvería muchas veces más. Tampoco había tenido ese sentimiento con personas o con libros. Ahora sé que el número de veces que volveré a leer los libros que venero serán más bien pocas que muchas.
Uno mismo empieza a tener la sensación de formar parte de una cuenta atrás de incierta duración, pero cuyo final ya no queda tan lejos como para pasar desapercibido y empieza a formar parte del paisaje cotidiano de la conciencia. El futuro sigue abierto y dominante, se asumen compromisos, se hacen proyectos y se espera inconscientemente estar allí para finalizarlos y emprender otros y para ver sus frutos. Pero, de vez en cuando, ese sentimiento regresa y pone sobre la vida una interrogación que abraza a casi todo y el mundo se vuelve de cristal, frágil y perecedero.
Ya en pleno confinamiento pude leer una obra de mi admirado colega. Me pareció magnífica y el autor era reconocible tanto en su tema como en el desarrollo y los argumentos. Quedé entusiasmado y la recomendé. Pero la lectura de aquel libro matizó un poco todas las cavilaciones sobre la durabilidad de lo que hacemos. Pensé que, al menos por un tiempo, mi amigo se sobreviviría a sí mismo en aquellos textos que contenían tan acusadamente la fisonomía de su alma. Es poca cosa, pero es algo.
A cuenta de aquel libro suyo volvimos a charlar un rato: me daba las gracias muy amistosamente y entre bromas yo le agradecí habérnoslo ofrecido a todos. Fue la última vez porque murió de covid en noviembre tras un penoso mes de cuidados intensivos. Su pérdida y la conciencia de que ya no está con su familia ni le podremos volver a encontrar es una experiencia que muchos otros atravesarán intensificada precisamente durante estos días. Pero el recuerdo particular de sus palabras impregna lo sucedido de una luz premonitoria.
No quiero sugerir que mi amigo presintiera la penosa cercanía de su muerte, pero estoy seguro de que presentía, es decir, experimentaba ya como un sentimiento su final y, todavía más, la caduca inconsistencia de casi todo en esta vida. Él sabía y, sobre todo, sentía que antes o después se encontraría ante su muerte, y vivía con ese pre-sentimiento sin amargura y con esperanza, pero degustando el cenizo sabor de todos los malos tragos. Más con gestos que con palabras, me lo dijo.
En realidad, es un sentimiento compartido por todos aquellos a los que el tiempo de su vida les ha transparentado su límite. Ese sentimiento del paso del tiempo que Steiner llamaba piedad porque los niños lo aprenden en las señales de la edad en sus padres, se va impregnando paso a paso en la propia piel como la conciencia de un tiempo que no solo pasa, sino que está contado. La brevedad de la vida es una mera idea que apenas nos roza hasta que se encarna en nuestra alma como un sentimiento.
Así que más que de una mera emoción, se trata de un estado de la conciencia afectada por el pasar del tiempo cuando ya incluye el presentimiento de su final, o mejor, cuando ya incluye la conciencia de tener final, pues lo presentido no es una forma u otra de morir, sino el morir mismo. La muerte de cada uno es un hueso duro de roer que permanece intacto hasta que hay que tragarlo. Ciertamente, la conciencia de caducidad está hecha de una hebra inevitable de tristeza: dejar de vivir como un cuerpo viviente, separarnos de las personas amadas, abandonar este mundo que es también nuestra patria y padecer la ignominiosa derrota de la putrefacción, no puede más que causar la forma más intensa de tristeza, la mayor repugnancia natural, decían los escolásticos.
Pero vivir con el tiempo contado y con la evidencia sin acallar de que moriremos no está abocado al abatimiento. De hecho, el sentimiento del paso de un tiempo finito deja de estar atado a la tristeza cuando se puede contar con otros, es decir, cuando se cuenta juntos el pasar del tiempo y su fugacidad se transforma en motivo de celebración. Eso es, al menos, lo que hacemos cada vez que contamos juntos los segundos que faltan para el final de cada año. Nadie puede celebrar en soledad y con emoción el paso del tiempo, porque lo único que tiene de feliz el tiempo que pasa es pasarlo juntos.
La conciencia mortal puede hilar muchas otras con la hebra de tristeza por tener que morir, hasta lograr un tejido sereno hecho de lucidez y de humildad. Merodeamos sin encarar el asunto al contar los años que cumplimos y los aniversarios festejándolos: contar lo vivido, aunque sea con números, es la forma alegre pero consciente de apreciar una vida con los días contados. De hecho, numerarlos es simultáneamente ratificar que estamos vivos, pero también que esa vida es un prodigio que decaerá hasta desparecer.
Por eso, creo yo, nos hemos inventado ese instante en que el año deja de ser viejo −y pocos como éste que acaba− para empezar a ser nuevo: para poder pasarlo juntos y celebrar que seguimos vivos y que la vida pasada está preservada entre nosotros, en nuestros afectos y compañía, aunque sea frágil y fragmentariamente. Incluso en una cuenta atrás −o, tal vez también porque es una cuenta atrás− el tiempo se hace una emoción alegre al poder contarlo juntos.
Para eso dibujamos −cronografiamos− el tiempo dividiéndolo en espacios que nos permiten verlo. Corear esa cuenta atrás y pasar el instante inventado entre lo viejo y lo nuevo, entre el pasado y el futuro, es una forma de sincronizar las vidas de todos, y de experimentarlo en la emoción del fluir de la vida, o, casi mejor, cuyo fluir es el de la compañía. Pero, aunque no lo parezca, en esa emoción alegre hay un eco del límite final, de la conciencia de quien sabe que tiene el tiempo contado.
Es la compañía de los que amamos lo que multiplica el tiempo de nuestra vida y, sea cuanto sea lo que nos reste, nos lo deja experimentar con la emoción de una alegría que no olvida del todo su finitud pero se hace capaz de asumirla mejor. Spinoza llevaba razón cuando dijo que la alegría es la emoción consiguiente a la intensificación de la vida de aquellos cuya relación es más que una mera suma: contar juntos el tiempo es multiplicarlo; contarlo en soledad es dividir y restar.
Y al final la inevitable deriva de la convicción de cada cual hacia la nada que todo lo deshace o hacia la esperanza de más vida tras la muerte. La religión no es un placebo para ánimos débiles, como quería Nietzsche. Aunque si lo fuera tampoco supondría nada porque la debilidad es más humana de lo que Nietzsche admitía. La religión es la pregunta abierta por el hombre ante su muerte, cuya respuesta da forma a la vida de cada cual, aunque no es menos cierto que es la forma de la vida la que prefigura las respuestas. Y en tal caso, haber pasado la vida con otros se convierte en el presentimiento de la alegría como destino de la realidad del hombre.
Por eso me conmovió el final de la carta que un venerable académico dirigió a sus discípulos y amigos cuando sabía ya que su final estaba próximo: “El pensamiento se centra en la familia, los seres queridos, los instantes hermosos… Todo se apaga y borra menos lo que es amor. Os quiero como nunca. Pues alegría”.
Higinio Marín, en mundusunaarqueologia.blogspot.com
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