A veces, sin darnos cuenta, somos ateos de un “dios” fabricado y que no existe. Porque una cosa es el Dios vivo y verdadero, y otra muy distinta es el concepto humano de "dios"
La Navidad es evento que trae la “cuestión de Dios”. La plantea mediante una señal fascinante. Algunos científicos, amigos el resto del año, estos días me sonríen, compasivos, sabedores de mi fe en que el Verbo de Dios se nos hizo hombre y nació en Belén. Me sostienen que “dioses, navidades y todo eso” son tics del pensamiento mágico, espejismos para consolar limitaciones y penurias humanas, sentimentalismos simplones para una mente científica. Otros amigos, silenciosos el resto del año, aprovechan estas fechas, también conocedores de mi fe, para recomendarme realismo sociológico. ¿Las navidades? Costumbres, culturas y cambiantes, me dicen. Encuentros gastronómicos familiares −hasta peligrosos, me susurra uno al oído−, puras fechas de marketing, lucecitas y adornos, reclamos comerciales, consumo y más consumo, como el black friday, las rebajas de enero o de verano. Siendo la mayoría padres o abuelos, prefieren −me dicen− el Día del Padre. Las navidades les vacían los bolsillos. Con las madres y abuelas, todavía… la cosa es distinta. Veremos, luego, por qué.
Sospecho que en esas reacciones de algunos de mis amigos interfiere un traductor invisible. Me explico. Cuando les pregunto por el “dios” en el que no creen, me describen con pelos y señales el “dios” que concibe su mente, el urdido por las experiencias de su vida, o el impuesto por los legados culturales. Es un “dios” cuyo primer rostro, a veces el único, es la omnipotencia, la omnisciencia y la impasibilidad eternas. Todo lo puede, todo lo sabe, nada le hace padecer. Un tipo así, que le importan un pimiento los sufrimientos y la muerte del ser humano, que es inmune a cuantos males nos azotan y matan, pero que todo lo puede y todo lo ve…, es un ser extranjero a lo humano. Un ser que suscita desconfianza y miedo.
Cuando esos amigos me dicen que no pueden creer en un tipo así y que simplemente no existe, les doy rotundamente la razón. Ese tipo de “dios” no es el Dios vivo, el real, el verdadero. ¿Qué es, entonces? Una construcción humana, una idea de “dios”, un ídolo, que hemos elaborado con los materiales humanos que más idolatramos, que son el poder, el poder de que los otros hagan nuestra voluntad y nos sirvan; el saber y el tener más y mejor que lo que los demás tienen y saben; el disfrutar todos los placeres en constante bienestar, disponiendo de los servidores oportunos y eficaces, cuantos más a nuestras órdenes mejor. A veces, sin darnos cuenta, somos ateos de un “dios” que nos hemos fabricado y que no existe. Porque una cosa es el Dios vivo y verdadero, y otra muy distinta es el concepto humano de “dios”. Al Jesucristo adulto le sucedió lo mismo: los prebostes judíos tenían una idea de “dios” que no cuadraba, ni por asomo, con el Dios Padre del Nazareno. Y eso también ocurre hoy entre ateos y algunos creyentes.
La Navidad es una directa revelación del Dios verdadero: cómo es en su intimidad y como quiere ser con nosotros. Si abrimos corazón y razón, al menos por un instante, nos toparemos con una primera, inesperada y alucinante sorpresa. Dios no es como supone la idea humana de “dios”, ni tampoco se manifiesta como harían los poderosos de la tierra. Dios, en la noche de Belén, se nos muestra como Dios es. Por de pronto, anuncia su nacimiento a unos pocos y humildes pastores. ¡¿A quién se le ocurre cosa tan inadecuada, pobretona, hasta estúpida?! Cualquier poderoso de este mundo, puestos a anunciar su venida, hubiera elegido el mejor palacio, convocado a los mandatarios más influyentes, presentándose al son de “Pompa y circunstancia” en un selecto lugar de mundial resonancia, por ejemplo −digo yo− en medio del pleno de la asamblea de las Naciones Unidas, o de la final del campeonato mundial de fútbol. Pero el Dios vivo, el verdadero, carece de vanidad y soberbia, no necesita impresionar, atemorizar y sobrecoger, no está sometido a las apariencias externas, no estima nuestros boatos, oros y platas. El habla al adentro íntimo y desnudo del hombre. Él es tierna luz, alegría y paz para el corazón dispuesto a amar.
Según el relato del evangelista Lucas (2, 9-20), el ángel dice a los pastores: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Y esos pastores -que representan la humanidad sencilla, la que se gana el pan con demasiados sudores, la que, por poseer poco o nada, no sufre las vanidades y codicias que enturbian la mirada- se creen el anuncio: “Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado. Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre”.
De modo que si tu corazón busca a Dios, la señal es un niño. ¡Asombroso, imprevisto, turbador…! Si, como los pastores, permites a semejante revelación de Dios darse a luz dentro de ti, entonces se disiparán ciertos espejismos que te cegaban y tus ojos verán la realidad “real”, la buena y verdadera. Que Dios Hijo haya querido ser un niño nos descubre que Dios es Papá y qué lo mejor de la humanidad son nuestros niños. Su inocencia, indefensión y fragilidad, su grande y limpio amar, la absoluta confianza en sus padres, la esperanza de renovación que nos traen, nuestra brutal responsabilidad en no marchitarles. Hay que meditar esa inaudita revelación. ¿Cómo? Liberándonos de tantos prejuicios y errores sobre lo que, de veras, es importante. Sintiendo alegría y consuelo porque en los niños −nuestros hijos− está el rostro de Dios.
¡Atención! El Niño Dios no nació a solas, encarnado por su cuenta, independiente de todos, como haría ese “dios” que todo lo puede y sabe, impasible y ajeno a humano. Nació en familia. Dentro de ese seno de amores y vida lo hallaron los pastores. Allí estaba el bebé −Dios hecho hombre− con María y José, sus padres. De tantos significados, desearía aquí sugerir solo dos.
La primera. La Navidad es esencialmente la fiesta de la familia. Somos seres familiares. Dios Trino −Padre, Hijo y Espíritu Santo− son la familia original, la eterna comunidad de Amor, la incesante fuente de la Vida. Por eso, el Hijo, al encarnarse, lo hace en familia. También cada uno de nosotros es familia. Somos hijos y nietos, padres y madres, hermanos, abuelos y, como María y José, esposos. La Navidad es tiempo de reamar esos amores. Aunque estén maltrechos. Aunque sea una dosis. Me digo a mí mismo: aumenta el fuego, aviva rescoldos. No esperes quejoso, toma alegre la iniciativa. No te rindas. Enciende para tus niños la mayor ternura. No seas pedrusco, sino colchón. Nuestro más verdadero retrato −la vida lograda− son nuestros amores y vínculos familiares. Cuanto más y mejor nos amamos, más nos parecemos a Dios Trino, a cuya imagen y semejanza fuimos creados.
La segunda. Preguntémonos: ¿qué se hizo del niño o la niña que fuimos…, del que todavía llevamos escondido adentro? ¿Está triste o alegre, decepcionado o esperanzado, en soledad o acompañado, desconfiado y temeroso o con paz y sereno? ¿Está vivo y ama…, o marchito y muerto en vida? La Navidad es un reencuentro del niño o niña íntimos −el que somos adentro−, con la fuente de amor y vida que son el Niño Jesús, María y José. Pruébalo. Es gratis. Te pueden avivar, acompañar y reconfortar. No es poco en el mundo en que vivimos.
Pedrojuan Viladrich, catedrático y escritor Doctor Honoris causa de la Universidad de Piura (Perú)