Conjugar esas dos facetas, propias del ser humano, solo es posible si junto a los ideales nobles y generosos, se tiene la humildad necesaria para reconocer nuestras limitaciones y miserias personales
Dianine-Havard, o simplemente Havard, comenta que en el libro: Liderazgo virtuoso, mostró su visión del liderazgo; se apoya en las cuatro virtudes cardinales, que desde Aristóteles a la actualidad, se siguen enseñando. La suya es una antropología que asume la ciencia de las virtudes; para vivir la magnanimidad y la humildad, es preciso tener asentadas: la prudencia, la fortaleza, la templanza, y la justicia. Las cuatro últimas se llaman cardinales, pues en ellas se apoyan las demás. Las virtudes no son hilos sueltos, sino que se entrelazan entre sí; un ejemplo es que para juzgar bien se requiere fortaleza, porque a ser justos no siempre acompaña la popularidad. La persona íntegra sacrifica la popularidad para ser honesto, si se diera esa disyuntiva.
Otra idea que menciona ese autor es que los líderes no nacen, se hacen. El liderazgo no lo da el cargo que se ocupa, sino la autoritas de quien lo ejerce; la potestad es propia del cargo, la autoritas, la persona. Dicen que, para sorprender al ejército persa, Alejandro Magno decidió atacarles por donde menos esperaban; era preciso cruzar un desierto largo y agotador. Cuando la avanzadilla del ejército de Alejandro llegó a la orilla del río que ponía fin al desierto, un soldado llenó su casco de agua y corrió al encuentro de Alejandro, que venía con sus soldados. La respuesta de Alejandro, con el casco lleno de agua en la mano, fue: mucho para unos, poco para todos, a la vez que volcaba su contenido. En esa y otras ocasiones compartió las penalidades de las marchas con los soldados, lo que le dio una la autoritas. Pero ese mismo líder, capaz de eso, mató a un amigo cuando este, Clito el Negro, en un momento de irá cuando este criticó a Alejandro por dejarse tratar como un dios; Alejandro, ebrio, mató a su amigo al sentir la crítica y dejarse arrastrar por la soberbia.
Para ser magnánimo se requieren ideales elevados, pero al ser humanos necesitamos tener los pies asentados en el suelo. Conjugar esas dos facetas, propias del ser humano, solo es posible si junto a los ideales nobles y generosos, se tiene la humildad necesaria para reconocer nuestras limitaciones y miserias personales. Define Havard la magnanimidad como la voluntad de llevar una vida intensa y plena, y la humildad y el deseo de amar y sacrificarse por los demás.
Aristóteles consideró a Sócrates una persona magnánima, aunque nunca lo dijo de forma explícita. Un buen comienzo del camino para servir bien es el señorío sobre uno mismo. El ideal es la misión que elegimos o aceptamos en la vida, pero se necesita la virtud para alcanzar esa meta. Quien tiene como meta en su vida comprarse una moto, necesita crecer en magnanimidad; está bien tener una moto, pero no puede ser la meta esencial de un año. Para ser magnánimos se precisa ser personas esperanzadas; quien da por perdidas las batallas antes de comenzarlas, no llegará lejos. Citando otro rasgo de la vida de Alejandro Magno, se cuenta de él que, la víspera de una gran batalla, repartió sus bienes entre sus generales. Un amigo, al ver que había repartido todo, le dijo: Alejandro, ¿a ti que te queda?, a lo que respondió al otro: me queda la esperanza. La realidad es que al día siguiente ganó la batalla y logró un botín cuantioso.
Para que las personas victoriosas no se dejaran llevar por la soberbia, en Roma estaba previsto que los generales vencedores al entrar triunfantes por las calles de Roma fueran acompañados por un esclavo, que le repetía con frecuencia: recuerda que eres mortal. Esa realidad era tan cierta como la victoria obtenida y no deja de llamar la atención que algunos emperadores que ganaron grandes territorios para el Imperio, dejaran escrito que, en el caso de estar borrachos, no se obedecieran su órdenes. La grandeza no sólo es compatible con algunas miserias, sino que es lo ordinario. La falta de ideales es renunciar de antemano a lograr metas costosas, a conformarse con una vida cómoda, que no suponga mucho esfuerzo ni para llegar a esa posición ni para conservarla. Con ese planteamiento, no se vuela alto y se acaba cediendo en temas que no debiera, para mantener su posición social o el puesto que ocupan.
Hoy se habla más de autoestima que de magnanimidad; la primera es subjetiva y la segunda real. Ambas son necesarias, pero no siempre van unidas; hay personas con una autoestima que no corresponde con la realidad, salvo que lo enfoquemos desde el nivel trascendente, en cuyo caso la autoestima viene de su condición; en el caso de los cristianos, saberse hijos de Dios. Los santos han sido conscientes de recibir dones para realizar la tarea encomendada. Son magnánimos con ideales altos, tanto que aspiraban al cielo por no conformarse con lo que en la tierra se valora más.
A la humildad se llega no solo aceptando las limitaciones, crecientes con la edad, sino aceptando como propios los errores cometidos y sabiéndose vulnerables. Una persona conocida por su adicción al tabaco, ante los elogios recibidos por haber dejado de fumar, contestó con la seguridad de quien está convencido: me ha servido mucho saberme vulnerable. Era plenamente consciente de que si me fumaba un cigarrillo, al día siguiente volvería a los veinticuatro que fumaba antes. No se permitía excepciones, porque sabía que si lo hacía, perdería lo conseguido con tanto esfuerzo. Magnanimidad y humildad son las dos caras de una moneda. La una sin la otra está incompleta. Para ser magnánimo no es preciso aspirar a llegar a Marte, así como para ser humilde no se trata de cargar sobre sí todas las lacras y vicios posibles. La humildad es la verdad; al reconocernos como somos, si somos honestos, ya tenemos suficiente. Un enemigo de la humildad es la vanidad; es un defecto al que estamos expuestos, más cuando la gloria humana y el sentido del honor, como algo que nos eleva sobre los demás, se convierten en el motor de nuestro actuar. Lograr una meta costosa para recibir una ovación, es un precio alto. Pensar que estamos libres de algunos errores, es creerse superior y conocerse poco. Escipión el Africano fue un victorioso militar romano, pero se consideraba de un linaje de tal valía que no tenía que rendir cuentas al Senado romano, como si la pertenencia a su familia le eximiera de lo que todos en su situación tenían que hacer por ley.
La vanidad se instala en nosotros cuando la gloria y el honor se convierten en motivos para actuar. Magnanimidad no significa megalomanía. El liderazgo solo puede ser virtuoso” afirma Havard. La piedra de toque para saber si la persona magnánima es también humilde consiste en ver cómo trata a los demás. Quien mira de arriba-abajo, es señal de que el cargo no le ha sentado bien. El cargo que se ocupa en una institución va acompañado de muestras de deferencia hacia la persona que lo ostenta, pero no como individuo sino como quien representa, en ese momento, el valor de cargo que ocupa. Contaba un ingeniero naval, que diseñó y dirigió la construcción del buque escuela de un país; cuando el almirante que lo iba a dirigir le dijo que le parecía demasiado para él, este le contestó: Cuando lo he diseñado no he pensado en usted, pues no sabía quién sería su comandante, sino que es la embajada flotante de su país, a quien representa este buque escuela. Es una buena manera de explicar que algún honor debido al cargo no pertenece a quien lo ostenta. Havard cuenta cómo le sorprendió la atención con la que le trato el entonces máximo directivo de la empresa Michelín. Fue recibido con deferencia y la conversación duró más de una hora, solo interrumpida por la atención a dos breves conversaciones telefónica que no alteró el clima de la conversación. Luego supo que tenían que ver con una campaña calumniosa sobre ese directivo, pero este no mostró contrariedad ni alteraciones al atender las llamadas. Entonces, no sé si ahora, esa empresa venía con un precedente familiar de su fundador, quien trataba a los empleados del forma que, mientas estaba con ellos, es como si fueran únicos. Los cargos son transitorios, la valía personal es permanente. Una persona coherente manifiesta la magnanimidad y la humildad, si las posee, en cualquier situación, pues no son virtudes unidas al cargo sino a la persona que lo desempeña.
Como todas las virtudes, ni la magnanimidad ni la humildad son estáticas; se pueden ganar y perder. Para mantenerlas es precisa la atención diaria de quien no descuida el dedicar un tiempo diario a valorar si es coherente con su escala de valores, si debe pedir perdón, etc. En algún caso, deberá exigir el respeto debido al cargo que ocupa. Eso requiere delimitar con finura si el malestar sentido es debido al amor propio o a la falta de respeto a la institución que representa. Así como el amor en sus manifestaciones apropiadas al caso es el motor que impulsa a crecer, la falta de templanza lleva a perder el norte y exigir para sí lo que no le corresponde. No es cierto que cada persona tiene un precio, pero sí lo es que todos somos vulnerables y sólo quien se esfuerza cada día en mejorar, mantendrá el nivel idóneo a su dignidad y a la de los demás. No es fácil; vivir la humildad es tarea ardua, pero no imposible. Tener una persona que nos conozca y esté capacitada para ayudarnos, ayuda en esa tarea que durará mientras vivamos.
Para leer:
Dianine-Havard, Alexandre: Creados para la grandeza. Ed. Eunsa. 2019.
Para ver:
El señor de los anillos: el retorno del rey. 2003. Dirigida por Peter Jackson.
Rafael Lacorte Tierz / José Manuel Mañú Noain
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