¿Por qué Juan Pablo II atraía tanto a los jóvenes? ¿Qué encontraban en él? ¿Que los impulsaba a acompañarlo allí donde estuviera? Benedicto XVI da respuesta a estas preguntas y muestra la gran sintonía que siempre existió entre su predecesor y el mundo de los jóvenes.
Selección de textos disponibles en el sitio web del Vaticano: www.vatican.va
Plaza de San Pedro, domingo 24 de abril de 2005
«En este momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: "¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!" El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo —si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él—, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada —absolutamente nada— de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida».
Basílica de San Pedro, jueves 2 de abril de 2009
«Se podría decir que, especialmente en los años de su largo pontificado, él engendró para la fe a muchos hijos e hijas. De ello sois signo visible vosotros, queridos jóvenes presentes esta tarde: vosotros, jóvenes de Roma, y vosotros, jóvenes llegados de Sydney y de Madrid, que representáis idealmente a las multitudes de chicos y chicas que participaron en las veintitrés Jornadas mundiales de la juventud que se han celebrado ya en diversas partes del mundo. ¡Cuántas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, cuántas jóvenes familias decididas a vivir el ideal evangélico y a tender a la santidad están vinculadas al testimonio y a la predicación de mi venerado predecesor! ¡Cuántos chicos y chicas se han convertido o han perseverado en su camino cristiano gracias a su oración, a su ánimo, a su apoyo y a su ejemplo!
Es verdad. Juan Pablo II lograba comunicar una fuerte carga de esperanza, fundada en la fe en Jesucristo, que "es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8), como rezaba el lema del Gran Jubileo del año 2000. Como padre afectuoso y atento educador, indicaba puntos de referencia seguros y firmes, indispensables para todos, de modo especial para la juventud. Y en la hora de la agonía y de la muerte, esta nueva generación quiso manifestarle que había comprendido sus enseñanzas, recogiéndose silenciosamente en oración en la plaza de San Pedro y en muchos otros lugares del mundo. Los jóvenes sentían que su muerte constituía una pérdida: moría "su" Papa, al que consideraban "su padre" en la fe. Al mismo tiempo, advertían que les dejaba en herencia su valor y la coherencia de su testimonio. (…)
En momentos como este, dado el contexto cultural y social en que vivimos, podría ser más fuerte el riesgo de reducir la esperanza cristiana a una ideología, a un eslogan de grupo, a un revestimiento exterior. Nada más contrario al mensaje de Jesús. Él no quiere que sus discípulos "representen un papel", quizás el de la esperanza. Quiere que "sean" esperanza, y sólo pueden serlo si permanecen unidos a Él. Quiere que cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, sea una pequeña fuente de esperanza para su prójimo, y que todos juntos seáis un oasis de esperanza para la sociedad dentro de la cual estáis insertados.
Ahora bien, esto es posible con una condición: que viváis de Él y en Él, mediante la oración y los sacramentos, como os he escrito en el Mensaje de este año. Si las palabras de Cristo permanecen en nosotros, podemos propagar la llama del amor que Él ha encendido en la tierra; podemos enarbolar la antorcha de la fe y de la esperanza, con la que avanzamos hacia él, mientras esperamos su vuelta gloriosa al final de los tiempos. Es la antorcha que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado en herencia. Me la entregó a mí, como sucesor suyo; y yo esta tarde la entrego idealmente, una vez más, de un modo especial a vosotros, jóvenes de Roma, para que sigáis siendo centinelas de la mañana, vigilantes y gozosos en esta alba del tercer milenio. Responded generosamente al llamamiento de Cristo. En particular, durante el Año sacerdotal que comenzará el 19 de junio próximo, si Jesús os llama, estad prontos y dispuestos a seguirlo en el camino del sacerdocio y de la vida consagrada.
"Este es el momento favorable, este es el día de la salvación". En la aclamación antes del Evangelio, la liturgia nos ha exhortado a renovar ahora —y en cada instante es "momento favorable"— nuestra decidida voluntad de seguir a Cristo, seguros de que él es nuestra salvación. Este es, en el fondo, el mensaje que nos repite esta tarde el querido Papa Juan Pablo II. Mientras encomendamos su alma elegida a la intercesión maternal de la Virgen María, a la que siempre amó tiernamente, esperamos vivamente que desde el cielo no cese de acompañarnos y de interceder por nosotros. Que nos ayude a cada uno de nosotros a vivir repitiendo día tras día a Dios, como él hizo, por medio de María, con plena confianza: Totus tuus! Amén».
Lunes 25 de abril de 2005
«Cuando, lentamente, el desarrollo de las votaciones me permitió comprender que, por decirlo así, la guillotina caería sobre mí, me quedé desconcertado. Creía que había realizado ya la obra de toda una vida y que podía esperar terminar tranquilamente mis días. Con profunda convicción dije al Señor: "¡no me hagas esto! Tienes personas más jóvenes y mejores, que pueden afrontar esta gran tarea con un entusiasmo y una fuerza totalmente diferentes". Pero me impactó mucho una breve carta que me escribió un hermano del Colegio cardenalicio. Me recordaba que durante la misa por Juan Pablo II yo había centrado la homilía en la palabra del Evangelio que el Señor dirigió a Pedro a orillas del lago de Genesaret: "¡Sígueme!" Yo había explicado cómo Karol Wojtyla había recibido siempre de nuevo esta llamada del Señor y continuamente había debido renunciar a muchas cosas, limitándose a decir: "sí, te sigo, aunque me lleves a donde no quisiera". Ese hermano cardenal me escribía en su carta: "Si el Señor te dijera ahora ‘sígueme’, acuérdate de lo que predicaste. No lo rechaces. Sé obediente, como describiste al gran Papa, que ha vuelto a la casa del Padre". Esto me llegó al corazón. Los caminos del Señor no son cómodos, pero tampoco hemos sido creados para la comodidad, sino para cosas grandes, para el bien.
Así, al final, no me quedó otra opción que decir "sí". Confío en el Señor, y confío en vosotros, queridos amigos. Como dije ayer en la homilía, un cristiano jamás está solo. Así expresé la maravillosa experiencia que todos hemos podido hacer en estas cuatro extraordinarias semanas que acabamos de vivir. Al morir el Papa, en medio de tanto dolor, se manifestó la Iglesia viva. Resultó evidente que la Iglesia es una fuerza de unidad, un signo para la humanidad.
Cuando las grandes cadenas de radio y televisión informaron, veinticuatro horas al día, sobre la vuelta del Papa a la casa del Padre, sobre el dolor de las personas y sobre la obra del gran Pontífice muerto, respondían a una participación que superó todas las expectativas. En el Papa vieron a un padre que daba seguridad y confianza, que en cierto modo unía a todos entre sí. Se vio claramente que la Iglesia no está cerrada en sí misma, que no vive para sí misma, sino que es un punto luminoso para los hombres.
Se vio claramente que la Iglesia no es vieja ni inmóvil. ¡No, es joven! Al ver a tantos jóvenes que se reunieron en torno al Papa fallecido y, en último término, en torno a Cristo, de quien él dio testimonio, se constata una realidad muy consoladora: no es verdad que la juventud piense sobre todo en el consumo y en el placer. No es verdad que sea materialista y egoísta. Es verdad lo contrario: los jóvenes quieren cosas grandes. Quieren que se detenga la injusticia. Quieren que se superen las desigualdades y que todos participen en los bienes de la tierra. Quieren que los oprimidos obtengan la libertad. Quieren cosas grandes. Quieren cosas buenas».
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |