Estas fechas van a ser muy distintas para todos. Resultará complicado para la gran mayoría evitar sentir tristeza y nostalgia. Por eso me he animado a contarles una historia de Navidad, por si pudiera arrancar a alguno una sonrisa
Había una vez una señora de cuyo nombre es mejor no acordarse. Para satisfacer la curiosidad del lector, diremos que este empezaba por «Mari» y acaba por «Ona». Era la Nochebuena de 2016. Su marido y ella se encontraban en Plymouth, un olvidado pueblo de Inglaterra.
Sus dos hijos pequeños ya dormían, y su marido se esmeraba en preparar una cena de Nochebuena para ambos. El estado de ánimo de su compañera, empero, no ayudaba en absoluto. Se respiraban en el ambiente los pensamientos que rondaban por su cabecita: «Qué horror tener que pasar Navidad aquí solos, en este pueblo miserable abandonado de la mano de Dios», «cuánto echo de menos no poder estar estos días con mi familia en España», etc. A pesar de todo esto, su buen esposo continuó con todos los preparativos −decoración incluida−, según las tradiciones españolas, a pesar de ser él mexicano.
Podríamos contextualizar un poco más la situación, no sé si en descargo de ella o para agravar aún más su pésima actitud, el lector decidirá. Tres meses atrás habían desembarcado en, como le gustaba a ella llamarla, la Pérfida Albión. Era septiembre de 2016, y por toda compañía tenían a su hijo de dos años, y a su hermana por nacer.
A los quince días de llegar, la mujer empezó a notar los primeros signos de un parto que se producía mucho antes de lo previsto. Entre contracción y contracción empezó a preparar una mochila con lo que necesitaría para el hospital. No resultó complicado, solo tuvo que meter sus propias cosas; la mudanza desde España no había llegado, y no tenía nada que necesitaría para atender a la recién nacida. Me gustaría contarles que la reacción de la parturienta ante toda esta situación fue mantener la calma y pensar «Dios proveerá», pero la realidad es que −cuando el dolor le permitía pensar− se decía «¿qué hago yo de parto en medio de la nada, en Inglaterra? ¿Por qué no responde este tío al teléfono? ¿Cómo se llama a un taxi aquí? ¿Sabrá el taxista a qué hospital llevarme? ¿Por qué estoy ya de parto? ¡Mi hija, se va a morir mi hija!».
Tras veinte llamadas perdidas, el tío, digo, el marido, respondió al teléfono. Al otro lado habló un basilisco que le informó de que iba a ser padre por segunda vez. La criatura estuvo a nada de nacer en mitad de la campiña inglesa. A pesar de su condición de prematura, consiguieron sacarla adelante, y el instinto maternal hizo olvidar al basilisco los planes mexicanicidas que había tramado durante el parto.
No sé si el lector habrá concluido que todas estas circunstancias resultan atenuantes de la actitud tan huraña que tuvo la mujer en esas Navidades de 2016. Lo que interesa es que ella entendió que su comportamiento había sido deplorable, y decidió que haría lo imposible para que las siguientes Navidades, las de 2017, las pudieran vivir alegremente su esposo, sus hijos y ella; al fin y al cabo, lo que se celebra es la venida del Niño Dios: todo lo demás es accesorio.
A lo largo de 2017, nuestra protagonista trabó amistad con una chica alemana, llamada Leni, que estaba casada con un italiano, Francesco. Sus hijos tenían la misma edad, así que ambas se juntaban a menudo para que los niños jugaran entre sí. Lo cierto es que los pequeños se llevaban a matar y se zurraban inevitablemente el uno al otro cada vez que se veían. Como inmigrantes, Leni y Mari-Ona se necesitaban la una a la otra, por lo que obviaban este detalle sin importancia. «Cosas de niños», comentaban entre risas nerviosas.
Se dio la circunstancia de que las dos familias pasarían la Navidad de 2017 en Plymouth, y las señoras pensaron que sería buena idea reunirse y celebrar juntos: ¡nuestra protagonista había encontrado la oportunidad de redimirse respecto al mal humor con que fustigó a su marido el año anterior! Llegó la mañana de Navidad y ella, su esposo y sus dos hijos se presentaron en casa de sus anfitriones. Junto a ellos se encontraba también la madre de Francesco, que solo entendía italiano.
Los niños comieron pasta y fueron a pegarse al salón. Los invitados intentaron entenderse con la suegra en españo-taliano, pero todo esfuerzo fue vano. Francesco −el marido de Leni−, con la excusa de ir a separar a los niños, se fue al salón y se desentendió de todo. Irene, la prematura, aprovechó que se olvidaron de ella para gatear debajo de las mesas y comer todo lo que caía de ellas. Leni −no olvidemos que era alemana− se dedicó a hacer de intérprete entre su suegra y los hispanoparlantes. Con tal lío de idiomas en su cabeza, de repente hablaba a unos en italiano, o a su suegra en inglés, o en alemán.
La situación resultó incómoda desde el principio: apenas encontraban puntos de conversación en común. Esta vez el que se puso de mal humor fue el mexicano, que le espetó al oído a su mujer «¡Las mujeres y vuestra manía de socializar, vámonos ya!». El culmen del esperpento llegó cuando la suegra, con tal de hablar de algo interesante, preguntó en italiano: «¿Y cómo está el tema con Catalonia? Se han declarado independientes hace unos meses, ¿no?». Por la cara de estupefacción que pusieron la española y su exasperado esposo, se entendió ipso facto, sin mediar palabra, que resultaba por completo imposible hablar de eso sin acabar de volver loca a la traductora.
Asumieron, al fin, que así no llegarían a nada, y se dirigieron todos al salón a disfrutar del postre y a estar con los niños. Ocurrió entonces algo inesperado, pero comprensible en un idioma universal. Irene, la gateante prematura, decidió de repente ponerse de pie y dar sus primeros pasos. Todos la aplaudieron de alegría y con mucha emoción. El Niño, desde el pesebre, los había estado observando muy divertido. Irene volteó, y lo miró. Dicen que Él le lanzó un guiño, pero ella nunca lo contó. Los secretos de niños se quedan entre niños.