Entre todos los dones espirituales que los hombres pueden recibir no se me ocurre ninguno mayor que el de poder nacer de nuevo, que es precisamente lo que encarna ese Niño nacido en Belén
Cuando reflexiona sobre el sentido de la fiesta en la vida humana, Leonardo Castellani escribe: «A medida que se va perdiendo el sentimiento de lo sacro, se han ido multiplicando las fiestas seudosacras sin contenido sacro; a causa de la ley biológica que dice:‘A medida que disminuye lo vivo, aumenta lo automático’.(…) Toda fiesta verdadera se basa en una necesidad y se cumple en la recepción de un don espiritual, el cual por el hecho de recibirse aúna y unifica todas las voluntades».
Y entre todos los dones espirituales que los hombres pueden recibir no se me ocurre ninguno mayor que el de poder nacer de nuevo, que es precisamente lo que encarna ese Niño nacido en Belén. Hay algo en la Navidad que nos habla de la incesante novedad del mundo, de la posibilidad de estrenarlo de nuevo, cuando ya lo creíamos marchito y extenuado; algo que también nos remoza a los hombres por dentro, que nos lava con su agua lustral, que nos invita a despojarnos del hombre viejo.
Se dice con frecuencia que la Navidad es una fiesta triste porque nos recuerda el paraíso abolido de la infancia, o porque agiganta la ausencia de las personas que amamos y ya no están entre nosotros, o porque recrudece el dolor de los desgajamientos y rupturas familiares. Todos, ciertamente, añoramos aquellas fiestas navideñas en que aún éramos candorosos, en que aún las decepciones y los desengaños no nos habían convertido en trastos desportillados; todos tenemos que lamentar alguna pérdida o alguna ruptura que nos ha dejado mutilados. Pero la Navidad nos enseña que, por muy amputados que estemos, el milagro de una refundación de nuestra vida es posible, exactamente como Dios refundó la suya haciéndose niño.
Antes de la Navidad, adorar a Dios exigía elevar los ojos hasta un cielo inescrutable e inmenso; después de la Navidad, adorar a Dios exige agacharse, entrar en una cueva y reparar en la fragilidad de un niño recién nacido. El don espiritual de la Navidad es una subversión completa de las categorías mentales, un trastorno radical del universo. Y si el mundo entero cambió cuando nació aquel Niño, también nuestras vidas pueden hacerlo, si tenemos la humildad de agacharnos y entrar en la cueva, para recibir ese don espiritual.
Nuestra época pretende convertir la Navidad en una fiesta ‘laica’. Pero una fiesta que no sea recepción de un don espiritual que unifica las voluntades (un don que hace auténtica comunidad) no podrá ser nunca una verdadera fiesta, sino un aspaviento desesperado, una farra estridente y agónica, un atracón angustiado. Sucedáneos o parodias grotescas de la fiesta, en fin, que tal vez distraigan por unos pocos días el dolor en sordina que martiriza al hombre cuando decide amputarse, escindirse, renegar de un elemento que le es consustancial.
No hay felicidad sin una aceptación plena de lo que somos; y lo que somos incluye una dimensión espiritual que no se puede extirpar sin un grave menoscabo de nuestra propia naturaleza. El hombre contemporáneo, al expulsar a Dios de su horizonte vital, se ha convertido en un ser demediado que busca lenitivos euforizantes para el dolor de la amputación. Pero, una vez extinguidos los efectos de tales lenitivos, vuelve a sentir el dolor de la amputación, la reminiscencia de una nostalgia, que a la postre no es sino añoranza de aquel estado originario en que aún no había renegado de los dones espirituales.
Despojada de tales dones, nuestra vida se parece bastante a la del gallo descabezado que corretea sin rumbo mientras se desangra. Son los efectos de una amputación que Chesterton resumió magistralmente: «Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural». Pero hete aquí que esta Navidad, con el fantasma del coronavirus merodeando nuestras vidas, los lenitivos con los que solemos anestesiar el dolor producido por esa amputación serán mucho más restringidos, en algunos casos inalcanzables.
No habrá juergas nocturnas ni cotillones, no habrá actos multitudinarios, el consumismo desmelenado y bulímico se adelgazará. Y, ciertamente, estaremos más desgajados y desmembrados que nunca, porque no podremos juntarnos toda la familia (y, en muchos casos, algún miembro de nuestra familia habrá sido arrebatado por la plaga). Será una Navidad, ciertamente, con ausencias amargas; pero también una Navidad menos ruidosa, menos agitada, menos empachosa e histérica; una Navidad más recoleta y humilde, que nos permitirá reparar en nuestra fragilidad.
Y, al reparar en nuestra fragilidad, tal vez nos atrevamos a agacharnos y entrar en esa cueva donde nos están esperando los dones espirituales. Feliz y sacra Navidad.