«No es extraño que una narración navideña se abra con esa imagen. La Navidad no es ñoña. Su trasfondo es la lucha contra el mal, que es el argumento latente de todas las grandes historias»
El arranque de Un cuento de Navidad para Le Barroux de Natalia Sanmartin Fenollera es una escena prácticamente cinematográfica. Un niño entra de puntillas muy de mañana en el cuarto donde su madre duerme. Se acerca sigilosamente a la cama y, con una manita, le tapa suavemente −una caricia− los ojos, para que no se asuste, mientras con la otra captura bruscamente en la almohada una gran araña venenosa, que aplasta entre sus dedos. La escena conjuga, una intensa ternura con una violencia inesperada. También combina el realismo cotidiano con el aleteo −el alma lo adivina− de un misterio.
No es extraño que una narración navideña se abra con esa imagen. La Navidad no es ñoña. Su trasfondo es la lucha contra el mal, que es el argumento latente de todas las grandes historias. Su novedad radica en que un Niño es quien destruye, inesperadamente, el mal. Un niño, y una madre.
Encontramos reflejos siempre que vemos a cualquier niño (o sea, la inocencia, el amor, la sencillez) aplastar o esquivar un peligro subrepticio. Y viceversa: cada vez que una araña teje su red viscosa contra la infancia o la maternidad de cualquier manera (ya sea un delito o una ley o una actitud o una cultura) estamos asistiendo a la anti-Navidad, es decir, a la oscuridad contra la que se anuncia la Navidad. Los belenes multiplicados, las postales, los adornos, las películas, los cuentos y los villancicos que hablan sobre lo que sucedió en Belén hace 2020 años nos han de servir de espejos de todos los tamaños y todos los estilos para que entendamos la multiplicación del drama (la araña) y la comedia (aplastada entre los dedos) que sucede y tiene que suceder en el mundo cotidiano de cada persona que desea «Feliz Navidad».
Otro símbolo lo alumbra: la Navidad se celebra cuando la luz de los días empieza a vencer a la más larga oscuridad del año. La luz va a más, que es otra victoria, pero empezando pequeñita, muy niña. El espíritu de la Navidad, como supo Charles Dickens, tiene muy diversas manifestaciones, y una fundamental es la defensa en todo momento de la luz. Que estamos ante una urgencia nos lo recordará, dentro de unos días la festividad de los santos Inocentes, que no pasa tan cerca de la Nochebuena por casualidad. La inercia de unas navidades fofas, blandas, sentimentales y muelles es una trampa en la que la liturgia no nos permite caer.
No es extraño que una narración navideña se abra con esa imagen. La Navidad no es ñoña. Su trasfondo es la lucha contra el mal, que es el argumento latente de todas las grandes historias
Cuando le contaban la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo al recién convertido rey Clodoveo I (499), exclamó conmovido: «Ay, si hubiese estado allí con un puñado de mis francos, no habría permitido que lo crucificaran». En ese momento, a la luz de ese deseo ferviente y quijotesco, nace, de las entrañas niñas del cristianismo, la Cristiandad. Yo soy muy clodovista, y creo que todavía podemos, siendo francos, salvar o intentar salvar a los inocentes, y tomar partido, aquí y ahora, por la infancia y por la vida, contra las arañas. No seríamos las primeras figuras anacrónicas que se plantan en un belén, y que hacen allí su papel tan perfectamente. Fíjense, casi no hay nacimiento en ninguna casa que no las tenga, ya sean unos voluntariosos clicks de Playmobil o unas elegantes pastoras dieciochescas y napolitanas o unas figuras flamencas del romanticismo español o incluso un cowboy de plástico con sus buenas dos pistolas al cinto o unos indios apaches en la cresta de las montañas de plástico. La movilización para el nacimiento es universal.
Como explicó J.R.R. Tolkien a C.S. Lewis una vez y a todos para siempre, el mito del niño que se enfrenta al mal se ha contado cientos de veces porque apela a un estrato muy profundo del alma humana, como sentimos todos por puro instinto moral; pero en una ocasión, además de un mito, fue verdad, el mito verdadero, y aconteció en Belén. Lo de las arañas, en cambio, por suerte para los arácnidos, es sólo una metáfora. Con todo, lo nuestro es traspasar la tela del mito y luchar, como soñó Clodoveo I, por el Niño que ha nacido en un Portal y por los santos inocentes. Poder abrigar la vida más aterida frente al frío de la muerte es nuestro regalo (épico) de Navidad.