Es la conciencia un testimonio de la fuerza de la verdad, ya que estamos ordenados a buscar a Dios y acoger sus mandamientos
Toda persona que esté en sus cabales tiene conciencia moral. Cuando se afirma de alguien, por su conducta depravada, que no tiene conciencia, se está hablando de un modo figurado. El Concilio Vaticano II expresa esta realidad con las siguientes palabras: “En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal... El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón... La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (Const. Gaudium et spes, n. 16).
Es la conciencia un claro testimonio de la dignidad de la persona, a la que manda en el momento concreto practicar el bien y evitar el mal, aconsejando las opciones buenas y denunciando las que son malas. Es un testimonio de la fuerza de la verdad, ya que estamos ordenados a buscar a Dios y acoger sus mandamientos.
La conciencia no es una especial y distinta facultad del alma, sino simplemente un juicio de nuestra razón por el que captamos la bondad o malicia de lo que vamos a hacer, estamos realizando o hemos llevado a cabo, según lo que prescribe la ley divina. Tal como lo expresaba John Henry Newman: “La conciencia es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza... La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (Carta al Duque de Norfolk, 5).
Oir la voz de la conciencia requiere una cuidadosa atención, de manera que la persona cuide su interioridad, sin estar volcada irreflexivamente al activismo. El vértigo de la acción suele ser una coartada para no prestar excesiva atención a unos requerimientos obligantes que pueden ser incómodos. Actuar con la prestancia y dignidad que corresponde a la dignidad humana exige buscar la rectitud de la conciencia moral. “La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad (sindéresis), su aplicación a las circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de la razones y de los bienes, y en definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1780).
La conciencia moral es un claro indicio de la responsabilidad personal. Como somos conscientes de la bondad o malicia de nuestras acciones y de la libertad con la que las realizamos, debemos asumirlas como nuestras. “Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios” (Catecismo..., n. 1781).
Cada hombre toma sus decisiones personales en conciencia y con libertad. Tal como proclamó el Concilio Vaticano II: “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa” (Decl. Dignitatis humanae, n. 3).
Para que nuestros juicios morales sean acertados es preciso formar bien la conciencia, de manera que sea veraz (ajustada a la ley moral) y cierta (segura y firme en sus convicciones). La formación de la conciencia es tarea de toda la vida, desde la niñez a la ancianidad: somos orientados por la fe, que se actualiza en la oración y en el examen de conciencia, y debe contar también con la ayuda de prudentes consejeros. Podemos emitir juicios rectos, acordes con la razón y la ley divina, pero también hay la posibilidad de emitir juicios erróneos.
A veces las circunstancias hacen más difícil emitir un juicio certero, pero siempre debemos buscar lo que es bueno, discerniendo la voluntad de Dios. Para ello hay que conocer bien la realidad, y dejarse ayudar por las luces del Espíritu Santo. En los casos dudosos puede ser útil aplicar algunas reglas de validez universal, tales como: «Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien» o «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros» (Mateo 7, 12).
Como la guía práctica para el actuar moral es el juicio de la conciencia, se debe obedecer siempre a lo que ésta afirma con seguridad, aun suponiendo que este juicio sea objetivamente erróneo a causa de una ignorancia invencible. En cambio no excusaría de culpa permanecer en el error por falta de diligencia en corregir las lagunas de la conciencia. Así ocurre “cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia queda casi ciega” (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 16).
Se hace necesario un diligente empeño para formar una conciencia recta, sin errores ni ambigüedades, porque no raramente la conciencia sufre el influjo de factores negativos: “El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral” (Catecismo..., n. 1792).